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– Y también que Vega, la más brillante de la pareja y la más alta sobre el horizonte, es siempre la mujer.

– Sí, pero eso está más ligado al dinamismo; no olvides que la feminidad es siempre más lenta en la Gran Obra, y aquí rige la distancia polar. Las estrellas más veloces, hablando siempre en términos de movimiento aparente, es decir, iconológicos, son las zodiacales, y las tradiciones astreas las ven como carros solares.

A Ígur le resultaba gracioso cómo Arktofilax había eludido admitir la atribución más brillante de la feminidad, y le pareció entrever en él una misoginia soterrada; aprovechando la última observación, recordó la observación de Guipria sobre la referencia polar del Uno, y sobre la identificación en la persona de Arktofilax.

– Debrel -desfiguró deliberadamente- remarcó la naturaleza dionisíaca de Arcturus, por encima incluso de la de Vindemiatrix, como vigilante crónico del ancla con centro en la cual gira el mundo.

– ¿Debrel dijo eso? -dijo Arktofilax y sobresaltó a Ígur con una mirada inquisitiva difícilmente esquivable; el pensamiento del joven Caballero dio vueltas velozmente. ¿Tanto se conocen Debrel y Hydene como para que el uno prevea de esa manera las opiniones del otro? ¿O es que algo en la entonación de la frase le había traicionado? No, más bien Debrel y Arktofilax han hablado con posterioridad a la conversación… Pero entonces, ¿es que la han comentado palabra por palabra? Y, aún peor, si estaban en contacto, ¿por qué le habían obligado a una búsqueda tan problemática de Arktofilax? De repente se le cuestionó completamente la imagen de Debrel-. ¿Quieres decir -miró los poemas proféticos- que el destino como guardián del centro, por tanto de la quietud, es el que lleva a ser vencido por Canopus, el piloto de la movilidad, que cabalga el leopardo? Porque el leopardo no lo pueden cabalgar los dos a la vez.

Ígur se decidió a hablar abiertamente.

– ¿Crees que Arcturus eres tú?

El Magisterpraedi se quedó pensativo mirando los papeles tanto rato que Ígur pensó que la cabeza se le había ido a otra cosa.

– ¿Crees que el jinete del leopardo eres tú?

La transposición de arquetipos en nombres propios nunca había sido la debilidad de Ígur y, en cualquier caso, y dado que Arktofilax no parecía proclive a hablar de Bracaberbría, sin entrar en el Laberinto cualquier cosa que se dijera serviría más para la satisfacción del intelecto que para la tranquilidad del expedicionario, y ambos socios, decididos a no alimentar las propias inquietudes a base de compartirlas, derivaron a problemas prácticos, centrados en la coordinación de gestiones con el gabinete del Príncipe; los permisos de Entrada estaban sujetos a un protocolo riguroso, y cualquier traspié podía herir susceptibilidades, no tan sólo entre ellos y el Epónimo, sino incluso entre ellos mismos. El compromiso de Entrada exigía la firma de todos aquellos que habían intervenido en gestiones directas, en especial en presencia física, ya que en el reparto posterior de los beneficios de los derechos del Laberinto, en caso de que la Entrada fuera coronada por el éxito, cada cual recibiera su parte. El problema era que Silamo, como enviado de la parte técnica, tenía derecho al reparto, pero sus credenciales habían quedado en poder de Ígur, que, en caso de que no apareciera, sería el beneficiario. Ígur consideró una complicación innecesaria tener que buscar a Silamo de un día para otro para hacerle firmar los contratos, y decidió que ya lo buscaría después del Laberinto para darle su parte. En un rincón de su pensamiento, no tan recóndito como hubiera querido, le rondaba la idea de que si después Silamo no aparecía, mejor para él, que percibiría más emolumentos. Arktofilax parecía más preocupado por otras cosas, y no insistió en dilucidar a quién más, desaparecido Debrel, se debía convocar para el acto protocolario del día siguiente.

Hacia la noche, Ígur estaba ansioso por ver a Sadó y temblaba por ver a Fei, y en pleno agridulce de pulsaciones decidió que ya no podía alargar más el momento de hacerles una visita.

– Con vuestro permiso, ahora me debo a mis amistades -dijo una vez recogidos los papeles; Arktofilax lo miraba con curiosidad, y se sintió obligado a explicárselo-. Se trata de la cuñada de Debrel, a la que he conseguido alojamiento en el Palacio Conti.

– ¿El Palacio Conti?

– Sí, es un Palacio privado de expansión. Si queréis venir… -añadió por puro compromiso, pero el Magisterpraedi le sorprendió.

– Me parece que sí, me gustaría -sonrió-, es decir, si no te importa.

– Al contrario -dijo Ígur con sinceridad, pensando que sería bastante curioso ver en casa de Isabel a un hombre de maneras tan ascéticas que ya en el Palacio Gudemann parecía fuera de lugar.

En pocos días, las nieves se habían fundido en Gorhgró, y los alrededores abruptos del Palacio Conti ya no se presentaban, como poco antes, entre nieblas y hielos, sino con una nueva exuberancia de aguas exaltadas; el paso del Puente de los Cocineros le pareció a Ígur más corto que nunca, a pesar de que Arktofilax lo impacientaba entreteniéndose a cada paso a contemplar las vistas. Abrió la puerta de servicio, y una camarera nueva, que no desmerecía de las demás, salió a recibirlos; Ígur no necesitó presentarse.

– ¿Queréis pasar directamente al salón? ¿O preferís encontraros con Madame o con alguien en privado?

Antes de decidirse, encontraron a Fei en un saloncito de paso.

– Por fin ha vuelto nuestro campeón -sonrió sin sombra de reticencia; Ígur no sabía en qué forma la llegada de Sadó habría trastocado las cosas con Fei, y todas las posibilidades lo inquietaban-. Qué bien estás -continuó ella; Ígur se la presentó a Arktofílax, y contempló con detenimiento su estudiado vestido negro; sin duda, aquel día había una fiesta.

– ¿Cómo se ha portado el mundo por estas latitudes? -le preguntó, con mucha más frialdad de la que sentía.

– Mein Schatz! Was frag ich nach der Welt! -dijo ella, con una carcajada que fue correspondida por Arktofilax mucho antes que por Ígur-. Si me permitís, os acompaño.

Fueron los tres hasta la gran sala, y justo en la puerta les salió al paso Sadó. A Ígur la situación le resultó especialmente incómoda, porque no quería exhibir debilidades ante el Vencedor del Laberinto, y en presencia de las dos no sabía por dónde tensar o aflojar para no perder nada. Presentó de nuevo, y sintió a flor de piel el vértigo del enfrentamiento. La dama de negro y la dama de rojo sonrieron con todas sus armas e Ígur recordó cómo al principio de conocerla Fei le había parecido demasiado violentamente sexuada, con una evidencia de reclamos tan rotunda que bordeaba la ordinariez, y cómo en su trato había él refinado la imagen hasta volverla exquisita; y Sadó, en cierta manera al contrario, en principio la había encontrado falta de fuerza y de volumen, demasiado discreta y delicada, y ahora, también a causa del trato, y quizá por la separación, tomaba para él una brutalidad de atributos atractiva con una inmediatez mucho más penetrante y descarada. Fueron los cuatro hacia el centro del salón lleno de bote en bote, con fragmentaciones momentáneas cuando tenían que pasar de uno en uno o de dos en dos entre mesas demasiado juntas, y retomando después la intrascendencia de la conversación interrumpida. Al verlos, Isabel Conti dejó a sus interlocutores y fue a su encuentro. Fei y Sadó se quedaron en segundo término.

– Madame Conti, os presento al Magisterpraedi Hydene -dijo Ígur, con curiosidad; ninguno de los dos movió ni un dedo, y tuvieron que pasar los segundos para que Ígur se diera cuenta de que no se decían ni una palabra y, sin que nada pasara, o precisamente por eso, la escena se transformó de repente; Arktofilax parecía contener un ensueño ignoto, y ella, con una media sonrisa, tenía los ojos tan brillantes que cuando tomó aire para hablar se le empañaron.

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