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– Adiós, Caballero -dijo Ígur, asomado; Meneci yacía en la terraza de la playa boca arriba lleno de sangre, y la clientela del bar, atraída por la sacudida, había salido en tropel; algunos se inclinaban sobre el herido, dos o tres miraron hacia arriba asustados; Ígur se retiró y recogió a Vendramín-. Y ahora, tonel, nos ocuparemos de ti.

Intentó hacerlo caminar, pero era inútil, y acabó por echárselo a la espalda, lo que no era nada sencillo ya no por el peso, porque Ígur estaba lo bastante en forma como para cargar con eso y más, sino por la envergadura y las pocas facilidades que daba aquella masa de carne sudada y convulsa. Topando atropelladamente con puertas y barandillas bajaron la escalera y cruzaron el bar; allí, los brazos y las piernas del transportista se trababan con todos los muebles, hasta que Ígur se hartó y de un arrebato, sin más contemplaciones, le golpeó la cabeza contra un dintel, y así, del todo inconsciente, resultó más fácil de transportar. Horapolus entró con dos de los jóvenes bárbaros, el joven rasurado y el hombre vestido de mil colores, e Ígur sacó la pistola y les apuntó sin desprenderse de Vendramín. Horapolus levantó las manos.

– Caballero, sabed que nosotros…

– Está bien -dijo Ígur-, no tengo tiempo para explicaciones; no sé si hay aquí alguien más implicado en el asunto, ni me importa. Ahora, que todo el mundo se quede donde está, y no le pasará nada a nadie; pero al que se le ocurra seguirme, ya sabe lo que le espera.

Ígur retrocedió de espaldas a la puerta, cargó a Vendramín en el transporte y, sin más tropiezos, recorrió cinco o seis kilómetros hacia el sur hasta encontrar un núcleo en el que se apreciaba una cierta actividad.

Cuando lo apeó del transporte, Vendramín respiraba con dificultad, y a Ígur se le ocurrió si entre la intoxicación, la embestida de Meneci y para rematarlo su noqueada, se iba a quedar sin pista. Lo sujetó con mil miramientos por debajo de los brazos, y entraron en un establecimiento hotelero más importante y frecuentado que el antro de Horapolus.

– Quiero una habitación.

– No hay problema. Caballero -dijo el empleado, con una sonrisita siniestra-. A ver… ¿os parece bien la Suite Imperial Ganimedes? No dispongo de nada más -lo miró con turbiedad-, pero creo que os complacerá.

– Me parece bien; si sois tan amable de indicármela…

– Con mucho gusto. -Tomó la llave y se abrió camino por una rampa-. Parece que esta noche vuestro amigo se ha excedido un poco, ¿no? -Rió, indiferente a la gélida expresión de Ígur-. Si necesitáis cualquier cosa, no tenéis más que decírmelo: calmantes, estimulantes… Demeterinas. ¿No? Una botella, en fin, lo que queráis, como si necesitáis aumentar la plantilla… -Abrió la puerta de una habitación con vistas al mar, que se pretendía suntuosa y a Ígur le pareció un monumento vomitivo al mal gusto, apoteosis de la pastelería de los espejos, los colorines y la iconografía pertinente.

– Podéis retiraros -dijo, sin soltar a Vendramín-. Que no nos molesten.

El empleado lo miró con una pizca de inquietud.

– Me perdonaréis si soy indiscreto, pero estoy obligado a recordaros que los únicos límites de la casa son los que establece el código de honor de la Apotropía General de Juegos del Imperio, y que una transgresión criminal nos obligaría a denunciarla.

Ígur dejó caer a Vendramín sobre la cama y, con cara de no estar para bromas, lentamente, avanzó hacia el empleado, que retrocedía manteniendo un metro de distancia, hasta el umbral de la puerta.

– Lo tendré presente -dijo, y cerró.

Vendramín roncaba como un cerdo en la cama, con las piernas colgando hasta el suelo. Ígur se descalzó lentamente, se aligeró de ropa y subió el aire acondicionado; la noche era abrasadora a más no poder, y se permitió un rato de relax. Después se dirigió al transportista; empezó por echarle una jarra de agua encima.

– Agua no, por piedad -murmuró.

Ígur lo metió bajo la ducha; después lo devolvió a la cama, y le apretó fuerte el pescuezo.

– Y ahora me dirás dónde está Arktofilax.

Vendramín sonrió como un imbécil.

– Todo el mundo quiere saberlo. -Y cantó:

¡Arktofilax,

Cuencos bebidos,

Romana Pax,

Llenos los nidos

En el relax,

De los mullidos

Tenía un fax

Entre soplidos

Tan profilax

De Apollinax!

Se dejó caer. Ígur se preguntaba si estaba tan trompa como parecía, hasta qué punto exageraba para quitárselo de encima; recordó cómo Meneci lo tenía acogotado, y pensó que si entonces no había dicho nada, poca cosa se podía hacer para soltarle la lengua. Y seguro que a Meneci no le había dicho nada, porque si lo hubiera hecho habría corrido sin duda la suerte de Beremolkas. Ígur optó por esperar al día siguiente, y pasó la noche entre la butaca y la terraza, soportando las excrecencias de Vendramín, que vomitó en la cama y se orinó encima.

Al alba, incluso la rosada palidez que perfilaba la Isla de Lauriayan, desde allí más próxima aún que desde el local de Horapolus, parecía formar parte de una putrefacción insuperable, e Ígur, habiendo dormido poco y mal, despertó al fétido transportista poco dispuesto a dilaciones.

– ¿Dónde está Arktofilax? -preguntó, zarandeándolo; el otro se incorporó a medias y lo miró con ojos embarrados de desastre.

– No lo sé. Dejadme en paz.

Ígur le puso la pistola bajo la nariz.

– Si no me decís ahora mismo dónde está, os juro por el Imperio en peso que vuestra cabeza quedará para los perros -le apretó el cuello con la otra mano-; y más os vale decirme la verdad, porque si no, os juro que os buscaré hasta el último rincón para cortaros la lengua.

Vendramín bajó la mirada y soltó un eructo hiposo; miró a Ígur como si esperase el mínimo indicio de que no sería capaz de hacer lo que decía. No lo encontró, y se cubrió la cara con las manos.

– Es huésped del Conde Gudemann, en la Isla de Lauriayan -dijo casi sin voz.

Ya el sol se había desprendido del horizonte, pero todavía no era completamente blanco y poderoso, cuando Ígur navegaba en la barca más rápida que había encontrado, que aun así le parecía lentísima, hacia la Isla de Lauriayan, que poco a poco perdía la azulada indefinición de la lejanía y se revelaba como una formación rocosa abrupta y sin indicios de civilización, por lo menos en toda la franja Oeste, la que se ofrecía a la vista del visitante que llegaba del continente. El sol ya estaba alto e Ígur aún no había superado la gran tristeza de la aurora, cuando la barca bordeó el Cabo Sur, a partir de donde la Isla se abría en una extensa bahía al Sudeste, en cuyo extremo se distinguía la población de casas blancas dispuestas en concha presidida por el Palacio de la Mayoría, un edificio sorprendentemente noble, y cinco o seis palacios más medio ocultos por los únicos árboles que se podían apreciar desde el mar. Una vez frente al puerto, el punto más alto de la Isla, en apariencia desprovisto de edificaciones, quedaba a la izquierda, en la parte Oeste del centro, y en el extremo Este, con las laderas unidas, había una segunda elevación más importante, que dominaba la población y culminaba con un edificio medio camuflado, posiblemente otro palacio, todo él de un rojo terroso.

Cuando la barca llegó a puerto, la calma de la localidad era absoluta. No se veía ni una nube, el cielo era tan azul que dañaba la vista, y no corría ni una brizna de aire; asfixiado de calor, Ígur preguntó por el Palacio Gudemann, y le indicaron el edificio rojizo en lo alto de la elevación. Tuvo que esperar media hora el transporte regular, y finalmente se montó junto a media docena de individuos que supuso criados y proveedores; el trayecto se le hizo larguísimo, zarandeado por un camino escarpado y polvoriento en el que se combinaban la incomodidad, el calor y el vértigo de las curvas. Poco antes del mediodía se encontró en la puerta del palacio, mucho más rico de lo que parecía desde el mar, con el estucado rojo Durero ribeteado y esquinado con mármol blanco. Preguntó por el Conde Gudemann al criado que le abrió, y le hicieron esperar en una salita de paredes desnudas y luz cálida, pero deliciosamente fresca, sobre todo en contraste con las ardentías solares recién sufridas.

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