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Hasta media mañana no encontró ningún sitio donde preguntar por el transportista Vendramín y, tras un par de horas de tentativas infructuosas, un repartidor le informó de que tenía una terminal en el bar de un tal Horapolus, y que allí sabrían darle razón. Ya con una temperatura insoportable, Ígur tuvo que tomar el transporte para ir al bar, un antro en primera línea de mar de madera y bambú, de planta baja y piso en forma de U con la base frente a la playa, desprovisto de cualquier comodidad y lleno de moscas, de arena fina y de calor; había seis mesas ocupadas, cuatro por individuos solitarios y dos con tres hombres cada una; Ígur se sintió agresivamente observado, y se fue a la barra.

– ¿Horapolus? -preguntó al joven que se había acercado con inapetente solicitud.

– El dueño sólo viene los jueves, yo soy el encargado; si os puedo ayudar…

– Busco al transportista Vendramín.

El otro lo miró con detenimiento. Había un silencio absoluto; Ígur se volvió hacia los clientes, y notó que ninguno de ellos le quitaba ojo de encima. Se dio cuenta de que acababa de cometer una indiscreción de una torpeza y una ingenuidad imperdonables, porque podía muy bien resultar que uno de los allí presentes fuera Meneci disfrazado, ante quien se habría puesto en evidencia.

– Caballero, no sé deciros dónde lo podéis encontrar. Tenemos un convenio de trabajo y pasa a repartir por aquí mismo.

– ¿Cada cuánto pasa?

– Depende de la temporada, depende del trabajo. Cada tres días, cada dos semanas…

– ¿Cuando pasó por última vez?

– Hace más de una semana. No creo que tarde mucho, a menos que… -sonrió.

– ¿A menos que qué? -se impacientó Ígur.

– Vendramín tiene debilidad por las Demeterinas y el whisky, y de vez en cuando se permite una, digamos, desaparición especial, que puede ser una intoxicación que lo retira del mundo unos cuantos días, o puede ser una cura de reposo.

– ¿Os importa que me instale aquí a esperarlo?

– En absoluto, Caballero. ¿Queréis una habitación? -Ígur asintió-. ¿Qué queréis tomar? -le preguntó una vez Ígur se hubo acomodado en una mesa.

– Un té cada tres cuartos de hora.

Ígur se dedicó a observar con detenimiento a los ocupantes de las demás mesas. Todos, como él, llevaban gafas oscuras, y la brutalidad de la mutua contemplación quedaba así ligeramente apagada, sin perder esa latencia de jugada de póquer que a Ígur le resultaba más desagradable que estimulante. El hombre que tenía más cerca, de unos cincuenta años, parecía el típico borracho en la última copa de la jornada anterior más que en la primera de la presente, aunque lo más probable es que se tratase de las dos a la vez; tenía las manos muy curtidas y con signos de reuma, e Ígur pensó que si era Meneci habría que felicitarle por la labor de maquillaje.

La siguiente mesa la ocupaba un joven de bastante buena apariencia que bebía zumos de fruta, y que podía ser Meneci perfectamente, pero como no se apreciaba en él ningún indicio de disfraz o de especial ocultación de ninguna parte del cuerpo, Ígur optó por descartarlo en principio porque, aunque Meneci había sido uno de los pocos Caballeros ausentes en su Acceso a la Capilla, no se podía arriesgar a que Ígur hubiera visto filmaciones o fotografías suyas, lo que, en ese momento, maldijo no haber hecho. Y puestos a cuestionar, pensó Ígur, ¿quién dice que Meneci tuviera que disfrazarse? Volvió a mirar al joven rasurado con preocupación.

En la tercera mesa había tres individuos de mediana edad, que tanto podían ser trabajadores cualificados como funcionarios de escala media o baja; hablaban sin levantar la voz y parecían preocupados por algún asunto en concreto. Tenían la clásica complexión viciada por posturas y actividades sedentarias, con encorvamientos por falta de ejercicio. Claro, pensó Ígur, que también podía tratarse de una caracterización; ¿de los tres? No, si acaso de uno solo, y los otros dos estarían con él para desorientar. Ígur se vio incapaz de distinguir uno más sospechoso que los demás: uno era más alto, otro más fornido, otro más flaco.

La mesa siguiente la ocupaba un paralítico, e Ígur consideró francamente imposible fingir aquellos pies arrugados, las piernas cortas y las rodillas torcidas hacia adentro; además, una pierna podía engordarse artificialmente, pero nunca adelgazarse hasta aquel extremo.

En la quinta mesa se sentaba un personaje tan extraño, vestido de manera tan estrafalaria, que Ígur se resistía a imaginar que alguien pudiera elegir esa ropa de payaso tratándose de pasar desapercibido; y, sin embargo, ofrecer una razón evidente para ser descartado era una buena táctica. El hombre de la quinta vestía de todos los colorines del mundo, y sudaba copiosamente; quizá la tendencia a la obesidad era lo que a ojos de Ígur lo convertía en menos sospechoso como posible Caballero de Capilla camuflado.

En la última mesa, la del rincón, estaban los tres típicos jóvenes bárbaros, indolentes y sin decirse nada, no muy limpios y sentados con negligencia en el borde de las sillas; parecían los típicos hijos de casa bien a quienes no les empieza a circular la sangre hasta las ocho de la tarde; pero ojo, pensó Ígur, también podrían ser Fonóctonos.

Ígur no se movió del bar en todo el día, resignado al que prometía ser un extenso ejercicio de paciencia y autocontrol, materias de estudio y de culto para un Caballero, como tan bien le había enseñado el Magisterpraedi Omolpus, presente tan a menudo en sus pensamientos. El tiempo transcurría más lento que nunca contra los horizontes calcinados y reverberantes del tedio y el calor, e Ígur lo tuvo para evocar su aprendizaje en Cruiaña, y los meses en Gorhgró, en especial a Debrel y Guipria, y también, de otra forma, a Fei y Sadó y el maldito Laberinto. Vio cómo los clientes del bar se levantaban y se iban, y después volvían y llegaban otros, pero sin estancias largas, y se imaginó cómo sería Arktofilax, si sería un hombre amargado, o un falso cínico como Debrel, si quizá no querría saber nada de la Falera, y después de todo tendría que regresar a Gorhgró con las manos vacías; pensó finalmente si, después de tanto tiempo sin encontrar a nadie con quien hubiera tenido trato directo, se podría fiar de aquel que dijera «éste es Arktofilax» o, aún más comprometido, «yo soy Arktofilax», y procuró apartar la idea de encontrarse con un impostor y que el verdadero Teke Hydene hubiera muerto o fuera un cuerpo irrecuperable en un asilo terminal.

Por la tarde pidió una cena frugal, y al acabar se retiró a su habitación, situada en el piso de arriba. La vista al mar era espléndida, incluso excesivamente dilatada. Las luces de los pescadores se confundían con los faros de la Isla de Lauriayan, talmente un monstruoso cetáceo vigilante en el centro del horizonte.

Al día siguiente Ígur se levantó al alba, porque no quería dejarse sorprender por una aparición temprana de Vendramín, y se instaló en el bar; allí pasaron las horas y vio entrar y salir a los clientes del día anterior, el borracho; de sol a sol, el joven rasurado sólo un rato, los tres de mediana edad al mediodía, los jóvenes bárbaros, tan sólo dos esa vez, por la tarde; el paralítico y el payaso no aparecieron, y a cambio se añadió al grupo un viejo jorobado que hizo las delicias del furor susceptible de Ígur, y acabó discutiendo con el borracho.

En esa parte de Reibes había muy poco movimiento, las calles estaban desiertas, y la afluencia de clientes al bar se producía como un gota a gota enfermizo; y a pesar de que todo llevaba a la indolencia, o quizá precisamente por eso, Ígur no dejaba de repetirse que uno de esos cuerpos arrastrados por la desidia y la inactividad era una bomba de relojería que estallaría en el momento oportuno, convertido en una perfecta máquina de matar.

Por la tarde, aburrido de una incertidumbre que no se sabía cuándo acabaría, y habiéndose repetido doscientas veces que no quedaban más que doce días para la puesta helíaca de Canopus, había intercambiado algunas palabras con el joven rasurado, que parecía tan cargado de precauciones como él mismo. Se fue a dormir profundamente harto y preguntándose si todo ese asunto valía la pena.

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