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– Señora, puesto que lo ignoro todo de vos y, por lo tanto, es inútil tomar precauciones, ya que no tengo idea de hacia dónde tendría que dirigirlas, os seré franco.

Kirka soltó una carcajada echando la cabeza hacia atrás, y le puso la mano en el brazo.

– Sois divertidísimo. Caballero, creo que me gustaréis.

– Estoy buscando a cierto personaje, y las investigaciones me conducen a vos.

– ¡Oh, qué interesante! -dijo ella histriónicamente-. ¿A quién buscáis?

– Al Magisterpraedi Teke Hydene.

Ella se quedó inmóvil tras la amplia sonrisa, de repente convertido en máscara.

– Dejadme adivinar para quién trabajáis -dijo con una entonación como si pronunciara procacidades-: Para la Mayoría de Polcarm. ¿No? Para la de Ankmar. ¿Tampoco? Vaya, entonces el asunto es grave. ¿Para la de Perighart? ¡Tampoco! Veamos si por otro lado… ¡Os envía Matsuikas! -Ígur esbozó un gesto de completa ignorancia-. Tampoco… ¿Habéis hablado con Nostituris? No, imposible. ¿Quizá con Beremolkas?

– Señora, cuando conocí a Beremolkas colgaba de una cuerda, y además de la ropa le habían robado la mitad de la piel.

A ningún observador mínimamente sensible se le podía escapar que la noticia había afectado a Kirka, pero se esforzó por encajarla.

– No sois un vigilante del tráfico de Demeterinas, ¿verdad? -dijo con calma y mesura-. No, además, ésos ya han pasado por aquí. No, dejadme pensar, vos sois un Caballero de Capilla y buscáis al Magisterpraedi por otra razón -se le iluminó la risa con los acentos brillantes de la ferocidad-, ¡lo buscáis para entrar en el Laberinto!

Ígur reflexionó deprisa. Probablemente, Meneci había obtenido de Beremolkas una información lo suficientemente valiosa como para pasar de encontrarse con Kirka; el Caballero de Simbri le debía llevar mucha ventaja. Por otra parte, la información que le podía proporcionar Kirka no debía de ser definitiva, porque si lo fuera, Meneci o cualquier otro a las órdenes de Simbri la habría liquidado. Quizá ella supiera desde el principio quién era él y qué quería; por lo tanto, se trataba de jugar, pero Ígur se sentía desarmado.

– ¿Me podéis ayudar? -preguntó.

Ella lo miró como un niño que mira un caramelo.

– Podría, Caballero, pero no lo haré.

– ¿Puedo saber por qué?

– ¿Qué haréis una vez hayáis obtenido lo que queréis de mí? Salir de aquí corriendo, ¿no es así? -suspiró y se metió una mano por el escote-. Pues no pienso deciros nada de nada… por lo menos, de momento.

– Señora… -se impacientó Ígur, y ella abrió los ojos.

– ¿Pensáis amenazarme. Caballero? ¿Cómo, con tortura? No tendréis tiempo de torturarme demasiado; ya habéis visto a Oxuneumus, ¿no? Pues es el menos fuerte de mis socios. ¿Me queréis amenazar de muerte?

– Sacó un puñal ensamblado en perlas de un estante y se lo ofreció por el mango-. Adelante, matadme, será divertido -rió-. No, Caballero, seréis mi huésped hasta que yo decida.

– ¿Y cómo sé que tenéis alguna información?

– ¡Oh! No lo sabéis, y yo no os he prometido nada. Si después no sé nada, no quiero que me hagáis ningún reproche. Podéis iros ahora mismo.

Ígur ya se veía volviendo a Gorhgró, sin saber qué había sido de Silamo, y probó a inventar una intuición.

– Vos ganáis. Señora -abrió los brazos sonriente-, estoy a vuestra disposición.

Kirka hizo sonar una campanita, y llegó otro criado, aún más alto y corpulento que el primero, y de la misma edad, éste rubio como el oro y con unas facciones bastante duras, nariz ancha, cráneo rapado y cejas en forma de uve, pero con unos labios carnosos que por su misma expresión brutal conferían al conjunto una sensualidad agresiva.

– Caballero Neblí, os presento a mi socio Kiaik. -El rubio le dirigió una sonrisa que contenía toda la petulancia de la seducción, y la Señora prosiguió-: Kiaik, acompaña a nuestro invitado a la habitación amarilla -miró el sello-, ya que es vuestro color.

Así se hizo, y Kiaik le dijo a Ígur que disponía de media hora para descansar y arreglarse, y que a partir de entonces lo esperaban para cenar.

La mesa estaba magníficamente dispuesta en el centro del salón. Kirka se había vestido, o más bien desnudado, para la ocasión. Prácticamente lo único que llevaba encima eran joyas, y tan sólo medallones sujetos con cadenitas de oro le ocultaban los pezones y el sexo. Ígur se sintió extraño a su lado, pero la curiosidad y la impaciencia eran más fuertes que nada, y se sentó en el sitio asignado dispuesto a todo lo que le echaran. Oxuneumus y Kiaik aparecieron con indumentarias de cuero ceñidas y breves, dejando a la vista brazos y piernas, y acompañados de un tercer individuo, quizá aún más joven y más fuerte que los otros dos, de raza negra y delicadísimas facciones de adolescente, que le fue presentado a Ígur con el nombre de Mistifal. El conjunto tenía tal aire de morbosidad premeditada y de calma contemplativa que Ígur estuvo a punto de echarse a reír. Se sentaron los cinco a la mesa, y la cena transcurrió entre frases con doble sentido y evocaciones de recuerdos procaces. A la hora del postre, todos más bien borrachos, Ígur mantenía intacta la esperanza de encontrar la rendija de la coraza de Kirka.

La sobremesa, preparada en un momento por Kiaik y Mistifal, ofrecía tantas posibilidades que parecía poco recomendable probarlas todas; pero oyendo a Kiaik, Ígur pensó que lo intentaría.

– Licores de peral espinoso de Polcarm -anunció el joven-; cuidado con el blanco, que me corresponde a mí, tiene más de noventa y dos grados. Para fumar, aquí tenéis extracto de la famosa adormidera dorada de Sunabani. Y aquí -señaló una cajita esmaltada azul, de forma troncopiramidal- os presento a la estrella de la cena: ¡Las tres variantes de la Séptima Demeterina! -Abrió la caja y extrajo tres cápsulas de colores y medidas diferentes-. El invitado apreciará la novedad del ofrecimiento…

– ¿No tienen denominación de origen? -preguntó Ígur con el vasito helado de licor de peral espinoso en la mano.

Kirka soltó una carcajada.

– ¡Encended la pipa! -ordenó, Kiaik la encendió y cada uno le ofreció una de las terminaciones del narguile sostenido por un trípode de oro ricamente trabajado.

– Y ahora -dijo Kirka- es el momento de la elección -y ella misma le ofreció a Ígur la cajita de las Demeterinas-. ¿La Jacintina, la Milénica o la Rúbea?

– La Rúbea -dijo Ígur, y se tragó la más pequeña, de un rojo vivo.

Los demás se miraron sonrientes. Ígur esperó el efecto, pero pasaba el rato y no notaba nada; cada cual se había tomado una, y nadie parecía afectado más que por el alcohol y la adormidera. Ni media hora después de haberse tomado la droga, Ígur se sorprendió al ver clarear y salir el sol a una velocidad terrible; después, la luz se quedó fija. Miró a los demás, todos estaban pendientes de él y se rieron.

– Ahora es el momento -dijo Kirka-. Aquí es costumbre acabar la velada con una pequeña justa entre el invitado y quien él elija.

Ígur se sentía en plena digestión.

– ¿Ahora, después de cenar?

– ¿Qué pasa, es que acaso no hacéis otros ejercicios después de cenar? Decid un nombre, Caballero.

– Kirka -dijo él.

– Eso será más tarde, no os preocupéis -dijo ella con desprecio-, y además quiero advertiros que aquí no me llamo Kirka, sino Selima -los demás asintieron sonriendo-, así es que no lo olvidéis.

– Yo os llamaré Kirka -dijo Ígur.

– Venga, escoged.

– Escojo al más grande, al más rápido, al más fuerte -dijo él.

– Eso no es una respuesta, pero en fin… -dijo ella, y miró al negro-. Mistifal, es tu turno.

– ¿Puedo saber por qué tengo que luchar? ¿Por vos? -dijo Ígur.

– En absoluto, amigo mío, lucharéis por vos. ¿Os parece suficiente motivo?

– ¿Puedo escoger las armas? -dijo él sonriendo, mientras el negro se desnudaba de cintura para arriba y se descalzaba.

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