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– Mirad a quién tenemos aquí. ¡Si es nuestro Caballero de Capilla preferido!

Se encontraron en el salón de arriba Debrel, Guipria, Sadó y él. El geómetra lo increpó afectuosamente.

– Cuánto te ha costado venir… ¡justo ahora que todos imaginábamos que te veríamos más a menudo que antes!

La agradable distensión del ambiente a Ígur le pareció montada a propósito.

– Tiene obligaciones muy importantes que le ocupan todo el tiempo, y las disciplinas secundarias quedan en último término -dijo Sadó con desenvoltura. Ígur la encontró más bella que nunca.

– ¿Es que -dijo Debrel- no tienes curiosidad por las novedades?

Lástima que Silamo no esté, él que ha trabajado tanto en esto. Ten -abrió un cajón y sacó un disco metálico, muy ligero y totalmente rígido, con seis perforaciones prácticamente imperceptibles-, el código de interposición que tienes que situar en la tercera ranura del Rotor comenzando por abajo. La flecha -le indicó una línea grabada- ha de señalar al Norte, es decir a la Puerta; de todas formas, supongo que el Rotor tendrá una hendidura para que puedas precisar la orientación, porque para evitar interferencias hemos afinado tanto que cualquier desviación podría mandarlo todo al traste.

A Debrel se le veía ilusionado, e Ígur se imaginó con horror sacando la espada y desatando una carnicería. ¿Y con Sadó, qué haría? Un Fonóctono no dudaría, pero él no se atrevería nunca a hacerle daño. Retrasó el momento, buscó excusas y se puso plazos arbitrarios, y cada vez se veía más incapaz de hacerlo. Guipria se fue a por bebidas.

– ¿Alguna precaución para conservar el disco? -preguntó Ígur.

– Ninguna en especial. Si no vas con el propósito deliberado de romperlo, es lo bastante resistente como para ser transportado dentro de una cartera o bien envuelto. -Ígur pensó en la posibilidad de envenenarlos, pero la descartó enseguida-. Un detalle importante es cuándo introducir el disco por la ranura -en ese momento llegó Guipria con las copas y las botellas-, aquí tienes -le dio una pequeña carpeta- un listado con la hora exacta en que debes colocarlo, dependiendo del día en que entres; atención, la fecha límite es el veintiuno de Abril, que será la puesta helíaca de Canopus, y ahí entramos en la otra parte de la cuestión, porque nos quedan exactamente veintisiete días, y falta lo esencial.

– No te preocupes, la Eponimia de Bruijma es una realidad -dijo Ígur, mecánicamente.

– ¿Ah sí? ¡Espléndido! Pero yo me refería a Arktofilax. Ahora es urgente, ya no porque si tardamos más de la cuenta tendremos que esperar meses para volver a disponer del cielo adecuado -Ígur casi no lo escuchaba, y los dos se dieron cuenta-, sino porque tenemos competencia. Silamo ha sabido que el Caballero de la Expedición Simbri ya ha salido a buscarlo, y si lo encuentra antes que nosotros, la Entrada será para él.

Ígur sufrió un descalabro emocional. Pensó en Omolpus, que había desaparecido por la codicia de Milana, imaginó cómo podía haber pasado, quizá una escena como aquélla. Debrel continuaba exponiendo problemas inmediatos y cómo abordarlos, y Guipria y Sadó no perdían a Ígur de vista. Se le ocurrió si realmente no le habrían ordenado que los matase para ponerlo a prueba. ¿Y si fuera cosa de la Apotropía de Juegos? Se lo tenía que haber preguntado a Ifact, pero ¿y si eso precipitaba las cosas?

– ¿Qué te pasa, querido amigo? -le dijo Guipria, acercándosele.

Los ojos de Ígur se clavaron en la cola de Sadó, bastante baja y floja, con tensiones desiguales de los cabellos que sujetaba, y con algunos sueltos a los lados, aparente resultado de una deliciosa negligencia, miró las manos de Debrel, delgadas y arrugadas pero tersas a la vez, ágiles y cambiantes y a la vez cansadas, como de bronce viejo, miró las comisuras de los labios de Guipria, la arruga enérgica que marcaban en los momentos en que ella se sabía la más inteligente, y supo que era precisamente eso, lo que le tenía que ser arrebatado, lo que más quería, lo que él no necesitaba guardar silencio para que no se le notase el nudo que le producía en la garganta, cuando, finalmente, no pudo evitar que le viesen los ojos humedecidos, y supo que nunca había ido allí a matar a nadie, se desconoció con furia del que poco antes dudaba, y, liberado, se abandonó triunfalmente al impulso más fuerte.

– Tenéis que huir ahora mismo -suplicó; los otros se quedaron mirándolo con los ojos como platos-, ¡tenéis que huir y esconderos! Me han ordenado que os mate a los dos, y de eso hace ya tres días, así que el peligro es inminente.

Ígur estaba dispuesto a cualquier reacción. Todos miraban a Debrel, y el geómetra bajó la cabeza con una sonrisa benevolente.

– Así que se trataba de eso, por eso te has escondido estos días… -Lo miró límpidamente, y se volvió hacia Guipria, que le sonreía expectante-. Aún nos han concedido bastante tiempo.

– ¿Qué queréis decir? -preguntó Ígur, el cuerpo indeciso de aligerarse de la carga-. ¿Ya contabas con ello?

– Los viejos fantasmas nunca mueren -dijo Guipria.

– Y eso sin movernos de casa -dijo Debrel-; pero esta vez se ha acabado.

– ¿Qué queréis decir? -se sobresaltó Ígur-. ¿Qué pensáis hacer?

Debrel se levantó; no había perdido la sonrisa en ningún momento.

– Ahora, escúchame. Es más urgente que nunca que encuentres a Arktofilax, él es tu último obstáculo antes del Laberinto. Quien lo encuentre será el Entrador.

– Un momento -dijo Guipria-, ¿que le pasará a Ígur cuando vean que ha desobedecido la orden?

– No te preocupes -dijo Debrel, confortador como si se dirigiera a adolescentes-, ya cuentan con eso. Ahora está a punto de entrar en el Laberinto, y ellos sólo se preocupan por el Laberinto. El que nos hayan dejado tranquilos hasta ahora significa que tienen mucho interés en allanarle el camino. Ígur -lo miró fijamente-, ándate con mucho cuidado al salir. La orden de matarnos no es tan sólo nuestra condena, porque estamos perdidos de todas formas; también les interesa saber hasta qué punto estás dispuesto a actuar para ellos a ojos cerrados.

– Nunca más -resolvió Ígur, sintiendo que se volvía a conmover.

– La Equemitía te ha favorecido porque tiene un pacto con Bruijma para limitar el poder de las Órdenes Militares sin exasperarlas, y así mantener a Ixtehatzi hasta que acabe la Reforma, pero cuando Ixtehatzi se debilite y ya no haya ningún Laberinto para canalizar influencias y recursos, si no juegas bien con el poder que tengas en las manos, puedes acabar muy mal.

– Pero ¿y ahora? ¿Qué haréis? -dijo Ígur.

– Veamos -dijo Debrel tranquilamente-, a ti te concederán veinticuatro horas más como mínimo, y a partir de entonces nos enviarán a otro -acarició a Guipria con una mirada cálida y extensa-. Creo que es urgente que nos tomemos unas buenas vacaciones… Pero antes -cambió a un tono práctico- tenemos que resolver algunas cuestiones. Lo que se refiere al Laberinto ya está listo. Tienes el disco, y respecto a Arktofilax, el único contacto que hemos podido establecer es un tal Beremolkas, que vive en Ankmar, en la costa oybiria -Ígur lo anotó mentalmente-; ya sé que no es gran cosa, pero no hemos llegado más lejos. Acerca del Caballero de la Expedición Simbri, Silamo ha sabido que se trata de un tal Meneci, un individuo de unos veinticinco años, y con una habilidad especial para los disfraces. Ve con cuidado, parece ser que es un luchador terrible y sin escrúpulos, y se hizo Caballero de Capilla muy joven y directamente desde el Pórtico, igual que tú. Conviene que salgas mañana mismo, pase lo que pase; servirá, de paso, para que olviden que les has desobedecido, o al menos, si vuelves con Arktofilax, como espero que ocurra, para que en principio no te lo reprochen. Además -rió-, siempre puedes decirles que ahora sólo recibes órdenes del Príncipe Bruijma. Ahora -miró a Guipria- tenemos que pensar en Sadó y Silamo.

– Yo iré con vosotros -dijo Sadó, y el corazón de Ígur se llenó de resonancias contradictorias.

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