Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Cuando se tiene el control del mercado no hay más remedio que asumir el enriquecimiento material como una carga de autoridad moral, y actuar en consecuencia -dijo Ígur con solemnidad.

– Eso está bien -dijo Iazata-; ¿y respecto a la propaganda?

– Una buena manera de ridiculizar a los enemigos es reducir a esquemas primarios sus pensamientos, atribuirles visceralidades y crispaciones irresolubles, intenciones dogmatizantes -prosiguió Ígur, con la vaga esperanza de que si detrás de esa reunión estaba La Muta, alguien saltaría, pero no fue así, quizá, pensó, porque estaban demasiado acostumbrados a los Juegos en los que es vital no mostrar las bazas; sólo Erastre sonrió.

– Volviendo a las Demeterinas, ¿sois partidario del control o de la liberalización? -Ígur vaciló-. No hace falta que contestéis, no vayáis a creer que os queremos comprometer. Únicamente quiero que no olvidéis que habéis emprendido un camino en el que no sólo tendréis que bregar con enigmas poéticos o geométricos, sino que también se encuentra imbricado el problema del control de un cierto tipo de recursos en los que, por desgracia, la política tiene un peso muy importante, y no creo que, por sabio que sea Debrel, os resulte posible manteneros al margen. Por cierto -se encogió de hombros-, no entiendo por qué os ha enviado a visitarnos; yo, al menos, no tengo nada que añadir a sus enseñanzas, y me atrevería a decir que en el aspecto técnico no tiene interlocutor en todo el Imperio.

Ígur se reafirmó en la idea de que la visita a Bracaberbría tenía una dimensión política. ¿Había que estar a buenas con La Muta? Debrel podía haber sido más explícito. Miró a Silamo con desconfianza. ¿Colaborador o vigilante? Pero Debrel no parecía el más insondable de todos.

– Debrel es un genio, ciertamente -dijo Ivana, con mirada evocadora.

– ¿Un genio? -dijo Erastre-. La idea de genio está reñida con la materia ética que preside la resolución del Laberinto. Se puede hablar de un pianista genial, de un matemático, hasta de un estratega militar o financiero, y casi propiamente de un criminal, y en todos esos casos se revela claramente que la conciencia de la contemplación del genio comporta algo que, siendo susceptible de contraste, y por lo tanto de confrontación, es en esencia no cuantificable, en el sentido en que nadie se referirá nunca a un moralista como genial, dando con ello la población parlante cuenta de hasta qué punto está poco predispuesta a recibir sorpresas en dicha materia. Debrel es un genio de la deducción positivista, pero tendrá que abandonar tal facultad cuando llegue al corazón del Laberinto -miró a Ígur-, y a vos también os convendrá olvidar que sois un espadachín invencible -miró indefinidamente adelante, como hablando para sí-; no podréis olvidarlo, y después os lamentaréis, cuando ya no habrá tiempo.

Erastre ofreció una cena a sus huéspedes, al final de la cual se retiró a reposar en nombre de los recursos y las prerrogativas de la edad, brindando, sin embargo, a los demás la posibilidad de alargar la tertulia en el salón, gentileza amablemente rehusada por Iazata y por Ivana, que propusieron a Ígur y Silamo que se apuntaran a una fiesta privada en casa de unos amigos; Ígur iba a decir que no, pero Silamo se le adelantó.

– Aceptamos con mucho gusto -dijo.

Iazata e Ivana llevaron a los invitados con el transporte a través de la inacabable y agonizante estepa urbana de Bracaberbría, donde los reductos habitables eran islas en medio de un océano de abandono y miseria, hasta otro Palacio, más lujoso que el de Erastre y, bajo una masa de magnolias con madreselva, mimosa y heliotropo, casi invisible para el peatón no avisado. Allí se celebraba una orgía ya medio empezada, en ese punto indefinible entre la indecisión indolente de unos, la impaciencia de otros y el afán de organización de la anfitriona, una tal Tálela, que, aunque sin duda más joven, no resistía la comparación con Madame Conti.

– Adelante, mensajeros del Imperio -dijo-, estáis entre amigos.

– Yo no diría tanto -dijo un viejo maquillado-, estáis entre actores.

Taleia les presentó a dos mujeres en una fase también ambigua de embriaguez.

– Destoria y Fornesdipra. -Y señaló a la rubia y a la morena, que a Ígur le recordó a Sadó por el físico, y por los movimientos a una buena amiga de Cruiaña.

Se intercambiaron las cortesías de rigor, y la tal Destoria se puso a contar desaforadamente los problemas que la Mayoría de la ciudad le estaba ocasionando por unos impagos de impuestos.

– ¿Es que ahora el Imperio tiene acceso directo a los créditos particulares? -repetía una y otra vez-; que sepan lo que haces, pase, pero que te roben las reservas, ¡por ahí no trago!

– Debes haber transgredido las leyes fundamentales de la convivencia -dijo Iazata con una sonrisa perversa.

– ¿Cuáles son? -preguntó ella levantando la cara.

– Te guardarás de proferir mirada de ira alguna que no provenga del celo -dijo Fornesdipra, poniéndole una mano en el muslo a Ígur-, te guardarás la apoteosis de los labios si no es para impulsar más sangre, te guardarás de enseñar a los niños grandes falos arrebatadamente succionados por opulentas mujeres perdidas ardientes de espasmos, sudores y gemidos, te guardarás la avidez que sólo lleva a la brevedad -Destoria la interrumpió de una carcajada-, no permitirás que el más impotente se quede ni siquiera las migajas…

– ¿Queréis que juguemos? -intervino Madame Taleia.

Ígur se separó y dio una vuelta por la sala, un espacio distribuido en tres naves desangeladas, partidas por columnas de hierro que soportaban un techo de madera a unos cuatro metros, perdido en una maraña de madreselvas y plantas tropicales que desprendían olores y humedades sofocantes, mezclados con otros sobre cuyo origen más valía no indagar. Iazata, tal y como había prometido, explicaba las características de un Juego, con la rubia Destoria sobre sus rodillas.

– Es una variante poética del Juego de la Confianza del Lobo: cuatro jugadores en cabinas aisladas tienen la opción blanco o negro: si todos eligen blanco, obtienen cinco mil créditos cada uno; si alguien elige negro, independientemente de lo que hayan elegido los demás, tendrá la obligación de jugar a un sexto de posibilidades de muerte por electrocución contra cinco sextos de una ganancia de mil créditos, y los que hayan elegido blanco serán electrocutados de inmediato. La estadística mostraba un elevado porcentaje de jugadas en las que, por intuición de gato viejo, o a saber por qué, hay quien afirma que por acuerdos fraudulentos, todos los jugadores escogían lo mismo, o blanco o negro, y se resolvió introducir, como quinto jugador, un factor aleatorio de un tercio de posibilidades de negro y dos tercios de blanco, pero entonces los jugadores optaban sistemáticamente por el negro, y se inventó la variante poética, que obliga un poco más a la imaginación: se explica una historia sencilla, normalmente extraída de los antiguos, basada en los grandes sentimientos elementales: triángulo amoroso con alcahueta tendenciosa, dos parejas intercambiadas, hija y padre y tres pretendientes, en fin, cualquier cosa, y por sorteo se le adjudica un personaje a cada jugador; el texto contiene en forma de enigma, y también como conclusión moral, por lo tanto con dos caminos válidos para encontrar la pista, la postura adjudicada a cada personaje, blanco o negro, y el jugador tiene que escoger en un tiempo limitado; de ahí resulta una matriz de posibilidades mucho más rica, basada no tan sólo, como antes, en el contraste entre personajes, sino con posibilidades de re-salvación o re-condena en caso de coincidir cada cual con su color adjudicado; así la elección tenía de entrada cuatro posibilidades: que el jugador al que le había correspondido personaje blanco eligiese blanco o negro, por lo tanto que acertara o fallase, y lo mismo correspondiéndole negro; en caso de acierto en blanco, el personaje se salva, pero se va sin una perra con independencia de lo que hayan conseguido los demás; los personajes negros pueden ser desde uno único hasta todos; el que lo es y lo acierta salvará la vida y obtiene la muerte de todos los que se hayan equivocado; para obtener los cinco mil créditos tendrá que esperar a un error propio y que al menos uno de los demás se haya equivocado (siempre, por supuesto, que ningún negro haya acertado, porque en ese caso moriría en el acto), y entonces tendrá la obligación de jugárselos a muerte a un cincuenta por ciento, y a un diez por ciento si todos los demás han acertado pero ninguno con negro.

49
{"b":"100315","o":1}