La expansión urbana ocupaba el Delta y las marismas del Oybiris, canalizado desde el Siglo II gracias a la iniciativa Yrénida que había permitido arrebatarle a Gorhgró la primacía ostentada hasta entonces como cuna del Imperio. La actual ciudad, idéntica en superficie a la del momento de máximo esplendor, pero como un edificio desamueblado y en ruinas, era una vasta organización de avenidas monumentales con palacios a ambos lados, semiinvisibles tras exuberantes terrenos ajardinados, y grandes canales cruzados por amplísimos puentes, en una geografía absolutamente plana en la que los únicos promontorios, insignificantes en relación al conjunto, eran los montones de escombros. En aquellos tiempos, dos de cada tres edificios estaban abandonados y más de la mitad de las ocupaciones eran ilegales, llevadas a cabo por parte de bandas organizadas en diversos grados de indigencia y marginación; la vegetación descontrolada, imparable en ese clima cálido y húmedo, lo engullía todo allí donde la mano del hombre aflojaba su dominio, retornando las intermitencias urbanas a una selva de insectos, zarzas, pájaros y reptiles, ciénagas pestilentes y emanaciones mefíticas, fuente de una suma de enfermedades infecciosas que obligaban al visitante a un extenso programa de vacunas, casi siempre obsoleto a causa de una última epidemia, la más virulenta, aún sin estudiar por las autoridades sanitarias. El conjunto de región urbana, al no existir ningún promontorio próximo lo bastante importante desde donde abarcarlo, era imposible de captar y, una vez en el interior de la ciudad, producía la fascinación inquietante de una extensión sin fin, de perspectivas repetidas, entre las que, cuando el foráneo creía haber descubierto la principal, encontraba enseguida otra que le parecía más imponente o significativa, donde era tan fácil perderse como no salir jamás, de horizontes inacabables que se repetían en la calina; por efecto de las grandes distancias de separación, no había palacio grandioso que uno no encontrara insignificante, y tan sólo parecía romper la implacable regularidad la esbeltez de alguna torre, a la que, si el forastero conseguía subir, tan sólo servía para aumentar el desasosiego al comprobar que desde allí arriba todo era igual, que las visiones de nuevos hitos, quizá más altos, tampoco le mostraban los límites de la ciudad. En el brazo central del Delta parecía más fácilmente identificable el límite de la edificación, por lo menos en importancia y volumen, pero la marisma aún resultaba demasiado extensa para poderse ver el mar abierto, y persistía la impresión de ciénaga inacabable con restos de instalaciones portuarias, entre las que proliferaba una multitud de casas flotantes en las aguas estáticas, la mayoría balsas o barcazas inútiles para la navegación, habitadas por los estratos más bajos de la población, y, entre los escombros, alguna edificación marginal más allá de la última línea de los palacios; justo en ese límite estaban los restos del Gran Laberinto.
La primera impresión del visitante primerizo en Bracaberbría era la decepción no tan sólo por la falta de imagen central de la ciudad y la angustiosa dificultad para orientarse y distinguir las partes, o la impresión de pasar siempre por el mismo sitio, y la duda final de estar dando vueltas realmente, sino porque una vez alcanzado el lugar que, finalmente, los planos o el guía indican que es verdaderamente el núcleo (la distancia máxima entre edificaciones pertenecientes a la ciudad es de más de doscientos ochenta kilómetros), la esperada localización del mayor Laberinto conquistado hasta la fecha se diluía en la constatación de que su estructura formaba parte de la fragmentada estructura de la ciudad, y que sus calles y trampas, una vez conquistado por Arktofilax veinte años atrás, dentro de la tónica crepuscularista general que la huida del Emperador había propiciado, habían sido objeto de todas las modalidades posibles de especulación, desde la puramente urbanística a la más primaria, como pueda ser el derribo de entrepaños enteros de muro para venderlos a trozos como amuleto. El Laberinto, cuadrado (o, para ser precisos, ligeramente trapezoidal), habría podido mantener visible la magnífica estructura exenta o al menos sus límites, y ser aún apreciable en forma y dimensión, al contrario del de Gorhgró, donde nunca sería posible porque el roquedal de la Falera, los desniveles y las edificaciones adosadas lo impedían. Las ocultaciones principales del Laberinto de Bracaberbría habían sido sistemáticamente estropeadas, se habían abierto perspectivas destructivas que desvirtuaban completamente los efectos originales, y por contra se habían obturado las más significativas con nuevas edificaciones, absolutamente detonantes por la falta de comprensión de las preexistencias, por su mal estilo y su dejadez. Veinte años habían bastado para descuartizar a la fiera y repartirla entre el público: una avenida de asfalto cruzaba en diagonal el ángulo Nordeste, desde el centro de la fachada Norte hasta casi el ángulo Sudeste, y en la fachada Sur había obras de derribo de viviendas adosadas (operación bastante inútil, ya que había más de un centenar en el interior), con vistas a vender la imagen de un intento de restauración. El sector estaba lleno de Guardias armados para proteger a los albañiles de la furia de los vecinos afectados, que por las noches atacaban con fuego de artillería y de día tenían instalada una manifestación permanente en la explanada de delante. El único lado que se mantenía medianamente entero era el Oeste, quizá porque coincidía con un exterior especialmente húmedo. La impresión en conjunto, pues, era deplorable. Por cien créditos era posible hacerse una fotografía, y por doscientos una película, rodeado de pavos reales blancos en la Puerta Aurelia, la que comunicaba los recintos tercero y cuarto, la única aceptablemente identifícable, y en la salida Oeste, la parte mejor conservada, había una terraza-restaurante resguardada de los dominios del cuervo y del buitre donde servían platos precocinados a precio de restaurante de lujo, y cada noche, de diez a doce, el Ónfalo del Laberinto, donde se dice que murió el Comandante Beiorn (y en donde se les explica a los turistas que descansa en paz, porque de allí no salió), se iluminaba de colores para representar, en celofán de drama sacro y sonido en play-back, la conquista del Gran Laberinto de Bracaberbría, el más extenso, difícil y peligroso de todos, con la bendición y la admonición del divino Anderaias III, y para la gloria del magnánimo Epónimo el Príncipe Nemglour, que perviva muchos años en nuestra memoria, y los horribles y misteriosos sucesos que allí ocurrieron.
Todo eso vieron Ígur y Silamo en su primer día de estancia, después de instalarse en un alojamiento del centro y contratar los servicios de un guía razonablemente entendido y no demasiado ladrón.
A la mañana siguiente, una vez apalabrada para media tarde la visita a Erastre, Ígur quiso volver a examinar el Laberinto, esa vez él y Silamo solos, si es que eso era posible entre los rebaños de visitantes completamente incapaces de distinguir nada.
Intentaron identificar el aspecto exterior del recinto con el de Gorhgró, aunque la gente, los perros y las palomas hicieran tan difícil imaginar el horror sagrado que durante tantos años lo había regentado, que Ígur llegase a cuestionarse el propósito de conquistar su Laberinto, si el triunfo había de comportar un resultado semejante. Se lo hizo saber a Silamo, y el estudiante se echó a reír.
– Gasta compasión ahora que no importa; cuanta menos te quede para cuando llegue el momento, mejor.
Pronto llegaron a la conclusión de que sobre el terreno no aprenderían nada más acerca del Laberinto de los Pantanos (así se le particularizaba, igual que al de Gorhgró lo llamaban La Falera) que no pudieran saber estudiando los planos que se diseñaron después de la conquista de Arktofilax y, puesto que incluso la idea de presencia de la mítica construcción costaba de evocar tras la evaporación total de peso y sentimiento histórico a que el lugar había sido sometido, decidieron encaminarse al azar a cualquier otra parte.