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– Ahora atención -advirtió Mongrius a Ígur-, alguien puede intentar una acción imprevista.

– ¿Y tú y yo qué se supone que tenemos que hacer?

– Respecto a la chusma nada, como si se quieren triturar todos; tú y yo hemos de procurar que no se acerquen a Madame Conti y a este par -le señaló discretamente a los de la nobleza-. Si ves a alguien demasiado cerca y no te gusta, no lo pienses dos veces y córtale el cuello.

La orquesta en pleno, al bajo el clavicémbalo en lugar del órgano, crótalos, címbalos y gong, atacaba un pasacalle solemne.

– Quien todo lo quiere, nada conservará -cantaba el Trujamán-, la grieta entre ambiciones absolutas condena al hurgador impío a morir convertido en ejemplo; el tiempo no es una herencia, y se miente a sí mismo el que confía en una futura jugada. -Hizo una señal a los operarios especializados, y con láser tocaron los extremos de la barra que sostenía el cuerpo inerte de Gandiulunas, que se desprendió y cayó de cabeza, por muy poco casi sobre la gente, que con un furor sacrificial que Ígur encontró repugnante se le echó encima, hasta que la Guardia la apartó sin miramientos, para permitir que se lo llevaran con parihuelas, mientras el Trujamán acababa el recitado-: ¡Mirad el soberbio y el impío a donde puede conducir el anhelo de exhibir una arrogación, mirad cómo termina el que no tiene bastante con tener, el que se alimenta de miradas de ansia, el insaciable de devociones, el delirante de amor adorador! ¡Que por su muerte resuene la música de guerra y las pompas! -Marcha fúnebre y silbidos del público-. ¡Decimos adiós a los inmortales! ¡Marchad todos en paz, la Comedia es finita!

Por la puerta grande hicieron entrar dos enormes cisternas con ruedas, de base redonda de más de dos metros de diámetro y bastante más altas que un hombre, arrastradas de las asas por operarios de negro, máscara y turbante incluidos, y colocaron una debajo de cada banquina; acto seguido, Fei y su partenaire se columpiaron cada uno en su barra, y después se colocaron en corvas.

– Atención -dijo Madame Conti-, vámonos de aquí.

Protegidos por Ígur y Mongrius, y por cuatro Guardias de la escolta, Constanz, Boris, los otros dos nobles y la anfitriona se situaron en la puerta, justo a tiempo de ver cómo, uno tras otro, Fei y el actor que hacía el papel de Kiretres se lanzaban en salto mortal por entre las picas de afilada estrella y caían cada uno dentro de la cisterna contraria, levantando grandes salpicaduras y derramando un líquido rojo espeso que dejó rociado y goteando medio salón y a sus ocupantes, ya precipitados en el paroxismo que los sonidos triunfales de la orquesta subrayaban. Ambos actores salieron de un salto del recipiente y abandonaron el recinto por otra puerta, custodiados por la Guardia que, con las armas en mano, tenía que mantener a raya a la masa aplaudiente que, sobre todo a Fei, no se contentaba con sólo tocarlos.

– ¿Qué es? -preguntó Ígur-. ¿Sangre?

Madame Conti se echó a reír.

– En otros tiempos era sangre -abrió mucho los ojos-, de vaca, naturalmente, no te puedes ni imaginar el trabajo que suponía degollar animales y tener en marcha el descoagulante durante la función, pero ahora es agua con aditivos de textura, gusto y color; no es lo mismo, pero qué le vamos a hacer, el público quiere lo de siempre.

Aumentaba el descontrol de chillidos y empujones de la gente que Ígur miraba fascinado, y los que no estaban por los suelos o se encaramaban a cualquier sitio, corrían de acá para allá. De repente se le acercó el hombre que había intentado ayudar a Gandiulunas; Ígur temió una agresión y se puso en guardia, pero con gran sorpresa suya el hombre le besó la mano con un temblor que parecía ajeno al naufragio envolvente.

– Caballero, os quiero dar las gracias por lo que habéis hecho.

– ¿De qué habláis? ¿Quién sois?

– Soy Yamini Cuimógino, administrativo de carrera, y el actor que vos y yo hemos intentado salvar era mi hermano.

En ese momento, un vaivén de los más desbocados se les echó encima, y Madame Conti y los nobles desaparecieron por la puerta.

– ¿Qué ha hecho vuestro hermano? ¿Por qué han querido matarlo? ¿Había participado en un Juego?

Tuvieron que quitarse de encima a dos mujeres que se empujaban entre aullidos.

– No os lo puedo explicar ahora con detalle; sabed tan sólo que os quedo en deuda de honor y agradecimiento para toda la vida, y os buscaré para regraciaros, aunque por más que haga siempre será en ínfima medida.

Otra oleada sin control de frenéticos aullantes se llevó a Cuimógino, y aunque Ígur intentó retenerlo por el brazo, la fuerza de siete u ocho era excesiva; también él hubiera acabado en medio del salón si Mongrius, ancorado en el marco de la puerta, no lo llega a sujetar.

– ¿Dónde está la Guardia?

La Guardia, una vez había dejado a los nobles y a la anfitriona en lugar seguro, protegía a los músicos y a sus instrumentos en la otra punta del local.

– Mongrius, ayúdame -gritó Ígur, viendo cómo Cuimógino desaparecía en la maraña de un bosque de brazos y piernas palpitantes y manchadas de rojo.

Pero Mongrius tiró de él hacia adentro antes de que volviera a enfrentarse al mundo, y, cerrada la puerta de golpe, se adentraron en las dependencias privadas, dejando tras de sí el alboroto, menguante con la distancia, del gran salón objeto de un desenfreno y una exacerbación de vorágine como un Caballero de Cruiaña nunca habría sabido imaginar.

– Hace aún más tiempo -explicaba el Duque Constanz-, en los buenos tiempos de verdad quiero decir, los del Hegémono Barx, era en la sangre descoagulada de los enemigos donde aterrizaban salpicando los comediantes después de la función, y el pueblo nunca hubiera visto con buenos ojos que los espectadores distinguidos se escabulleran.

– Afortunadamente vivimos tiempos corruptos -dijo Isabel Conti soltando una carcajada (aunque a ella también la habían manchado), y condujo a los invitados a un delicioso saloncito surtido de lujosos caprichos y comodidades.

Hacía más de media hora que Constanz, Boris y los otros dos bebían y comían y se habían puesto a disposición de las cortesanas, las ya conocidas de Ígur Ismena y Rilunda y alguna más, cuando Fei no había hecho acto de presencia, y no era que el sonido y la visión de las medias satisfacciones ajenas fueran para Ígur motivo de inquietud, ni que le aburriera la fluctuante conversación de Mongrius o de Madame Conti, sino que la melancolía emergía de su conciencia de añoranza absoluta infligida por la pianista-modelo-acróbata-pornógrafa, de la idea inquebrantable de que tal inquietud, enfermedad y felicidad a la vez, no podría sembrar en su vida más que obstáculos y dispersión, y la idea aún más nítida de que eso no le importaba, que no sabría renunciar a ello ni por la absoluta seguridad del Laberinto.

– ¿Cuántas bajas tendrás hoy? -preguntó Mongrius a la anfitriona.

– A ojo, es difícil de precisar. La última vez fueron catorce, y el día de las siamesas cuarenta. Espero que hoy no lleguemos a tanto.

Constanz le explicó a Ígur que las entradas y las invitaciones de la Apotropía de Juegos incluyen un antiseguro, una exención total de responsabilidades, para evitar las reclamaciones posteriores de lesionados o herederos de víctimas, terreno en el que, al margen de cuestiones morales sobre el derecho a indemnización de quien debiera saber en dónde se mete, la picaresca había hecho su agosto.

– Cuanto más vasto es el público -concluyó para que le rieran la gracia-, más basto es.

Finalmente llegó Fei, con tres músicos y una cantante que se pusieron en acción enseguida, y, por suerte para Ígur, que ya pensaba cómo se las ingeniaría si aparecía, sin el actor que hacía de Kiretres y, tras las felicitaciones de rigor, en el curso de las cuales desplegó una inolvidable exhibición de simpatía combinada con distancia y de negativa disfrazada de provocación, se sentó con Ígur y le cogió las manos con ternura.

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