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– ¡A él! ¡A él! -gritó el público, enardeciéndose.

Ígur se dio media vuelta.

– Tranquilo, no es lo que parece -le dijo Mongrius, y la música se volvía cada vez más sincopada.

– ¿Qué es, entonces?

– ¿No te has dado cuenta? ¿No conoces la historia? Fíjate y lo entenderás.

Mientras tanto, Fei había acabado de lanzar las luces de fuego, había llenado el aire de explosiones, con peligro de tímpanos propios y ajenos, y de medusas de luces de colores y nubes de olíbano y, después de un triple superior con pirueta que fue el delirio del público, Gandiulunas la recuperó de manos y volvieron a la banquina.

– ¡Dioses del renacimiento tecnocrático! -prosiguió el Trujamán-, ¿qué es el fuego si no piel?, ¿qué la vanidad, si no sangre?, ¿qué la mirada si no venganza? El Rey ha convertido al sirviente en Príncipe al servirle a la Reina como recompensa de ambos, del Rey como metapremio a ser Rey, del criado por buen contemplador. -Y entonces aparecieron dos auxiliares con dos picas de unos ocho metros de altura con los extremos acabados en estrellas de cinco puntas de unos treinta centímetros, y hoja y punta afiladísimas, y las clavaron en dos agujeros del entarimado, separadas un metro sesenta, es decir, dejando un metro justo entre las puntas enfrentadas, coincidiendo con el recorrido de los trapecistas y en el punto central, donde alcanzaban la máxima velocidad. El público aplaudió enloquecido, y el Trujamán subió una vez más el tono-: ¿Y qué es el Juego, si no peligro? ¡Contra la debilidad de exhibir, el placer de devorar! ¡Contra el vicio de negar, la virtud de arrebatar! -Y los acróbatas repitieron los pasos anteriores, de nuevo con música sincopada, cada vez con más resonancias de himno, pero esa vez los fuegos artificiales estaban en los extremos de la barra, y el Juego consistía en pasar al ágil de un portor a otro, y a cada impulso del columpio a manos de uno o de otro, ya fueran manos o pies de Fei, le despojaban de una pieza de ropa, y en dos pasadas sólo llevaba cubiertos el pecho y el sexo, además de las zapatillas y la máscara-. Vean qué puede más, si el vértigo del placer o el vértigo del peligro; si el placer del Rey que juega a caer o el horror del criado que juega a vencer. -Y en cada pasada cruzaban a gran velocidad el estrecho espacio comprendido entre los estiletes de las picas.

– ¡Mentira! -chilló un espectador de primera fila, en pie de un salto-, esta farsa es intolerable! ¡Los Gúlkuros nunca han robado el Imperio de ninguna exhibición Astrea! ¿Dónde está la Guardia? ¡Viva la memoria del difunto Emperador!

– ¡Muy bien -dijo Mongrius a Ígur-, ése lo ha entendido todo!

– Excúseme, mi señor -dijo el Trujamán continuando tan bien con la entonación que parecía que el diálogo estuviera preparado (aunque, al ver la cara que ponía Madame Conti, las sospechas de que lo estuviera realmente se redujeran al mínimo)-, pero ésta no es más que una escenificación en honor de las bellas musas de un antiguo ejemplo moral.

– ¡Tanto da el significado -se levantó un segundo espectador-, sean quienes sean los personajes, el fondo moral está pervertido! La vanidad es un error, pero ¿cómo se puede calificar que se responda con la traición?

Los que protestaban se enfrentaron entre sí, pero la mayoría del público atendía al espectáculo, y el griterío los aplacó, porque Fei acababa de ser despojada de la pieza superior, y los pechos más espléndidos del Imperio cruzaban boca arriba o boca abajo como centellas cada pocos segundos casi rozando los afilados aceros.

– ¡Verdad perversa! ¡Fuentes de la gravedad! -cantaba el Trujamán, alargando las tónicas al modo de los viejos prosodas; la música, de himno se había convertido en marcha sanguinaria, ya en pleno modo frigio, y las trompetas y los timbales no parecían suficientes para tal anhelo de marcialidad.

– ¡A ras! ¡A ras! ¡A ras! -gritaba todo el público, puesto en pie entre el chisporroteo y la exuberancia de los fuegos.

– ¡Oh vicio, única pasión auténtica, sin excusa ni reciprocidad, sangre de todos los crímenes! -cantaba el Trujamán-, ¡hasta el final!, ¡hasta el final! -Y las diminutas bragas de Fei fueron arrebatadas y quedaron en manos del criado Kiretres.

– ¡Ras! ¡Ras! ¡Más a ras! -rugían como un solo hombre al ritmo de los timbales, el órgano tronando y las trompetas en agudo continuo.

– ¿De qué lado caerá la espada? ¿Resplandecerá la justicia en el fondo del vaso apurado de la pasión? ¿Hasta dónde tendrá el Rey que soportar el abuso y penará tanta imprevisión? -Y en ese momento, Kiretres dejó las bragas de Fei clavadas en una de las puntas.

– ¿Pero cuál es el papel de Fei? -se atrevió a preguntar Ígur a Mongrius a grito pelado.

– ¿No lo ves? ¡Fei es el Imperio en persona!

Trompetería, carracas, címbalos y diquelas.

– ¡Sangre! ¡A sangre! ¡A muerte! ¡Más a ras!

– Ved, almas en resonancia con el espíritu de la conservación de todas las aretraciones, como un amor sirve para herir, como el peligro es un arma que el fuerte en pasión puede volver a su favor, cómo así Kiretres ha catado el veneno de la Reina Aretra, y cuando lo ha hecho no puede ser sino Rey o muerto; pero ¿qué vértigo permite que el amor sea medida del acuerdo que otro desea más que del acuerdo que ya pertenece a uno mismo? ¿Cómo se muere por el amor de la Reina más que por el propio desamor, sino por el acero del enemigo, aunque sean sus labios de rosa final lo que lo contiene? -cantaba el Tujamán, y Fei, con movimientos cada vez más espectaculares y convulsos, acariciaba en cada pasada el sexo de los portores, con las manos, con los labios, o bien, con los brazos en cruz, les atrapaba la cara entre los muslos para colgarse hacia atrás.

Después de una figura a tres, al paso de un trapecista, una de las picas vibró con violencia, y se hizo un repentino silencio: ¿quién la había tocado? Había sido Gandiulunas, que, con el brazo lleno de sangre, volvió a la banquina.

– ¿Desde cuándo -protestó otra vez el de antes- la habilidad de los comediantes determina un desenlace? ¿Hasta dónde tendremos que soportar tanta informalidad y tanta burla? ¿Hasta cuándo tendremos que maldecir los beneficios del renacimiento tecnológico?

– ¡El premio es un castigo, el castigo es un premio! -cantó el Trujamán al son de un fugado de las cuerdas en pizzicatto-, y cada cual canta en la medida de su sueño -timbales-; ¡atención, señores, al último avatar de la Reina Oscura! ¡La gallina pinta de perfil entre las rosas efesias!

Fei culminaba la exhibición; sujeta por las manos al portor Kiretres marcó fuet, recuperó con piernas abiertas y, con gran placer del público, las cerró en el último momento, justo al cruzar las picas armadas, las abrió de nuevo y volvió a la banquina.

– La Reina le dice adiós al Rey que la ha traicionado y se dispone a cambiar de dueño -modo mixolidio, ahora tan sólo el circunloquio de un armonio, y Fei, que bajo el vestido no llevaba sino sutileza de maquillajes metálicos, se restregó contra Gandiulunas, que la llenó de sangre-. ¡Un minuto que será una hora, y aquí no hay red! -lo rodeó como una serpiente, lo besó y volvió a la barra-, ¡jamás habrán visto a ninguna Reina reinando como ésta! ¿Quién dice a ninguna Reina? ¡A ninguna Diosa! ¿Quién dice a ninguna Diosa? ¡A ninguna Mujer!

– ¡Epanórtota de mierda! -gritó alguien desde las últimas filas del público-; ¿no tenemos ya bastante retórica con la Administración?

Fei saludó, y a Ígur le parecía poder respirar el latido, la sangre y el sudor; las medias y la semimáscara parecían desnudarla aún más, abierta a las suposiciones la exultante nobleza de tantos olores excitantes. Con la barra en las manos, se encaramó con un pie en cada hombro a Gandiulunas, y de allí se impulsó, marcó fuet y recuperó suspensión atrás; más impulso y concentración, Kiretres la espera en corvas, timbales y tensión, silencio hasta de respiraciones, y cuádruple salto mortal.

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