La Equemitía de Recursos Primordiales, un majestuoso edificio de quince plantas y fachada de simetría severa, ocupaba el paño principal de una plaza, o para ser más exactos del ensanchamiento elipsoidal de una avenida escarpada que conectaba el río por el extremo Sur, con la Falera en el extremo Norte, que desde allí, a casi un kilómetro de distancia, ofrecía una visión vagamente amenazadora del pórtico colosal de entrada de una de las galerías de la roca; Ígur contempló las ventanas y los balcones a poniente, de una monótona severidad solamente mitigada por la delicadeza de las proporciones, decepcionado por el contraste de la monumentalidad con la suciedad de la piedra, y entró intentando evitar preconcebir ideas, sensaciones o resultados. Una gran imagen de Harpócrates pensando, apoyado en la mesa, presidía el vestíbulo al fondo. La burocracia de entrada, acostumbrado como estaba a la sencillez de Cruiaña, tal vez porque allí todos le conocían, primero lo impacientó, y acabó por inquietarlo. Los cuatro guardias de la entrada le cachearon con aparatos eléctricos y, tras pedirle todos sus documentos, le obligaron a dejar los paquetes en la portería. El encargado del registro de entrada de personal, adonde sólo llegaban los que la guardia previa había asegurado que no representaban ningún peligro concreto, fue mucho más meticuloso. Con sus papeles en la mano, el empleado le obligó a repetir uno por uno sus datos (entre ellos, cifras de registro de veinte dígitos) mientras él los repasaba con la mirada. Después le hizo pasar un control de huellas digitales y de identificaciones de voz y fondo de ojo. No contento con ello, lo condujo a una salita donde, a través de una ventanilla protegida con cristal anti-impacto, otro empleado lo interrogó.
– ¿Vos sois el Caballero de Pórtico Ígur Neblí, de Cruiaña?
– Soy yo -respondió, ya bastante molesto.
– ¿Para qué queréis ver al señor Secretario?
– Asuntos personales.
– Lo siento, pero eso no es una respuesta. Este es un centro de la Administración, aquí no hay asuntos personales.
– No puedo decir nada más. Llevo una carta para él, y en ella se explica todo.
– Entregadme la carta.
– Imposible. Es una cuestión de principios. Por más que aquí no haya asuntos personales, imagino que no habrán olvidado que si las cartas tienen un remitente y un destinatario, no será para que vayan a caer en manos de un portador desconocido.
Ígur maldijo la hora en que había dejado sus bártulos (y con ellos, las armas) en la portería. Para tranquilizarse se repetía a sí mismo que un exabrupto allí equivalía a un suicidio, y que no le quedaba más remedio que someterse al trámite, pero eso aún le enfurecía más. El empleado se levantó bruscamente y desapareció dejando a Ígur solo en la incerteza, y además sin poder salir de allí, más de un cuarto de hora, en el que tuvo tiempo de pensar hasta qué punto era víctima de la indiferencia, de la falta de personal o de eficiencia, o de una estrategia calculada y establecida que utilizan los estamentos oficiales para poner a prueba a sus posibles colaboradores. Ya se sabe, los dos pilares de la política son la dilación y la pompa, y para llegar a ser víctima de la segunda se ha de haber sido víctima consumada de la primera. Finalmente llegó un tercer funcionario, que por las ínfulas a Ígur le pareció de rango superior a los anteriores, y le pidió, en un tono ya algo más ceremonioso, que le acompañase.
Pasaron por varios pasillos, hasta llegar a un ascensor que emitía un ronquido grave y dulce.
– Poned vuestro sello en la señal luminosa -le indicó, y cuando Ígur lo hubo hecho, el ascensor los dejó en la penúltima planta de una torre de más de treinta, que Ígur no había apreciado desde la calle por estar algo apartada de la fachada.
Allí, un Ayuda de cámara les condujo a una antesala, donde Ígur y el funcionario esperaron unos minutos más. Finalmente, el Ayuda de cámara condujo a ambos a una amplia sala con aberturas a tres vientos, desde donde se divisaba parte de la ciudad, otras torres lejanas, muchas de ellas de más altura, y hasta montañas exteriores que se elevaban a cientos de kilómetros; pero lo que dominaba la visión, al Norte, era el macizo rocoso de la Falera, donde eran claramente visibles, Ígur no pudo evitar fijarse en ello con cierto estremecimiento, las enigmáticas estructuras ciclópeas del Laberinto. En el centro de la sala se hallaba un escritorio y un hombre de unos cincuenta años, de formas delicadas y aspecto frágil y distinguido, les indicó que se sentaran. Ígur y el funcionario acompañante se aposentaron en asientos idénticos, y el que Ígur identificó como Ayuda de cámara se quedó de pie a un lado tras el personaje sentado. Al no haber más preguntas ni requerimientos, Ígur interpretó que estaba ante el Secretario del Gabinete, Peer Ifact. El dignatario, tal y como establecía el protocolo, inició el diálogo.
– Me complace de todo corazón recibiros, Caballero Neblí, y os doy la bienvenida. El Magisterpraedi Omolpus ya hace tiempo que nos anunció vuestra llegada.
El Secretario había hablado con la amable frialdad de quien quiere dejar bien sentado que no se tomará la molestia de introducir variaciones en las normas; pasados diez segundos de silencio, Ígur supo que había llegado su turno.
– El Magisterpraedi Omolpus me encarga que os reitere la más alta estima que le merecéis, y que me acoja a vuestra bondad para lo que tengáis a bien disponer.
Ifact extendió la mano, Ígur se incorporó levemente para entregarle la carta. El dignatario la abrió y echó una ojeada, insuficiente, pensó el otro, pero por la cara que ponía parecía como si ya conociera el contenido.
– Según parece sois un joven muy impetuoso. ¿Por qué habéis rehusado ver mundo? ¿Creéis que Gorhgró tiene más que ofreceros que un viaje al mar del Sol Poniente, o a la Oybiria Inferior?
La repentina confianza desconcertó a Ígur, y le hizo temer ser reprendido si se acogía a ella; pero si era una prueba de valor no podía errar el primer envite, y se decidió.
– No se trata de lo que pueda ver o aprender -dijo-, sino de los progresos concretos de mi carrera; y es por eso que creo que mi sitio está en Gorhgró.
El Secretario enarco las cejas; el gesto podía significarlo todo, pero Ígur lo interpretó como de sorpresa y de burla. Se adentraba en terreno resbaladizo, y constató una vez más que el protocolo es un compromiso entre el privilegio de un superior y la protección de un inferior.
– Oh -dijo Ifact con lentitud-. ¿Y cuáles son esos progresos concretos en vuestra carrera?
– Quiero ser Caballero de Capilla antes de dos años, y después… -interrumpió la frase.
– ¿Y después qué? Supongo que después querréis entrar en el Laberinto -dijo el Secretario, y dirigió una media sonrisa al funcionario y al Ayuda de cámara, que correspondieron al gesto con tal prontitud que a Ígur le pareció de un servilismo indigno.
– Pues, la verdad… -dudó; la entrada del Último Laberinto era el mayor desafío que existía entonces en todo el Imperio.
– ¿No queréis entrar en el Laberinto? -dijo el Secretario, con falsa dureza-. Qué extraño. Todo el mundo quiere entrar en el Laberinto…
El dignatario y el Ayuda de cámara mantenían una discreta sonrisita, que Ígur les habría borrado a bofetadas con un placer de dioses.
– Con Laberinto o sin él. Señor, me remito a vuestra generosidad y a la confianza del Magisterpraedi Omolpus que me ha permitido acceder a ella para todo aquello en lo que pueda serviros.
El Secretario Ifact apretó algunos botones de la consola del escritorio, escribió una líneas, y, con una repentina seriedad, habló sin levantar la vista del papel.
– Quedáis asignado al servicio de esta Secretaría, libre de oficialidad regular, y disponible para cualquier misión especial que, a cambio de mi favor, os sea encomendada oportunamente. -El Ayuda de cámara avanzó hacia Ígur, e Ifact prosiguió en el mismo tono-: Entregadle vuestro sello.