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Le llevaron un aperitivo, y dejó que la anfitriona prosiguiera el arabesco de su amabilidad, exquisita y empalagosa a la vez. Ígur observó una instalación completa de trapecio volante y, como no había red, a lo largo del recorrido del vuelo del columpio se habían retirado asientos y cojines.

– ¿Veremos circo esta noche? -preguntó, y ella se rió.

– Un circo tan especial que te costará olvidarlo. No te preocupes, te guardaré localidad de sangre.

Ígur se sobresaltó pensando en Fei. Localidades de sangre se llaman a aquéllas especialmente cotizadas donde el espectador corre el riesgo de ser salpicado.

– Naturalmente, a tu lado.

– No faltaría más.

Se abstuvo de preguntar por el contenido del espectáculo, imaginando que Madame querría guardar la sorpresa, y se concentró en las características formales de la sala; reparó en que el octógono de la planta no tan sólo no era regular, sino que por las diferencias entre las dimensiones de unos lados y otros, casi podía considerarse un cuadrado con los ángulos recortados; los lados largos, supo, medían veintiséis coma cuarenta y seis metros, y los cortos, once coma cincuenta y seis; la galería del piso superior ocupaba solamente los lados largos, y en los cortos había en uno un tapiz, en el otro un chapado de cerámica, en el otro un fresco y en el cuarto una vidriera, todos del techo al suelo (las entradas estaban en los lados largos) y representando escenas eróticas en ambientes naturales; la distancia interior en perpendicular entre los lados largos era de cuarenta y dos coma ochenta y dos metros, y entre los cortos, de cuarenta y nueve metros justos; dichos lados cortos se unían opuesto con opuesto a todo lo ancho de los once metros y pico por dos franjas de acceso que dejaban cuatro triángulos rectángulos equiláteros residuales, donde propiamente se colocaban las sillas cuando había espectáculo, de dieciocho coma setenta y uno de cateto, y se cruzaban en el centro coincidiendo con la proyección de la cúpula en donde estaba la depresión de los tres escalones y, ocasionalmente, el entarimado de las representaciones, o el palio, o el baldaquín de las solemnidades; la altura libre interior del salón era de treinta metros coma veintiocho, y en el centro se añadía la cúpula semiesférica, adaptada con pechinas, de once metros coma cincuenta y seis, en cuyos lindares se había colocado la parafernalia de los trapecistas, de donde colgaban dos cuerdas doradas a dos metros del estrado. Ociosamente, para evadirse de la charla de Madame Conti, Ígur se imaginó a Debrel a su lado proponiéndole la forma más rápida de calcular la superficie del salón, si hallar la de uno de los dos cuadrados ideales que formaban los lados paralelos y restarle los cuatro triángulos resultantes de recortar en el lugar oportuno los ángulos a cuarenta y cinco grados para producir los otros cuatro lados, o bien sumando los cuatro triángulos ocupados por las sillas del público, el cuadrado central proyección del espacio de la cúpula y los cuatro rectángulos que la unían con los lados cortos, es decir, un triángulo más un rectángulo, multiplicado por cuatro, más el cuadrado central.

– Mil setecientos metros cuadrados -dijo interrumpiendo a la anfitriona, que quedó un instante desconcertada.

– Espléndido, amigo mío -dijo ella, y lo abrazó por la cintura-, veo que el entrenamiento de los viejos geómetras es eficaz; ¿o es que os interesáis por la arquitectura? La geometría es un culto en desuso, pero en los tiempos en que se construyó este palacio…

Ahora se hace la estrecha, pensó Ígur. Contemplaron las ángulos del salón.

– Geometrías áuricas, ¿no? -dijo pensando en las estructuras de la Capilla; no le había pasado por alto la incongruencia canónica de mezclar temas dinámicos-. Sin embargo, los lados largos pertenecen al cuadrado, es decir, a raíz de dos. Deben ser posteriores al resto.

– No se os escapa nada, amigo mío; efectivamente, lo habéis acertado, la galería con el altillo proviene de un añadido, y entre eso y el resto, aunque se ha redecorado, recargado, malogrado dirían los puristas, a ojos expertos el edificio no puede ocultar su origen.

– Así es que estamos en un palacio Astreo -dijo Ígur.

Madame Conti soltó una carcajada, y le acercó los labios a la oreja, hasta que él se le arrimó esperando palabras en voz baja, y entonces le dio un beso.

– Me parece que tenemos compañía.

Ígur dio media vuelta, y vio a Mongrius.

– Querido Caballero Neblí -dijo, amparándose en un remedo de la untuosidad cortesana-, ¡cuánto tiempo sin vernos!

La situación a tres era lo bastante extraña como para hacer sospechar a Ígur que la presencia de Mongrius no era casual; lo que más probable le pareció es que Madame Conti le hubiera enviado aviso; pasado el primer momento de ambigüedades, la anfitriona se fue, requerida por los operarios que instalaban la orquesta en el ángulo de uno de los triángulos del público; Ígur aprovechó entonces para indagar acerca de los Príncipes.

– ¿Cuánto durará Togryoldus? -preguntó por deferencia.

– Togryoldus no puede ni durar ni dejar de durar, por la sencilla razón de que ya no está; su espectro ha hecho una sopa con la pugna de Bruijma y Simbri -esbozó un gesto de indiferencia-; cuestión de dos días y todo quedará aclarado: el comercio para Bruijma y la tutela del Emperador para Simbri, y veinte años más de aburrimiento.

– ¿Y qué pasa con Ixtehatzi?

– Es demasiado fuerte como para que alguien lo pueda tocar. Aunque los Príncipes se juntaran, él solo aún sería más fuerte -se rió-; quizá haya que esperar a que se muera, como Nemglour.

– No sé cuál sería la historia de Gorhgró sin la muerte -dijo Ígur.

Empezaba a llegar gente, y se tomaron otra copa en un reservado para charlar sin estorbos.

– He decidido optar a la Capilla, y desearía que fueses mi padrino -dijo Mongrius después de un silencio.

Ígur lo había esperado, pero el padrinazgo de Lamborga le planteaba un conflicto de intereses. Si resultaban emparejados, no podría acompañarlos a los dos.

– ¿Ya sabes que Lamborga vuelve a optar?

– Sí, pero no me preocupa -respondió Mongrius, a dos velas de los motivos de la observación de Ígur-; si tengo que enfrentarme con él, andará bajo de facultades después de combatir contigo, y si espera a encontrarse bien, yo ya estaré en la Capilla.

Ígur sonrió, pensando en las cosas que le podría decir. Pero no dijo nada, y cuando les llevaron más bebida renovaron el brindis por cualquier tópico de la existencia y del futuro y, una vez aclarado que Ígur le haría de padrino de inscripción, continuaron hablando, de cuestiones más ligeras cada vez, hasta que una camarera (esa vez, desconocida de Ígur, y no menos bella que las anteriores) les avisó de que empezaba el espectáculo.

El gran salón brillaba esplendoroso a plena luminaria, y la orquesta, presidida al fondo por un órgano positivo, mezclaba melodías de mobiliario en el ángulo opuesto a donde Madame Conti compartía una cierta presidencia de la celebración con cuatro personajes que, a juzgar por la Guardia que vigilaba los alrededores del espacio, eran fácilmente identificables como altos cargos de la Administración. Ígur y Mongrius fueron invitados a sentarse cerca de Madame Conti, en el ángulo recto del triángulo, en el ámbito, por lo tanto, de la cúpula, localidades ciertamente de sangre, en medio del parloteo de un público proclive a no quedarse estacado al asiento, a hablar a viva voz y a exteriorizar deseos y pasiones.

– Ígur Neblí, Caballero de Capilla, Mista Mongrius, Caballero de Preludio -presentó Madame Conti, espectacularmente vestida de oro y plumas blancas, y maquillada con reflejos hirientes-, el Duque Constanz, el Barón Boris Uranisor, cuñado del Príncipe Bruijma -recalcó, mirando a Ígur. Se olvidó de los otros, supuso él, porque un Caballero no tiene estatus para serles presentado en público, o porque eran tan importantes que necesitaban del anonimato, o porque lo eran tan poco que no valía la pena.

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