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– ¡Basta de cháchara! -dijo, y de un solo golpe de espada a dos manos le cortó la cabeza en redondo; saltó hacia atrás para no salpicarse y, una vez el cuerpo hubo resuelto su caída y se hubo asentado en la horizontalidad definitiva, lo arrastró lejos de la evidencia del público y extrajo de él las tres pruebas obligadas para demostrar que el trabajo se había cumplido escrupulosamente.

Aquella tarde, después de la visita de rutina a la Equemitía, en donde se le notificó la formalización de la cita con el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma para el sábado por la mañana, Ígur fue a la Anagnoría de la Cabeza Profética. Allí fue recibido de inmediato por el Maestro de Ceremonias, un hombrecillo untuoso, de aire afeminado, que se frotaba las manos sin cesar, que le invitó a pasar por la entrada especial, lejos del público.

– Si hubierais anunciado vuestra visita, Caballero Neblí, no se habría producido el lamentable incidente de los funcionarios de la entrada -Ígur intentó excusarlo, pero el Maestro no se dejó interrumpir-, y yo mismo os habría recibido el primer día. No sé si el motivo del honor que nos dispensa la presencia del más joven Caballero de Capilla, y uno de los más brillantes, es de orden técnico o consultivo, pero en cualquier caso acabo de dar orden de bloquear los accesos a la Cabeza Profética, que está a vuestra disposición por tanto tiempo como os sea preciso.

Le hizo pasar a una salita.

– Estoy en trámites para iniciar una Entrada al Laberinto, y me interesa todo lo que en el orden técnico me pueda ser de utilidad.

El Maestro de Ceremonias lo miró con una sonrisa, mezcla de adulador y máscara de una intensa concentración.

– ¿Puedo preguntaros quién es vuestro Príncipe Epónimo?

– Estamos en proceso de negociación -mintió Ígur, vacilando, y el otro levantó las cejas con escepticismo-, muy avanzado.

– ¿Quién os asesora en el aspecto técnico? -dijo el Maestro con aires de no merecer la pena continuar la conversación sobre el Laberinto si la respuesta volvía a ser negativa.

– Kim Debrel.

Ígur se sintió de repente examinado, y en falso. Encontró débiles sus aspiraciones, improvisadas o con una base poco seria o fundamentada. El Maestro parecía afectado por la revelación de aquel nombre, pero Ígur no conseguía adivinar si positivamente.

– Mucho me temo -se destapó finalmente el dignatario- que en el aspecto técnico no pueda enseñaros nada que no podáis aprender al menos tan bien al lado de Debrel. Creo que lo más útil -la mirada se le iluminó de repente- es que le hagáis una consulta a la Cabeza.

Ígur se sobresaltó… No tenía ninguna intención de entrar en ese juego bárbaro y atávico, materia de analfabetos y bromistas.

– No creo que tenga un interés en concreto…

– Para vos, la consulta es gratuita -inmediatamente extendió las manos en señal de excusa-; ya sé que no es ésa la cuestión, pero la Apotropía, ¿entendéis?, estaría muy honrada si le aceptaseis una admonición como obsequio. -Y, viendo la cara de Ígur-: ¿Tampoco? Qué se le va a hacer, supongo que por lo menos querréis verla. -Sonrió, y bajando el tono de voz-: Nunca se sabe qué sorpresas puede deparar el interior de un Laberinto…

Ígur accedió (¿qué, si no, había ido a hacer allí?), y el Maestro le hizo pasar por un corredor transparente y con una iluminación violentamente blanca, como la de un hospital; todo, en realidad, tenía en el interior de ese edificio el aire malsano de un hospital sagrado y terminal. La sala de la Cabeza Profética era un volumen de planta hexagonal y altura igual a una quinta parte del diámetro de la circunferencia circunscrita, lo que significaba cinco metros en los ángulos, medida que se reducía a tres en el centro, ocupado por la Cabeza de Turudia encima de un pequeño podio, coincidente con una depresión casetonada del techo que ocupaban los diferentes aparatos de iluminación y acondicionamiento, y de donde colgaba la campana de cristal que protegía el insólito objeto. Ígur y el Maestro entraron por las escaleras del subterráneo (las paredes no tenían aberturas), por un ángulo que correspondía a la nuca de la Cabeza, de forma que la primera visión fue posterior, y, por tanto, no excesivamente brusca. El espacio se rodeaba de los corredores periféricos para el público, vacíos en ese momento. Al lado de la Cabeza de Frima, dos técnicos con batas blancas se ocupaban de vigilar las constantes y las emanaciones proféticas, en apariencia ajenos a los movimientos de los consultantes; los aparatos de acondicionamiento emitían un grave ronquido de fondo, casi inaudible, y se percibía un olor difícil de situar entre los animales, vegetales y minerales, y del todo imposible de describir, pero ante el cual el visitante primerizo pasaba de la intimidación a la inquietud, y acababa en horrorizada renuncia a perseverar en su intento de clasificación; además, cuando se había llegado hasta ahí era inútil hacer nada, porque se estaba totalmente impregnado de él.

A medida que daban la vuelta para situarse de cara, una vertiginosa incertidumbre inundó la voluntad de Ígur Neblí. La Cabeza Profética parecía menor que una cabeza normal, quizá por efecto del aislamiento y la distancia, quizá por la falta de pelo, y la imagen intemporal de la base criminal de las filosofías se impuso por encima de cualquier pensamiento, acompañada de forma creciente por una excitación difícilmente situable en relaciones de causa y efecto. La costumbre y los antecedentes han cargado la decapitación de una agitación sexual irreversible y salvaje, y pocos, ante la belleza sin esperanza de la Gran Cabeza Profética, podían apagar su aceleración. De repente, el recuerdo de Galatrai, el más reciente decapitado, se le impuso con un sobresalto retrospectivo de revelación, y a la sensualidad anterior se sumó la de una naturaleza pujante, la del goteo de la sangre en la nieve virgen, el surco por fusión, de levísimo vapor de origen humoral, la barbarie apestosa de la disolución del alma, de la soledad contemplada desde la más implacable univocidad.

– Dominio de Aidoneo -dijo uno de los Guardianes de bata blanca.

– Como podéis ver, ahora descansa -dijo el Maestro.

Ígur había preferido mirar la estancia durante el trayecto, para reservarse la visión de la Cabeza cuando la tuviera de cara; en ese momento la miró de frente. La Cabeza estaba cortada a la altura de la barbilla, y tenía un sospechoso color rosado, uniforme y opaco. A Ígur le pareció que perfectamente podía ser de plástico; pero, quizá producto del ambiente, algo de horror sagrado habían conseguido que la rodeara. Cuando con más indiferente racionalidad la estaba contemplando, porque aquellas facciones le recordaban a alguien y no conseguía descubrir a quién, la Cabeza abrió los ojos de par en par con violencia. Ígur sintió un vuelco en el pecho y en el estómago.

– Señor -dijo uno de los Guardianes al Maestro-, la cinta graba.

– Fijaos, Caballero -dijo el dignatario.

Los ojos y los labios de la Cabeza se movían con gran lentitud, y emitían un sonido apagado que recordaba malignamente un zumbido de abejas silabeado. Ígur se sentía preso de una parálisis dulce y pegajosa, que empezaba por las rodillas y acababa por el habla. La apoderada racionalidad combatía furiosamente en su interior, pero no sabía contra qué.

– ¿Qué es eso? -dijo Ígur, incrédulo y afectado a la vez.

– No hace falta que luchéis -dijo el Maestro con benevolencia-. ¿Dominio de Aidoneo, habéis dicho? -se dirigió a los empleados-: Hacedme una copia cuando esté, y antes limpiadla -y, de nuevo a Ígur-: no tenéis que explicaros nada que os cuestione, Caballero. La profecía es una dimensión moral; no una superstición en el sentido de transferencia de la conciencia ni, por lo tanto, irresponsabilidad del pensamiento, sino mayéutica del estado de cuestión del yo; la Profecía científica llega a donde nunca soñó llegar el psicoanálisis; no es revisión exterior del futuro, sino estado de cuentas de tu presente. ¿Porque qué es el tiempo, sino intención?

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