– Moralmente -dijo Ígur-, repugnaría que ganase la proposición de que en el acta constase tres a dos, porque significaría un cambio de hecho en la preferencia de tres miembros del jurado, al margen de una imposición falseadora sobre el criterio de los otros dos; yo creo que la elección del ganador sería impugnable, y el que decía que la segunda votación no tenía sentido, tenía razón porque, además, no se puede votar sobre las decisiones de los demás. En cualquier caso -concluyó-, la cuestión queda resuelta si lo miramos desde las categorías lógicas: no puede aplicarse el procedimiento al propio procedimiento.
– ¿Ah, no? -sonrió Debrel-. Y, sin embargo, sucede continuamente. ¿O es que no se hacen votaciones previas de procedimiento? ¿Las leyes electorales no se pueden someter a votación, según tú?
– ¿Consideras -dijo Ígur- que ése es el tipo de tensión conceptual propio del Laberinto?
Debrel rió abiertamente.
– He querido reproducir una posible secuencia de problemas del interior del Laberinto, que de todas formas es irreproducible, porque la tensión de allá dentro será cien veces mayor que la que yo pueda organizar aquí con juegos de lógica elemental. Bien -se levantó-, seguiremos otro día con problemas más complicados. -Se dirigió hacia la mesa y se puso a revolver un montón de carpetas llenas de papeles, y más papeles aparte, cosidos o enrollados unos, otros con cintas muy largas, y otros doblados en acordeón, y mientras tanto obsequió a Ígur con una extensa disquisición, que él no sabía si situar en la excusa o en la condescendencia, acerca de la necesidad de no perder de vista el fenómeno del Laberinto como conjunto, y de profundizar en el análisis de los diferentes aspectos de forma gradual, para, de la acumulación de conceptos, salvar la claridad, pero también para no tener que incurrir, en el extremo contrario, en la pérdida de muchos de ellos, porque, recordaba una y otra vez, en cualquier conjunto pluridisciplinar la mente humana no aprecia orden que no provenga de la simplificación y, aun, más allá de la apreciación subjetiva, desde los valores formales cuantificables del propio sistema, no hay verdadero orden sustancialmente separado de tal simplificación, a excepción del que establece un conocimiento lo suficientemente seguro como para que no necesite reforzarse en la diferencia conceptual entre el todo y las partes como método de conocimiento-. Pero eso -concluyó- es privilegio de los sabios… Como su nombre indica -prosiguió una vez había encontrado lo que buscaba-, el primer problema del Laberinto, y puesto que sin haber resuelto éste no hay acceso a ningún otro, es el de la Entrada propiamente dicha. El Laberinto tiene dos puertas: la primera comunica con el Atrio al que tiene acceso el Agon, la Guardia, los dignatarios y el Jefe de Decodificaciones. Esa puerta no tiene código, y está bajo el control del Agon; para preservar las emisiones, la primera puerta está cerrada al público; al fondo del Atrio es donde se encuentra la verdadera puerta, la Puerta propiamente dicha, que tiene el sensor que emite los códigos, y ante la cual está el Rotor donde se tiene que colocar la pieza que la abre.
– Pero, si no lo he entendido mal -dijo Ígur-, la Puerta ya ha sido abierta en dos ocasiones.
– Sí, pero cuando la Puerta se abre, los códigos saltan automáticamente y se regeneran de forma que al cabo de un tiempo (es misión explícita del Agon impedir la repetición de la Entrada antes de que la cinta codificadora haya vuelto a su sitio) se han autorreconstruido no sólo como cifra diferente, sino también con otra gestación, de forma que hay que reiniciar todo el proceso. Naturalmente, los códigos no saltan para regenerarse cuando el Laberinto ha sido totalmente resuelto, sino que entonces emiten un continuo y se inmovilizan; se entiende, por lo tanto, que una vez los códigos empiezan a reconstruirse, la expedición ha fracasado. Un equipo dirigido por el Jefe de Decodificadores explora a perpetuidad la cinta de códigos del Laberinto, los graba y los archiva. La cinta codificadora mueve un disco de veintidós círculos concéntricos que, alrededor de un eje que no contiene ninguna cifra, tiene doce en el primero, dieciocho en el segundo, veinticuatro en el tercero, treinta el cuarto y así hasta llegar a ciento treinta y ocho en el vigésimosegundo. Los círculos giran en ambas direcciones, según las reglas preestablecidas que forman el Código del Laberinto y que fueron fijadas en el momento de la construcción, y cuando veintidós límites entre dos cifras coinciden en línea recta, la serie de cifras de la izquierda de esa ranura (un radio del conjunto del círculo) queda automáticamente grabada en la cinta, accesible cada día al Jefe de los Decodificadores y al personal a quien el Agon autorice.
– Las posibilidades son incontables -dijo Ígur.
– Imagínatelo, puedes calcularlo cuando te apetezca. El orden de los números en los círculos es el natural: comienzan por el uno y después del nueve el cero y otra vez el uno, y cuando se acaba el círculo, si por ejemplo el primero se acaba con el dos, el siguiente, en este caso el segundo, continúa con el tres, y así sucesivamente, para que, en principio, en ninguno de los círculos un número sea más fácil o más difícil de alinear que cualquier otro.
– Decodificar esa cinta debe de ser un problema de centenares de anos.
– De forma sistemática, es absolutamente imposible, porque la producción de una determinada cantidad de números ocupa un periodo de tiempo unas treinta mil veces más breve que el necesario para su cuantificación.
– El trabajo de Jefe de Decodificaciones no debe de ser muy agradecido -intentó ironizar Ígur.
– Su misión -dijo Debrel- no es encontrar la decodificación, sino ordenar los resultados como ahora te explicaré, impedir el acceso a cualquiera y seleccionar cuidadosamente la información que facilita, de acuerdo con las instrucciones del Agon.
El geómetra explicó con detenimiento, y a Ígur le pareció que recreándose en un cierto sentido de la intriga, la visita que había hecho aquella mañana al Jefe de Decodificaciones, un asno integral según su apreciación, y cuánto le había costado obtener las copias de los códigos y la información suplementaria; ganarse su confianza para que le dejase utilizar el Cuantificador de la Agonía acabó por convertirse en un divertimento intelectual. El mecanismo era el siguiente: el Cuantificador elimina aquellos resultados en los que no se observa ninguna ley, ninguna repetición ordenada o rítmica en referencia a un grano mínimo que empíricamente se considera aceptable, o que con la aplicación de los cerca de cinco mil códigos conocidos no produce nada coherente, y conserva aquellos que tienen alguna. Cuando Debrel tuvo los resultados ante sus ojos, le costó no partirse de risa en las barbas del funcionario, porque aquello parecía un muestrario de extravagancias: la lista de nombres de los Gobernadores Generales de Perighart del año 218 al 390, los nombres en italiano de los aparatos de montura de los caballos y de los aperos de labranza, una colección de exorcismos, Debrel no se lo podía creer, en sánscrito, la colección completa de insultos, interjecciones y argot de la obra de Shakespeare, los poemas obscenos, en alemán medievalizante, resultantes de aplicar la primera letra de los días de la semana en los que la cinta emisora ha producido series aprovechables al alfabeto obtenido de poner en correspondencia las fechas de nacimiento de todos los Mayores de la historia de Bracaberbría con los diversos nombres aplicados a todo tipo de excrecencia y defecación humana y animal, y mil cosas más. El Jefe de Decodificaciones, un tal Crotus, opinaba sin orden ni concierto, pero, le parecía a Debrel, con la burda intención de obtener algo de los comentarios del visitante, que a partir de un cierto momento procuró ser lacónico o bien, cada vez más malintencionadamente, confuso y divagador; poco a poco fue notando que tenía que haber una codificación intermedia de protección, y las soluciones eliminadas de oficio por el Cuantificador homologado tenían que contener el secreto. Afortunadamente no las habían destruido, y las pudo procesar de nuevo con un programa propio.