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– Entonces -dijo Ígur, honestamente interesado-, ¿La Muta no es propiamente una banda, sino una escuela de pensamiento?

– Sin duda; en el origen de La Muta existe la discusión sobre el conocimiento del motor divino de los particulares, lo que afirma el dogma de la dinastía Imperial Gúlkur a través del nominalismo extremo del Anágnor de la Cabeza Profética, al que Jarfrak se opone en favor de una dialéctica epistemológica basada en los grados de abstracción, pero no en el sentido en que, proviniendo del tomismo, se ha propugnado posteriormente, sino a través del neoplatónico de la jerarquización de los géneros y las especies a partir del ser necesario.

Ígur fue asaltado por la duda razonable de estar ante uno de los jefes de La Muta.

– ¿Cuáles son las funciones del Anamnesor? -preguntó.

– Las leyes de consumo del Imperio han llevado a una acumulación que plantea la necesidad, de la que se tomó conciencia por primera vez hace treinta años, de una función social dedicada a la evacuación de residuos históricos, función cada vez más encaminada a una acción preventiva anticipada a la putrefacción de los elementos culturales, con intención selectiva; a ver si me explico, imaginemos una relación entre alimentar y eliminar similar a la que para el cuerpo suponen comer y beber, y defecar y orinar: para la retención histórica, el primer término es aprender, y el segundo es olvidar; la paradoja, y quizá la tragedia, por los riesgos que comporta la inevitable presencia de errores, arbitrariedades y acciones producto de causas espurias, es que el Anamnesor era en origen el gran recordador, el preservador de la memoria, pero la propia mecánica de su función ha acabado por convertirlo en el gran precipitador de hechos al olvido, una especie de carnicero y a la vez barrendero histórico, un despiezador de las partes escogidas, que ha de lograr que se olvide adecuadamente en función de lo que interesa conservar, porque si deja que las cosas sigan su curso al arbitrio de la mecánica colectiva, existe riesgo elevado, la historia así lo ha demostrado, de que lo esencial se pierda una y otra vez, cada consecución más débil, más ineficiente y efímera que la anterior. Su función se extiende a la disciplina individual, que desconoces porque tan sólo se ha implantado en las ciudades, donde la agresión informativa es tal que la única esperanza de no volverse loco es olvidar correctamente, lo que requiere un aprendizaje, y que además forma parte de la higiene escolar: sentir la caída inexorable y la tranquila frialdad acuática de la barrera del olvido…

Ígur pensó en la influencia del Anamnesor en los archivos, las universidades, las empresas, las oficinas de la Administración.

– Me imagino que las relaciones entre el Anamnesor y las Equemitías no deben ser demasiado buenas.

Debrel esbozó un gesto ambiguo.

– No son precisamente peores que con los Apótropos que han de seguir sus directrices; no olvides que el Anamnesor no tiene poder ejecutivo, es un legislador de principios. Por cierto -sonrió con malicia-, ¿ya sabes cuál es la función principal de la Equemitía de Recursos Primordiales? -Ígur dijo que no-. No voy a decir lo mismo que ha dicho Guipria sobre el que te ha enviado a nosotros, porque me imagino que quien te haya metido en la Equemitía te conoce lo suficiente como para apostar por tu capacidad -sonrió ante la cara de inquietud de Ígur-, que por lo que te conozco te puedo asegurar que no ha de ser motivo de preocupación. Recursos Primordiales se ocupa de la financiación y la cobertura, entendiendo el eufemismo como protección, de las investigaciones sobre ingeniería genética y mecánica neuronal.

– Si no estoy mal informado, la manipulación del cerebro a partir del cuarenta por ciento está prohibida por la convención de Breia.

– Es cierto. Y para eso sirve la Equemitía, para promoverla al margen de la legalidad pública vigente. El Equemitor es el terrible guardián del secreto, ante quien el acólito debe responder de su silencio -enarcó las cejas-; naturalmente, a ti empezaran por encargarte trabajos a los que no sabrás encontrar relación alguna, y te recomiendo que no hagas preguntas comprometedoras.

– Me gustaría saber si el Equemitor tiene noticia de mi existencia -dijo Ígur, pensando en el concepto de legalidad pública: ¿Desde cuándo la Administración tiene necesidad de establecer una privada?

Debrel le miró fijamente.

– Hasta que se te ocurrió combatir con Lamborga, te puedo asegurar que tu llegada a Gorhgró era un secreto guardado con una discreción modélica -todos se echaron a reír-; a partir del anuncio del Juicio, todos los Cuantifícadores andaban como locos con tu biografía -Debrel y Silamo se miraron con una sonrisa, y Guipria le dedicó a Ígur un simpático gesto de resignación-; de la tuya, la de tu padre y la de tu maestro Omolpus, que para la mayoría no es más que un oscuro Magisterprasdi retirado en las montañas. Comprende que nadie quería sorpresas, y nadie sabía quién te enviaba.

– No me envía nadie -dijo Ígur-, y no respondo ante nada más que mi deseo.

– Eso está bien, y no dejes de decirlo mientras puedas -dijo Debrel-. Ahora debiéramos organizar el calendario de los pasos necesarios para el Laberinto. En primer lugar, tienes que ir a ver a la Cabeza Profética -Ígur sonrió pensando en Lamborga-; una vez allí pregunta por el Maestro de Ceremonias de mi parte; no te molestes en pensar en el Anágnor, sólo está para los Príncipes. Después solicitarás entrevista con el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma; intentaremos que sea nuestro Epónimo. A continuación te convendría una visita a la Apotropía General de Juegos del Imperio (recuerda bien el nombre, porque hay muchas Subapotropías locales, y ninguna de ellas tiene la información de la General); allí buscas al Consultor Gemitetros, que es amigo mío desde hace años; puedes contarle con toda confianza tus intenciones, él ya sabrá qué aspectos de los Juegos te conviene saber para enfrentarte a los mecanismos del Laberinto; una vez tengamos todo eso resuelto, tú y Silamo iréis a visitar el Laberinto de Bracaberbría.

– Lo que queda de él -dijo Silamo, y él y Debrel se rieron; Ígur creyó conveniente una vez más no preguntar por Arktofilax.

– Mientras tanto -Debrel sacó de una repisa un libro viejo y grueso como un diccionario-, aquí tienes la Ley del Laberinto; no te digo que la estudies -se echaron a reír todos otra vez-, pero a medida que vayas conociendo aspectos nuevos conviene que los consultes aquí para repasarlos, familiarizarte y ampliarlos; también conviene que me vengas a ver con regularidad, por ejemplo una vez cada tres días. El Laberinto -aclaró viendo la cara de curiosidad de Ígur- requiere un entrenamiento; además, si voy a ser el responsable técnico, necesito saber de tus progresos, y tú que te resuelva dudas. -Se había hecho tarde, Ígur daba por terminada la visita-. ¿Tienes alguna pregunta?

– ¿Dónde está el Emperador?

Hubo una fugaz triangulación de miradas entre Debrel, Guipria y Silamo.

– En la fortaleza de Silnarad -dijo Debrel sin vacilación. Silnarad era una palacio que en otros tiempos y con armas convencionales tenía fama de inexpugnable, y que era inexpugnable entonces gracias a un sistema de radiaciones celulares extremadamente costoso, situado en la cima de una formación rocosa a nivel del mar en el centro de la bahía del mismo nombre, cerrada por la isla de Brinia y por las poblaciones de Aleña y Eraji, que no eran sino las concentraciones más personalizadas de la extensión urbana que ocupaba el litoral. En parte dormitorio de los servicios del Palacio del Emperador (en teoría habitat para la excelencia de la nobleza Ática) y en parte reducto de ocio estival de la Beomia-; hace veinte años que Hydene y Beiorn entraron en el Laberinto de Bracaberbría; cinco años después, el Emperador abandonó la ciudad, y los Príncipes y el Hegémono se instalaron en Gorhgró; pero él nunca quiso vivir allí; se han comprobado estancias cortas en Ferina, en la Isla del Lago de Beomia y, no es tan seguro, en Turudia; en cada sitio los problemas de seguridad eran peores; dicen que las salidas de esas localidades coinciden con las sucesivas muertes de los primogénitos. Parece ser que hace tan sólo once años, cuando ya había nacido el actual Emperador, que Anderaías III se aposentó en Silnarad, de donde no se ha movido más, y donde murió hace dos años, en circunstancias tan sospechosas como sus herederos.

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