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Al hacerlo, le sorprendió la presencia de Madame Conti detrás de él (¿cuánto tiempo llevaba ahí?, pensó; quizá había fingido irse y no se había movido), que le sonrió con gravedad y ternura.

– Quiero presentarte a una amiga -le dijo.

– Quiero conocerla a ella. -Ígur señaló hacia atrás sin darse la vuelta.

– Esta noche no podrá ser -rió-, quizá mañana. ¿Te ha gustado Fei? Ten cuidado, la llaman la Reina de los Dos Corazones.

– ¿Por qué? ¿Tiene fama de traidora?

– Al contrario; tiene fama de que cuando está acompañada, tiene en propiedad mucho más que su propio sentimiento.

– De acuerdo, entonces, hasta mañana.

– ¿Cómo? ¿Ya te vas? ¿No esperas a tu amigo? No lo esperas. Si me dejas tu sello, le introduciré un código para que puedas entrar siempre que quieras, a cualquier hora.

– Gracias, pero ya lo hicieron en la Equemitía.

Madame Conti se echó a reír.

– Los códigos de la Administración no sirven aquí. -Lo tomó por la cintura y bajó la voz-. ¿Me permites?

Si los de la Equemitía habían podido regrabarlo, no veía impedimento para que también lo hiciera Madame Conti. Su sello no contenía información reservada pero, en cambio, sí que se le podía introducir.

– De acuerdo, pero te acompaño -dijo.

Madame Conti hizo un gesto de resignación burlona, y cruzaron las estancias hasta llegar a una sala de tratamiento de códigos. Allí Ígur sacó el sello.

– ¡Amarillo! -dijo Madame al verlo-. ¡El color de los amantes y las putas!

Ígur se desabrochó la chaqueta azul para mostrarle el chaleco amarillo.

– También es el color de la esperanza cumplida.

Una vez grabada la clave de entrada al Palacio Conti, quiso marcharse.

– ¿Qué hay que decirle al Caballero Mongrius? -dijo Madame, burlándose.

– No hay que decirle nada. ¿Fei, se llama? Mañana volveré.

Ella lo acompañó por un camino diferente, sin necesidad de encontrarse a ninguno de los presentes, e Ígur se retiró.

La entrada noble de la Apotropía de la Capilla del Emperador era un corredor porticado, con los retratos de los principales y más rememorados representantes de las grandes dinastías, acabado en el llamado Preludio de la Rueda, propiamente el vestíbulo de Acceso, que no podían sobrepasar quienes no fueran Caballeros de Capilla o el propio Emperador. Ígur Neblí fue ceremoniosamente acompañado por el pasillo por Mongrius, su padrino de inscripción, por el Jefe de Protocolo de la Capilla, que les precedía, y por dos Gastadores que les escoltaban. El Preludio de la Rueda era un círculo de un poco menos de trece metros de diámetro y, regularmente alineados a un metro de separación del muro, ocupando una marca del pavimento dispuesta para ese fin, aguardaba la totalidad de la Capilla, excluidos los Magisterpraedi y los que habían obtenido dignidades superiores, formada por veintidós caballeros en total, sin contar al Decano, al Secretario y al Apótropo, que estaba ausente, ni, supuso Ígur, a los tres que, según le había dicho Vega el día anterior, no estaban en Gorhgró. El pasillo incidía en el vestíbulo de forma no perpendicular, por lo que el eje no coincidía con el centro del círculo sino que se desplazaba ligeramente a la derecha, visto desde el acceso; siguiendo el mismo sentido, tal como se entraba a la izquierda, y a un poco más de noventa grados del punto central de la entrada, había una gran puerta de mármol verde y negro, que sobresalía por dimensiones y énfasis formal de entre las demás aberturas del Preludio de la Rueda, nueve en conjunto. La comitiva se detuvo en el centro, y a una indicación del Jefe de Protocolo esperaron la llegada del Secretario de la Capilla y del Decano, que entraron por la puerta de enfrente a la del pasillo. El Secretario se dirigió a todos.

– Acabados los determinios de la vida, hoy entraremos en los de la muerte, que significa en los de cada cual. Ígur Neblí, sé bienvenido a la Capilla y que se retiren los que no han ganado la carga del mérito y del derecho de entrar.

El Jefe de Protocolo le indicó a Mongrius el pasillo por donde habían entrado, y, precedidos por los Gastadores, salieron los cuatro (Mongrius y el Jefe a su lado) del Preludio de la Rueda. El Secretario cerró la puerta del pasillo y, dejando a Ígur en el centro del vestíbulo a la derecha de Vega, procedió a abrir la enigmática gran puerta verde oscuro; por la resonancia del ruido de apertura, Ígur supo que el espacio al que conducía era grande y desnudo; por la corriente de aire supo también que hacía frío y, entre eso y un cierto olor a cerrado, que no se transitaba por él habitualmente. El Secretario entró, y accionó un mecanismo de agujas térmicas que encendió miles de velas, y el espacio se iluminó de repente. Ígur contuvo la respiración.

– La Capilla del Emperador -dijo Vega.

Ígur y el Decano permanecieron inmóviles, y los Caballeros entraron en dos filas, según el orden de alienación en el Preludio de la Rueda, la mitad por un lado y la otra mitad por otro, siguiendo el camino del círculo interior de pavimento y cruzando la puerta de dos en dos, de manera que los dos primeros, que estaban más próximos a la gran puerta, la atravesaron juntos delante, y los dos últimos, que estaban uno al lado del otro al principio y se habían separado diametralmente al recorrer cada cual su semicírculo, se volvieron a juntar al final para entrar a la vez en la Capilla. Como el ceremonial fue tan lento, y la entrada tenía el aire litúrgico de una procesión, el pensamiento de Ígur vagó por los caprichos más inconvenientes, algunos incluso jocosos, por ejemplo qué pasaría si el número de Caballeros de Capilla fuera impar, o, si alguno de los Caballeros va demasiado despacio y deja un vacío entre él y el anterior, su correspondiente simétrico tendría que estar al tanto y hacer lo mismo para no entrar descompasados.

Una vez dentro, aposentados de forma que Ígur y Vega no podían ver, el Secretario hizo una señal, y Vega tomó la mano izquierda de Ígur con su mano derecha, la del neófito con la palma hacia abajo, y la suya de lado, como se coge a una dama, y así, y no bordeando el perímetro del Preludio de la Rueda como los Caballeros, sino directamente por la diagonal, entraron en la Capilla, un espacio perfectamente cúbico, de algo menos de treinta y cuatro metros de arista (lo que, por la altura, excesiva según la costumbre, le confería un ambiente excepcionalmente sombrío y abrupto) sin la menor decoración ni moldura, ni, en definitiva, nada que rompiera la definición geométrica del espacio, llevada la austeridad al extremo de inexistencia de ventanas, suplidas en lo referente a iluminación por palmatorias situadas, para culminar la adusta frialdad del conjunto, a veintiún metros de altura, y sin pantalla ni difusor alguno que mitigase la agudeza metálica sobre el mármol negrísimo de que estaban íntegramente construidos suelo, techo y cuatro paredes, con una única excepción: un gran cristal, de una sola pieza, situado en el centro de la cara de la derecha, y que no llamó la atención de Ígur al principio pero que después, al fijarse en él impaciente por el tedio del larguísimo ritual, se dio cuenta de que no era sino un mirador sobre la Sala de Juicios, donde se había librado su Combate de Acceso el día anterior, el gran espejo que ocupaba uno de los laterales de la Plataforma, cuya naturaleza tenía por misión ocultar al observador situado en la Capilla, que disponía de sillas con brazos para el espectáculo.

El ritual del Acceso a la Capilla, una vez cerrada la puerta, disponía que a continuación se sentaran todos los Caballeros en círculo y, situados el conferidor (en ese caso, el Decano) y el neófito en el centro, uno al lado del otro, y el Secretario aparte, proceder a una larga meditación, sin ninguno de los tradicionales soportes de la liturgia (homilías, incienso, música, invocaciones), eliminados por considerarlos poco serios y nada adecuados al carácter autodisciplinar y rigurosamente consciencial de la Capilla. La meditación era libre y no tenía por qué ser trascendente ni dramática siempre que fuera interior, es decir, inmóvil y silenciosa. Ígur comenzó por observar de reojo el mobiliario, que se limitaba a las sillas que ocupaban los Caballeros, y que debían haber sido calculadas antes, porque no sobraba ninguna, y a un enorme sitial de madera, negra como todo lo que estaba a la vista, asimismo carente de decoración pero con un baldaquín rematado por una estrella metálica, en concreto un icosadodecaedro, también llamado dodecaedro abciso elevado, que Ígur dedujo que debía de corresponder, aunque fuera de forma emblemática, al sitio del Emperador, porque presidía inequívocamente la estancia en el centro de la pared contraria a la del mirador; aparte de eso, nada más; ni una mesa, ni una abertura de ventilación ni de calefacción (al cabo de un rato, en pleno mes de febrero, hacía un frío terrible). Más tarde, Ígur miró al techo, y pensó que si no fuera por el espejo, los muebles y la puerta (la única abertura), sólo las velas y la gravedad distinguirían las seis caras de aquel cubo perfecto, una de las cuales coincidía exactamente con la lateral de la Sala de Juicios, donde fijó su atención Ígur a continuación. El cristal espejado (igual al de la salita de Madame Conti, recordó) tenía por objeto ver sin ser visto, pero todos los presentes en la Capilla en aquel momento habían estado en la Sala de Juicios durante el Combate. ¿Quién había utilizado entonces el mirador? ¿Alguno de los tres Caballeros pretendidamente ausentes? ¿El Apótropo, que también había comunicado su ausencia? Ígur se sobresaltó. ¿O el propio Emperador? Aunque tuviera doce años… ¿dónde estaba el Emperador?, ¿dónde vivía?

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