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Ígur soltó los cubiertos con más desesperanza que rabia, con un cansancio inconmensurable.

– Ya lo entiendo. Soy un insolvente en todos los terrenos. ¡Más valdría que me devolvieseis al Palacio Golring!

Allenair sonrió con resignación.

– No preciso deciros que en lo que decidáis, os ayudaré sin reservas -dijo con suavidad.

– No debo tener muchas alternativas -dijo Ígur, intentando sonreír-, estoy en vuestras manos. -Dejó una pausa dilatada-. ¿Qué ha pasado con mi sello?

– Lo mandaré reclamar a la Agonía de la Prisión, no os preocupéis, y os lo haré llegar a Lauriayan. Entre tanto, tomad el mío. Dejó en la mesa un piedra cuadrada de un azul intenso, con un águila negra en bajorrelieve.

– Pero ¿y vos? -dijo Ígur, mirando el sello sin atreverse ni a tocarlo;

Allenair hizo un gesto de indiferencia.

– Yo vivo medio retirado, prácticamente no lo utilizo. Seguramente el año que viene solicitaré la Magisterpraedicatura -dijo-. Ya me lo devolveréis cuando recibáis el vuestro.

– Como digáis -dijo Ígur, pensando que en el salón central del Palacio, Allenair no se le había antojado precisamente un Caballero medio retirado, pero como en su situación no le veía objeto a desconfiar de la única persona que lo trataba bien en muchos años, no insistió-. ¿Cómo iré a Lauriayan?

– Pasado mañana va hacia allí nuestro amigo Deiri Cotom, ¿lo recordáis, ¿verdad? Podéis ir con él. Mientras tanto, sería un gran honor que aceptaseis ser mi huésped.

– El honor será mío -esbozó una sonrisa forzada-. Nunca olvidaré vuestra comprensión y vuestra ayuda.

Acabaron de cenar, y después Allenair quiso indicarle en persona su dormitorio.

– ¿Necesitáis algo más? -le dijo en el umbral de la puerta.

– No; es decir, sí, quisiera haceros una pregunta. -Allenair esperó atento-. El Emperador… ¿dónde está? Quiero decir, ¿lo habéis visto? ¿Ha hecho alguna aparición pública? Me refiero…

Allenair sonrió y desvió la mirada.

– Queréis decir si existe, ¿verdad? -Ígur no hizo ningún gesto-. Caballero, necesitáis un buen reposo más de lo que yo creía. El Emperador es un atleta, un cazador de primera categoría, un practicante de la pesca submarina insuperable y un esgrimidor tan notable que necesita practicar con los Fiadi Invictos si quiere un rival a su altura.

Decidido a superar la opresión emotiva que no lo abandonaba, Ígur creyó por un instante que ésa era la prueba definitiva que confirmaba sus sospechas.

– Una última cuestión: Sadó… quiero decir Madame Golring -sonrió, incomodado-, vos la tenéis que conocer, esta tarde no erais un extraño en su Palacio -Allenair se mantenía a la expectativa, y cuando Ígur notó que el anfitrión no le concedería el respiro de dar la pregunta por formulada, se armó de valor-: ¿dónde está? ¿Es la amante de los Príncipes, tal como dicen?

– Muy bien. Caballero -dijo Allenair-, vuestra capacidad asociativa mejora, vais recordando. -Dejó una pausa como si buscase la frase precisa-. A Madame Golring no le basta con los Príncipes, es la amante del Emperador.

En la brumosa lejanía del horizonte Sur del Mar de Hierro, contra el exceso sobrecogedor de la luz hiriente, lentamente se definía la silueta azulada de la Isla de Lauriayan, abrupta formación rocosa que desde las ferocidades urbanas de donde procedían maravillaba por la aparente ausencia de la mano del hombre, la falta de indicios de la barbarie que se concede en llamar civilización. A pesar de la poca altura, el helicóptero abrazaba la extensión completa y, aún poco antes de aterrizar en el heliopuerto de la llanura que prolongaba tierra adentro la placidez orográfica de la bahía, era posible ver mar alrededor de toda la Isla hasta que la disminución de la altura interpuso la colina Sudoeste y la Sudeste, que en su cima sostenía, como un nido de águilas, el incomparable Palacio del Conde Gudemann.

Por el camino desde las pistas de aterrizaje, Ígur rompió el silencio que desde Gorhgró le había inspirado la presencia de Deiri Cotom, el enano del que venían tan funestas resonancias, y, a través de la sorpresa corporal que procediendo de Gorhgró infligía el clima tórrido, la breve conversación acentuó la prevención que los dudosos recuerdos habían instalado. Llegaron a la puerta del Palacio, y allí el criado los introdujo en la salita a la que pocos minutos después entró la Condesa Brosmana, una mujer en el inicio de la madurez, con las facciones severamente surcadas por el castigo de los excesos, y en los ojos una rara ebullición, entre extrañada y agresiva.

– Pasad -dijo-, el Caballero Allenair nos ha avisado de vuestra llegada.

Ígur tenía un recuerdo impreciso de la estancia, y todo le parecía cambiado. Le asignaron una habitación en la parte de poniente, abierta al interior de la Isla, desde donde se veía el continente, y allí se aposentó y se quedó, enfrentado a todos los vacíos finalmente recuperados, hasta que le anunciaron la cena.

– Caballero Neblí -dijo Madame Idania, en la cabecera de la mesa-, es para mí un gran honor daros la bienvenida, y expresaros mi sentimiento de satisfacción y el de todos los presentes de que hayáis aceptado nuestra invitación. Sabed que ésta es vuestra casa, y podéis quedaros en ella tanto tiempo como gustéis.

A continuación hizo las presentaciones: a Madame Fulvia y la condesa Brosmana ya las conocía, y además de Cotom había una pareja de mediana edad, Sicander y Bitiana, y dos jovencitos, Niñolius, de ademanes afeminados, y Prepes, de baja estatura y barrigón. Ígur se sentaba a la derecha de Madame Idania, y a su otro lado estaba Deiri Cotom, y en un momento que le pareció que por la animación de la charla no los oía nadie, se le dirigió en voz baja:

– ¿Y el Conde Gudemann?

Cotom lo miró, sorprendido.

– ¿No os lo ha dicho el Caballero Allenair? El Conde murió hace dos meses.

A Ígur se le cayó el alma a los pies.

– ¿Cuándo?

– Es posible que el Caballero Allenair no lo supiera -dijo el enano, con poca convicción-. Por razones que ahora serían demasido largas de explicar, la muerte del Conde se ha mantenido en secreto, y el Caballero Allenair ha estado tan ocupado que muy bien pudiera ser que no se haya enterado.

A lo largo de la conversación, Ígur supo también de la muerte de la señora Melisenda, y que el Magisterpraedi Triddies, de edad muy avanzada, vivía en sus posesiones, radicalmente retirado de cualquier contacto social. Después de cenar, la anfitriona ofreció infusiones y licores en una dependencia acondicionada para una estancia más reposada.

– Así pues, Caballero -se le dirigió con amable discreción-, ¿qué proyectos tenéis en perspectiva?

– Madame -dijo-, creo que el silencio y la meditación, que tan generosamente hacéis posible aquí, serán mis consejeros por un tiempo, y después decidiré, si me queréis continuar honrando con vuestra ayuda.

– ¡Por supuesto! -dijo ella-. La mía y, no lo dudéis, la de todos los presentes.

Ígur miró a su alrededor. El aburrimiento apagaba las facciones de Fulvia y Brosmana, sonrisas apenas esbozadas desdibujaban las de Cotom, Sicander, Bitiana y Niñolius, y Prepes estaba absorto en la contemplación de los reflejos metálicos de la copa que sostenía a contraluz con dos dedos.

– Hemos pensado -dijo Sicander- que, sabiendo por otras fuentes de la extraordinaria vida del Caballero Neblí, nos gustaría mucho oír de su propia voz alguno de los capítulos que él considere más interesantes.

Sicander miró a Niñolius y Brosmana, y los tres contuvieron una sonrisa.

– Seguro que el Caballero está cansado y no tiene ganas de hablar -intervino Madame Idania.

– Al contrario, Señora -dijo Ígur con aplomo-, estaré encantado de complacer a vuestra distinguida concurrencia.

Y ante tan incierto auditorio se adentró en la noche en el relato de la oscura vicisitud del Gran Laberinto de Gorhgró.

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