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Al cabo de pocas horas, ya la costa de la isla a la vista con las primeras luces del alba, un Suboficial se dirigió a Ígur.

– El Nostramo os ruega que vayáis a su despacho.

El Contramaestre lo recibió manipulando el Cuantifícador.

– Caballero, imagino que tenéis intención de continuar hacia el Sur.

Ígur se sentía incómodo.

– Aún no lo sé.

El otro notó la falsedad del terreno que pisaba.

– Estoy en condiciones de ofreceros un barco hasta Nirca.

Era la isla principal del archipiélago, y también la más meridional; Ígur no disponía de mejor alternativa, y tan inseguro estaría en manos de aquel hombre como en las de cualquier otro.

– De acuerdo -dijo.

Los muelles estaban más llenos de Guardias Imperiales que en una parada militar, y el paso de un barco al otro se hizo fuera de puerto, pero justo cuando Ígur acababa de pisar la cubierta del nuevo transporte, apareció a toda velocidad el guardacostas. Pocas cosas podían pasar peores que ser pillado con un rebelde a bordo, así es que el Capitán optó por dar media vuelta y adentrarse mar abierto a toda máquina, acosado por el guardacostas; enseguida se vio que los perseguidores reducían terreno, y una vez ganada cierta distancia empezaron a disparar; cuando se resguardaba tras los contenedores de cubierta, Ígur se vio apuntado por un Oficial.

– Saltad por la borda ahora mismo.

– ¿Qué decís? -la costa estaba ya a una distancia considerable.

– Ya me habéis oído. ¡Abajo!

Ígur no se movía, y el Oficial disparó; Ígur saltó a un lado, y antes del segundo tiro se lanzó al mar sin siquiera rozar la baranda, y una vez en el agua se sumergió tan profundamente como pudo, tan preocupado por si el guardacostas lo habría visto como por si, en cualquier caso, le iba a pasar por encima; cuando se le acabó el aire salió a la superficie en medio de la espuma de los dos barcos que se alejaban a toda velocidad; de lejos vio cómo el primero se paraba y permitía al guardacostas que lo abordase y, absurdamente, porque poco podía hacer, estuvo un rato pendiente de si uno u otro retrocedían para buscarlo. No fue así, y después de contemplar cómo ambas embarcaciones desaparecían cada una por su lado, se encontró en medio de un mar negro y encrespado y a una distancia de la costa capaz de desmoralizar a un campeón de natación de fondo. Se desprendió de todas las armas menos de la pistola láser, que podría resultarle útil si se acercaban tiburones, siempre que no fueran muchos, y se puso a nadar hacia la parte de la costa que le parecía recordar como la más deshabitada.

Hacia el mediodía, nublado y con unas olas cada vez más altas y amenazadoras, Ígur entendía a la perfección por qué a ese paraje lo llamaban el Mar de Hierro, y la raza irreductible y recia que tales escenas habían hecho de los Jéiales, y cuando ya empezaba a desesperar de llegar a una tierra que no parecía ni un ápice más cerca que horas antes, apareció un pesquero. Ígur sabía lo difícil que es localizar una cabeza en medio del mar, incluso en el caso de una búsqueda perseverante, y gritó y gesticuló preparado para verlo pasar de largo. Pero hubo suerte, en la cubierta la tripulación en peso estaba en plena recogida de redes, y alguien lo vio y lo subieron a bordo.

Ígur temía que aquella gente se lo imaginase inmerso en una Fonotontina y lo asesinara para cobrar (en un momento dado se le ocurrió que igual lo estaba de verdad, y todas sus peripecias se explicaban a partir de la participación en una Cubierta), pero no pasó nada sospechoso. Con pocas preguntas, con un desinterés que lo tranquilizó, lo desembarcaron en la isla de Estisa, la más próxima a Rocup de las Jéiales menores; la población eran todo pescadores y alcoholeros, y parecía un rincón del mundo olvidado de las vicisitudes del Imperio. Pero la silueta lejana de Tsetofnol, perfectamente visible en el horizonte Norte, recordaba que los destacamentos de Rocup estaban demasiado cerca como para dar la fuga por terminada. Hasta llegar a la periferia del Imperio no podría empezar a estar tranquilo, y al día siguiente Ígur alquiló un pequeño velero sin tripulación y pasó a la contigua isla de Iap, y de allí a Nirca, escala especialmente delicada porque su gran bahía, con dos puertos naturales, era uno de los principales asentamientos de la Armada Imperial. Ígur buscó una playa desierta de la costa Noroeste, y allí abandonó el velero, porque las corrientes y la distancia hasta Lauriayan hacían suicida una travesía de aquella magnitud en una embarcación tan pequeña y con la poca experiencia marinera de Ígur.

Con barba incipiente y la ropa en no demasiado buenas condiciones, en Nirca Ígur se informó de las posibilidades de llegar a Lauriayan: ningún problema para ir a Sulinis o a Curión, salvo que el barco no partía hasta al cabo de cuatro días. A Ankmar, hasta una semana más tarde. Helicóptero directo a Reibes al día siguiente, pero no podía utilizar el sello para no delatarse, y necesitaba dinero en efectivo, conque decidió atracar la Delegación del Tesoro Imperial. La operación fue tan sencilla que le pareció que cualquier Caballero sin escrúpulos podía sacar tajada; llevarse por delante la media docena de Guardias fue un juego de niños, y como las cajas no se podían abrir más que con todos los sistemas de seguridad liberados, se tuvo que conformar con lo que había en los mostradores, poco menos de ocho mil créditos, más que suficientes para pagar un pasaje de helicóptero. Dedicó una parte a recomponer un aspecto presentable de su persona, y se fue a buscar el billete.

Pero ya a primera vista la situación del heliopuerto lo puso en guardia, lleno de Imperiales en pequeños pelotones con un Oficial de grado medio al frente; en la taquilla no llegó ni a pedir el billete.

– ¡Es él, cogedlo!

Ígur se lanzó hacia atrás en mortal, en medio del fuego cruzado; la Guardia no tenía escrúpulos en disparar en un lugar público, aun a riesgo de herirse entre ellos, y en medio de un estallido de gritos y desconcierto, Ígur saltó al exterior y, en transporte de la Guardia, a punta de pistola se hizo conducir al puerto; allí, como lo habían perseguido con el resto de los vehículos, tuvo que llevarse de rehén a un Oficial, y así subió al barco que se le antojó más rápido, con el Oficial encañonado, y se dirigió al Comandante.

– Salimos hacia Lauriayan ahora mismo -dijo sin contemplaciones.

– Imposible, Caballero -dijo el Comandante-, no tenemos bastante combustible.

Ígur echó una ojeada al muelle, donde se congregaban rápidamente grandes contingentes, a cuyo frente unos cuantos Oficiales tomaban medidas para el asalto del barco.

– ¡Levad amarras! -ordenó Ígur, apuntando al Guardia en primer término.

Así se hizo, y el barco se dirigió hacia la boca del puerto.

– Caballero -dijo el Comandante-, no tenéis ninguna posibilidad; vayamos a donde vayamos, nos perseguirán con helicópteros o con lanchas rápidas y, si tanto interés tienen por vos, serán capaces de hacer explotar el barco entero.

Ígur miró las insignias de Comandante de la Armada Jéial.

– ¿Qué os parece si lo probamos? -dijo-. Quizá les intereséis más vos que yo -y le apuntó después de empujar al Oficial de la Guardia-. ¡A la radio! -Y ya de camino-: ¿Hasta dónde os alcanza el combustible?

– Hasta Guguira, que es lo más cercano -dijo el Comandante-, y muy justo.

– Muy bien -dijo Ígur-, vamos a repostar.

– Imposible, Caballero. El combustible lo controla la Hegemonía, y en el puerto nos recibirán a cañonazos.

– De acuerdo, lo intentaremos.

Se dirigieron hacia allá y, efectivamente, la profusión de fuerzas que se movían en el puerto hizo a Ígur obligar al Comandante a dar media vuelta y, tal y como había sido su primera intención, hacer saber por radio que cualquier aproximación al barco sería inmediatamente respondida con la ejecución de un Oficial; a continuación, Ígur ordenó dirigir la proa hacia Guguira.

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