– Por piedad, no te muevas -dijo Mongrius, viendo que Ígur, de pie entre el público, iba a intervenir-; ¿no ves que esta vez no te lo perdonarán?
Uno de los Guardias subió al escenario con una espada larga y fina y, encaramado al potro quirúrgico, de un solo tajo separó a las siamesas, que cayeron una a cada lado de la plataforma.
– ¡Pasión de despedida! -dijo el Comisario con los brazos en evocación y la mirada hacia lo alto-, ¡benevolencia del adiós, piedad ejemplar del silencio! -Cerró ojos y puños y crispó la voz-: ¡Misericordiosa cúspide de la sangre'!
La contorsionista efectuó una extrema presión expelidora a la vez que el potro continuaba bombeando humores a su interior, ya pura congestión, ya pura roja brillantez de henchimiento, hasta que el cuerpo estalló y roció todo con los líquidos y los colores y olores que llevaba dentro, propios y ajenos, intestinos y visceras esparcidas entre un público sorbedor, y tan sólo una parte del esqueleto de huesos y conductos, en postura irreconocible, quedó de ella en la plataforma; el Guardia mantenía la espada en presentación sobre el pecho de Fei.
– ¡Deteneos! -gritó Ígur, y la Sala quedó pendiente de él-. No sé que esta dama haya dispuesto de la oportunidad que hasta en las horas difíciles el Imperio reconoce a los acusados.
El Duque Constanz tomó la palabra.
– Suponiendo que no haya sido así, entiendo que estáis dispuesto darle tal oportunidad.
Se oyó alguna risa remota; Madame Conti ocupó de nuevo una posición preeminente.
– ¡Está dispuesto! -dijo riendo alguien amparado en la oscuridad del público.
El aire se había impregnado de olores carniceros y perfumes feromonados.
– No lo hagas -suplicó Mongrius, pero Ígur ya no distinguía arrogancia y desesperación entre sus impulsos, ya el recuerdo del asalto al refugio Astreo le había enturbiado el último reducto de prudencia, y se mantuvo inmóvil, estacadas en el último extremo del odio las efusiones de frivolidad sublime y delirio de Sadó y Milana.
– De acuerdo -dijo Constanz, sin mirar cómo los porteadores operarios se llevaban los cuerpos aún sutilmente convulsos de Jónia y Dairi con indolencia echaban serrín sobre la sangre, y sobre el serrín, confeti y lentejuelas-, haremos un Juego de juicio.
– ¡La Ruleta de Atalanta! -rugía la turba aplaudiendo al unísono-, ¡a ras a sangre!
El Duque ordenó silencio con los brazos abiertos, y miró a Ígur.
– Diría que hay un deseo general de ver en acción al héroe enloquecido que enamora a adolescentes furiosas -Ígur sabía que entre el público había agitadores con consignas, y que a buen seguro la escena ya estaba preparada-, de manera que ya que no tenéis inconveniente, cederemos la palabra al señor Comisario de Juegos, quien explicará las condiciones del asalto.
Madame Conti no se perdía detalle, Boris y Rist brindaban rodeados de cortesanas selectivamente desnudas, los músicos retomaban la melodía sincopada, la Guardia doblaba la vigilancia, Rufmus se adelantó.
– Que la pasión que tan noblemente ha exhibido -dijo- sea el instrumento del paladín de la dama; os situaréis capicuado ante su cabeza -hubo un chillido general de excitación, y a un gesto del Comisario reinó un silencio absoluto, segado tan sólo por la refrigeración y los circunloquios mecánicos del potro quirúrgico-; se os concederán tres minutos para conseguir la erección, y tal y como prescriben las normas, el sensor en la garganta de la condenada determinará el momento exacto -señaló una pantalla-; aquí mediréis vuestras fuerzas, porque es donde aparecerá la Ruleta de Atalanta, en forma de círculo dividido en ocho porciones, con una señal luminosa que las recorrerá a velocidad constante; la duración del paso por cada sector será de dos segundos exactos, y le salvaréis la vida a la condenada si la irrumación se produce cuando la señal cruce el sector número 1, marcado en verde -las últimas salpicaduras de bilis goteaban todavía por las plataformas y los aparatos hasta la palestra-; si se produce en cualquiera de los otros siete, ¡la cuchilla la decapitará inmediatamente!
– ¡Afina, Ígur, que ahora eres tú el Guardián! -gritaron desde el público.
– ¡Eso, guarda bien la puerta! -gritó otro.
– Cuidado -prosiguió Rufínus-, a fin, no de aumentar vuestro interés por la ceremonia, porque imaginar tal cosa del Invencible sería una ofensa que cualquiera sabe hasta qué punto está alejada de nuestras intenciones, sino de darle, ¿como diríamos?, una dimensión más personal, el corte se efectuará a ras del mentón y con una inclinación tal que también segará vuestro miembro -el chillido colectivo renació, y el Comisario, desbordado, tuvo que esperar a que amainase-, y no os hagáis la ilusión de retroceder en el último instante, porque el potro ortopédico, ligado a vuestro cuerpo y conectado con un sensor de impulsos nerviosos, lo impedirá impulsándoos hacia adelante la pelvis en el momento adecuado.
El horror putrefacto era una fetidez negra tan real que Ígur no quería identificarla.
– ¡No le ha gustado! -gritó alguien.
– ¡Que se ponga el Anillo de Meleagro! -reclamó algún otro, perdido entre los asistentes.
– ¡Que salga la cola del pavo real! -gritó un tercero.
– ¿El Caballero se considera en un callejón sin salida morfológico? -dijo Rufínus.
– No hay problema -dijo Constanz, y recitó-: «Tiene en la mano el instrumento que no utilizará…»
– Que en este caso equivale -dijo Rufinus- a «¡no tiene en la mano el instrumento que utilizará!»
El público se rió. Ígur no se movía, y el potro quirúrgico se desplegaba obedeciendo a un mecanismo remoto.
– Quizá es que es insuficiente para el Invicto -dijo Constanz-, quizá deberíamos proponer un reto a su altura.
– Estoy a vuestro servicio -dijo el Comisario-; en lugar de tres minutos de preparación, que lo haga en dos minutos.
– El mundo al revés -dijo Boris-, ¡mira por dónde desearás la precocidad!
Hubo un aullido ondeante entre el público.
– Al parecer, el Caballero Neblí se desdice -dijo el Comisario de Juegos.
Ígur no se desplazó, pero todo en su cuerpo delataba la tensión de la alarma.
– No sé si puede -dijo el Duque con una sonrisa estudiada-. Un Caballero que ha despertado expectativas de salvación en una dama… no quedaría nada bien.
– ¿Al vencedor del Laberinto le da miedo un simple Juego de autocontrol y buenos reflejos? -dijo Rist-. Hasta un niño se atrevería.
– Si no sabes responder a su pregunta -dijo Cotom-, siempre puedes intentar engañar al Querubín.
El público aplaudió, y estalló la flautería frigia.
– ¡La pregunta, la pregunta!! -gritaron unos cuantos.
– ¡La Ruleta de Atalanta! -reclamaba otro sector.
– ¡El Fénix, Caballero -dijo Gemitetros-, no es una curiosidad histórica, es la clave que abre la personalización del tiempo, la gran dirección prohibida del mundo!
– ¡Mentira! -gritó Rist-. ¡Tan sólo la muerte es la respuesta personalizada a una pregunta! -Y señaló a su ayudante-: ¡La pregunta!
Ígur exploró posibilidades con la mirada. Complicado huir, peor quedarse.
– ¿En qué te has excedido? -obedeció Cotom-. ¿Qué persigues?¿Qué te queda por hacer?
– ¡No os confundáis, Caballero! -dijo el Duque-. ¡La Esfinge no es el señor Cotom, ni es el Fénix! -el gentío rugía de placer-. ¡Tampoco es el Querubín, tampoco es Mercurio! -se detuvo con prosopopeya-: ¡Es el potro quirúrgico!
El Jefe de la Guardia se adelantó, y a una indicación suya, tres hombres lo siguieron y desplegaron un movimiento envolvente; cuando Ígur se movió, las armas le apuntaban.
– Un paso adelante. Caballero -dijo el Imperial-; vuestras armas.
Ígur obedeció, y lo hicieron subir al estrado del potro quirúrgico.
Explotó en la asistencia un griterío desgarrado.
– El Caballero Neblí -dijo el Comisario de Juegos por el micro autónomo- merece para la Ruleta de Atalanta la ayuda de todo el estímulo que el agradecimiento de un público tan distinguido se digne facilitarle.