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– ¿Ah sí? Quiero saber cuáles. -Y se fue hacia la puerta.

– ¡Pobre amigo mío, por el camino que vas, qué pronto te vas a hacer matar! No te empeñes en confundir cobardía con prudencia, créeme. Guarda fuerzas para la noche, las necesitarás. -Ígur puso la mano en el pomo de la puerta, y Madame Conti lo detuvo-. De la Guardia no sacarás nada en claro, tan sólo cumplen órdenes, y hasta que por la tarde lleguen sus superiores tirarán a matar a todo el que se acerque al catafalco.

Ígur sonrió.

– Muy bien, no nos adelantaremos a los problemas. Iré a ver a Sadó.

– Yo de ti no iría.

– ¿Por qué? ¿También me dispararán a matar?

Madame rió.

– Claro que no, no se trata de eso.

– Pues si se trata de cualquier otra cosa, voy para allá.

– Como quieras -dijo ella, socarrona.

Ígur salió y cruzó el Palacio entre los Guardias armados que, efectivamente, estaban por todos lados para impedir el paso a la zona central. La habitación de Sadó estaba cerrada, e Ígur golpeó la puerta, con suavidad al principio, después con energía.

– ¿Quién es? -dijo la voz de ella.

– Soy yo; ¿podemos hablar un momento?

– Estoy acompañada.

Ígur ya se lo imaginaba, pero aun así sufrió un sobresalto.

– Abre, o echo la puerta abajo.

Ella abrió con el mando a distancia, e Ígur entró. Sadó estaba en la cama, y un individuo de poco menos de veinte años se precipitaba desnudo a un montón de ropa descuidadamente tirada por el suelo, que Ígur reconoció como el uniforme de Oficial de la Guardia Imperial; contra la pared había un arma, y cuando vio al recién llegado ante sí, el Oficial se detuvo y miró a Sadó. Ígur fingió no darse cuenta, y ella no perdió el control.

– Déjalo correr -le dijo a su acompañante.

Ígur puso un pie en la cama y miró a Sadó a los ojos fijamente. El otro individuo no se movía, y sin desviar la mirada, Ígur volvió la cabeza un instante en su dirección.

– Fuera -dijo, deseando con toda su alma que se decidiera a coger el arma y a atacarlo; los amantes se miraron y Sadó asintió con la cabeza; el Oficial cogió la ropa con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco y salió.

– ¿Qué te has creído? -dijo Sadó una vez cerrada la puerta.

– Quizá sea la última vez que podamos hablar tranquilos antes de que…

– ¿Quién te has creído que eres? -continuó ella, lanzada; hablaba bajito, con una suavidad contenida eficazmente amenazadora-. ¿Qué derecho te crees que tienes a venir de esta manera a medianoche a echar a mis amigos de la cama?

Ígur no podía dejar de admirar la firmeza de la mujer indefensa ante un invasor que podía volverse peligroso; encontró que el miedo y la indignación le otorgaban una extraña dignidad, la volvían más bella que nunca.

– Necesito saber unas cuantas cosas.

– No tengo nada que decirte -continuó, y poco a poco Ígur iba sufriendo un intenso odio hacia sí mismo, sintiéndose capaz de caer a sus pies implorando perdón y de ponerse a hacer el amor con ella de inmediato-, y puedes estar seguro de que por cada minuto que pasa mi consideración por ti cae más bajo.

– Dime solamente una cosa: qué tienes contra Fei, y cuál es tu relación con lo que está pasando.

– ¿Qué relación quieres que tenga? Te debes haber vuelto loco. ¿Por qué no te vas a dormir? -dijo Sadó en el mismo tono; las sábanas jugaban con su desnudez, y ella las estiraba hacia arriba con escasa convicción.

Ígur estaba atrapado en un círculo vicioso: el resentimiento le empujaba a insultarla, a herirla de todas la maneras posibles, pero sabía que cuanto más la hiriera, más la alejaría y, ciertamente, eso era lo último que quería, porque el animal que llevaba dentro la deseaba a su lado a todas horas; ¡y ay!, para eso se requería una labor de mansedumbre, de amor y condescendencia que él no podía dedicarle.

– ¿Por qué estás contra Fei? -dijo.

– ¿De dónde has sacado que estoy contra Fei?

Ígur veía que la conversación le llevaba a un odio sin retorno, y se precipitó con un resquemor desesperado.

– Su desaparición te favorece.

– ¡No me hagas reír! -dijo Sadó, palideciendo-. ¿Cómo me puede favorecer la desaparición de alguien a quien he superado en todo?

Ígur notó que había puesto el dedo en la llaga, y todo estaba perdido para siempre.

– Es posible, menos en una cosa: ella es la Reina de los Dos Corazones, y tú nunca llegarás a serlo.

Sadó se rió con la magnífica ferocidad del despecho sin control.

– ¡Me crees incapaz de obtener el corazón de un amante!

Ígur se hundía en el delirio criminal de que querer vencer a Sadó, o aún más, querer ser ella, era quererla.

– Al contrario, te creo capaz de comértelos todos de un bocado; es el tuyo el que no veo por ninguna parte.

Se aguantaron la mirada, e Ígur se sintió finalmente tranquilo en el centro de la desesperanza, en el fondo definitivo de la derrota, y a la vez extrañamente invencible; estuvieron así unos instantes que se les hicieron inacabables a los dos, como si quisieran asegurarse de que nada más iba a modificar el asentamiento decisivo del odio, y, sin prisas, Ígur salió.

Al atardecer, tras un día de cavilaciones en compañía de Isabel, Ígur se mantuvo a la expectativa del inicio de movimientos en el Salón central del Palacio. Hasta las ocho de la tarde la Guardia no permitió la entrada, y entonces Madame ocupó su lugar prominente habitual, especialmente interesada en que, fueran cuales fueran los acontecimientos que los asaltantes hubiesen previsto, el honor y las costumbres del Palacio se le escaparan de control en la menor proporción posible. Cuando Ígur se sumó a ella, entre el público que ya llenaba la sala en casi dos terceras partes se empezaba a distinguir caras conocidas, y el catafalco continuaba intacto y custodiado por Guardias armados.

En la mesa de la presidencia estaba el Barón Uranisor, el Comisario de Juegos Rufinus, Neder Rist y Deiri Cotom, y allí se encaminó Ígur decidido a descubrir qué se preparaba; pero su llegada coincidió con Sadó, engalanada con un vestido rojo y plateado especialmente audaz y espectacular, y fue ella quien centró la conversación.

– Siempre me ha fascinado con qué fulgor meteórico florecen las mujeres -decía Rist mirando a Sadó con un calibramiento visual de sus encantos tan descarado que Ígur no pudo evitar pensar que Fei nunca se habría quedado sin respuesta, o tal vez es que con Fei ya no se les habría ocurrido; y Sadó sonreía encantada.

– Las mujeres ya nacen aventajadas -dijo Boris- y, después, progresan de un hombre al otro; es en un momento indetectable del intervalo cuando se produce el cambio, gestado en las carencias y las exigencias burladas de la última etapa del enamoramiento anterior; todo lo que no había podido ser, todo lo que les había sido reprochado, tal vez incluso por ellas mismas, estalla, medio exorcismo medio iconoclastia, medio escarnio y medio adoración, en la mudada personalidad que acoge la nueva pasión. Es eso lo que hace -miró a Ígur como de paso- que cuando vuelves a verlas te parezcan cargadas de una energía renovadora y feroz, y te encuentres con que sin conflicto, y quizá hasta por iniciativa propia, conceden a otro lo que a ti tan reiteradamente te habían negado.

Ígur miró a Sadó, y ella no dejó de sonreír, como si la escena de la noche anterior nunca se hubiera producido.

– ¿Y los hombres, cómo progresan? -preguntó Neder Rist.

– Los hombres no progresan, sobreviven -dijo Boris, y Mongrius se sumó al grupo; cuando vio a Ígur tuvo un gesto de sorpresa, y con una señal lo llamó aparte.

– ¿Qué haces aquí? -dijo, procurando que nadie los oyera; en pocas palabras Ígur le explicó la situación, y Mongrius no lo dejó acabar-: Has caído en una trampa -miró atrás-; la Conti seguro que actúa de buena fe, pero la han utilizado para atraerte, y tampoco debía poder escoger; lo que me extraña es que no te hayas dado cuenta.

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