Los hombres muertos que habitan en mi interior
para obligarme a que los añore
me muestran al enemigo en mí:
El alma insaciable no puede dejar escapar
ninguna ocasión de ser otra una vez más,
como si volver a cada instante deseado,
reconstruir no tanto la realización
como el propio deseo pudiera abrir el grano
de cada infamia para de él poder así extraer
el fraseo del goce, pero ay:
¿Qué es esta fisonomía
de bárbaro que me ofrezco por renovación?
¡Si ahí el amor es el mismo!
Pero los ojos ya no se molestan
en desnudar tan sutilmente,
de mí mismo se amparan en la brutalidad
de quererme posible, de la impaciencia
que me lleva a repetir de un cuerpo a otro
la misma estrategia del alma,
la misma mentira sin escrúpulos,
derrotado por el desgaste que realimenta esa
necesidad de gritar más para yo mismo oírme,
para volver a ser creíble para mí mismo.
¡Ay que a la bestia no hay quien la pare!
¿Qué tendré el valor de hacer para recobrar
las mañanas de flaqueza, metido
en bares helados de soledad y sueño,
cuando quieres creer que has vencido
a la muerte, pero es el amor quien te ha matado un poco?
¿Qué para retroceder aún más,
a los largos paseos de solitario
privado por mí mismo de decir sentires,
por el miedo a desatar la vida,
a poner deseos en juego? ¿Quién me creerá,
si ahora, tan cansado que me odio,
no soy capaz de creerme ni yo mismo?
¡Si aún me queda la esperanza de no
llegar a convencer a todos de que no es verdad
que ya no soy aquel adolescente,
porque después de constatar
que la soberbia y la exhibición
dan mejor resultado que el mostrarte
honestamente como eres, empecé a fingirlas,
y ahora no sé si aún finjo o he permitido
que de verdad me posean!
¡Y a qué precio!
Creo que he ganado valor, sinceridad,
y en el rechazo de los demás identifico
lo que antes más odiaba en actitudes
iguales a esta mía de ahora.
Ya pertenezco sólo a las lágrimas.
¿Qué culpa tengo yo si mi lenguaje
es como el del carnívoro? ¿Y quién me dice
que al que todos, como yo,
llamamos carnívoro no sufre como yo?
Yo, que he acabado
en el tiempo del esplendor final del clavicémbalo,
debo ser ese carnívoro en verdad,
tal vez aún capaz de dar vida
a sus lomos, si no fuera porque amor y odio
son los caballos de fuego que tiran enloquecidos
de la carreta de hielo del tiempo,
de arrancarme una máscara
tras otra hasta la piel, que sería
la última si… ¡qué más da! Y por espejo, tan sólo
este pobre poema que aquí he cobijado,
en extraño sitio, en dudoso camuflaje
para que sepa verlo aquel que la fortuna desee.
Al tedio germinal retornan bienes y males;
en el mundo que temo
vive el mundo que deseo,
y el que lo aplasta es el mundo que desprecio.