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– Lástima, Caballero, estoy sujeta al contrato. Tendrá que ser en otra ocasión.

Ígur se revolvió en la silla. Sonrió por primera vez, y se levantó dejando casi todo el desayuno.

Era mediodía cuando fue a la cita concertada.

Cuimógino recibió a Ígur Neblí en el restaurante que ocupaba una de las terrazas del margen derecho del tramo del Sarca que al Sudeste del Gorhgró se ensancha en dirección Sur-Norte orientada a una célebre perspectiva del núcleo central de la ciudad, con la conquistada Falera en medio y a sus pies los horizontes tenebrosos, alimento de la leyenda de que en los días claros, uno de los cuales no era ciertamente el que reunía al funcionario y al Caballero, se veían desde allí las nieves perpetuas del Gran Arturo.

Después de los saludos de rigor, y de pedir el almuerzo al final de las obligadas disquisiciones gastronómicas, Cuimógino, con su habitual estilo preocupado, se adelantó a las preguntas de Ígur.

– Vale todo lo que os dije antes de que entraseis en el Laberinto, y desgraciadamente aún ha empeorado. Cuando un equilibrio se pierde, es mejor apartarse de los centros de redistribución hasta que se establezca otro.

– Por lo que veo, los centros de redistribución están en casi todas partes -dijo Ígur, de no demasiado buen humor-. ¿Dónde os parece que debo refugiarme?

– ¿Cuál es vuestra perspectiva actual? -Ígur le explicó brevemente la entrevista con los funcionarios del Príncipe y del Laberinto-. Gozáis de una buena posición, Caballero. Haced el Informe sin demora y sin comprometeros con apreciaciones conflictivas, y mientras tanto disfrutad del éxito, dejaos obsequiar, no entréis en confrontaciones y, sobre todo, no insistáis en las imbricaciones políticas que iniciasteis antes de entrar en la Falera.

Ígur sonrió. Lo que Cuimógino llamaba las imbricaciones políticas era el motivo del encuentro.

– El caso es -dijo, sin demasiada decisión- que querría localizar a algunos amigos que, precisamente, están inmersos en el conflicto actual. -Cuimógino esperaba en silencio-. Estoy muy preocupado por Debrel y Guipria, y también por el Magisterpraedi Omolpus y por Fei.

El funcionario se pasó la mano por la cabeza.

– Madame Conti ya me ha contado el caso que hacéis de mis consejos. Caballero, ya os lo dije la última vez. Por el camino que vais no llegaréis a viejo, creedme. Omolpus debe de estar muerto, y Debrel y su mujer, si no lo están, más les valdría. Respecto a Fei, ahora más que nunca os conviene olvidarla; no tan sólo no se puede hacer nada por ella, sino que cualquier interés que mostréis os resultará gravemente pernicioso.

– Ya me lo dijo Madame Conti -dijo Ígur, resentido-. ¿Seguía instrucciones vuestras?

Cuimógino rió.

– Seguía su sentido común, amenizado por los tres registros que la Guardia del Príncipe Bruijma ha hecho en su Palacio.

– ¿Y Sadó? ¿Qué peligro me amenaza a su lado?

El funcionario lo miró con una curiosidad divertida.

– Sadó es mucho menos peligrosa, porque el Secretario del Duque Virbelgurd, y hasta el propio Duque, carecen del poder de Bruijma y de los Meditadores. Pero el peligro de Sadó -lo miró con acritud- es más, digamos, personal.

– ¿Ah sí? -de repente Ígur tuvo una sospecha-. Tal vez la conocéis íntimamente.

Cuimógino palideció.

– Caballero, me tengo por hombre de honor, por tanto me permitiréis que no entre en consideraciones privadas acerca de una dama.

– ¡Vaya, o sea que es que sí! -dijo Ígur para sí, abandonándose al sobresalto a la vez que arrepentido de haberse puesto en evidencia.

Se hizo un silencio incómodo.

– Ya os dije lo que tenía que deciros acerca de Sadó; en cualquier caso, no es cuestión de vida o muerte, como en el caso de Debrel, Guipria y Fei.

Ígur se dio cuenta de que la conversación no aportaba nada nuevo a su composición de lugar. Sirvieron el almuerzo, y la única novedad era saber que tenía ante sí a otro amante de Sadó. Divagaron sobre la contingencia del Imperio, Cuimógino esforzándose por aportar visiónes no subsidiarias de los tópicos, Ígur imaginándoselo mojándose encima de su amada.

– ¿Y las investigaciones, cómo van? -le dijo, provocadoramente-. ¿Cómo van las cosas por la Hegemonía?

Cuimógino no esperaba esa pregunta, pero la ocasión de desviar la conversación no le desagradó.

– Caballero, estamos en un momento decisivo para los próximos treinta años del Imperio, y sólo os puedo avanzar que la clave de la situación son las relaciones entre los Astreos y el Príncipe Bruijma, que se han embarcado en una partida de póquer particular; mientras dure, cualquier cabeza que estorbe caerá sin contemplaciones, y los que queden serán los dueños. Por lo tanto se trata de pasar desapercibido un tiempo, de sobrevivir, con la seguridad de que vendrán aires más tranquilos y paisajes más seguros.

– ¿Y Ixtehatzi? -preguntó Ígur.

– Ixtehatzi está acabado.

– Oigo decir eso desde que llegué a Gorhgró. Debía ser mucho Ixtehatzi, para que cueste tanto acabarse.

– Ixtehatzi pertenece a una familia de Príncipes yrénidas (por lo tanto, es un noble ario), y cuando se inició en la política, su clan lo abandonó, así es que todo lo logró solo, con la ventaja posterior de que todo lo había obtenido por méritos propios, así es que una vez accedió a la Apotropía de la Capilla y, aún más, a la Hegemonía, su retorno a la consideración dinástica fue triunfal, y al poder entre los dignatarios se unió su influencia sobre la nobleza, que aún hoy perdura. Eso quiere decir que por más que ahora esté arterioesclerótico, diabético, sordo, medio ciego, amnésico y tembloroso, en torno a él hay una red de intereses tan potente que hasta que no se aguante en pie lo mantendrán a la cabeza de la Hegemonía.

– Tengo entendido que no tiene más de setenta años.

– Tiene más de setenta años. No muchos más, pero tiene más. Pero el problema es la manera cómo los ha vivido. Caballero, la lacra de la inteligencia y la vitalidad es una inquietud voraz y una insatisfacción galopante, y el alimento de todo eso son las cuarenta y nueve caras del vicio. El Hegémono las ha conocido todas, y ahora las paga con una vejez decrépita.

Ígur evocó la firmeza de Arktofilax, la delicadeza de Debrel, la magnificencia de Gudemann; ¿ellos no habían conocido las caras del vicio? ¿Qué vejez se le daba a escoger al Caballero campeón del Laberinto?

– Os agradezco mucho vuestra ayuda -dijo Ígur al final del almuerzo.

– Caballero -dijo Cuimógino-, ninguno de nosotros es un espíritu puro, y me hago cargo de los abismos que se pueden abrir entre vos y yo, pero quiero que sepáis que las deudas de estimación no se saldan en una vez ni en cien, y que me tenéis a vuestra disposición para todo aquello en lo que os pueda ayudar.

Y así se separaron.

En su habitación, Ígur encontró una citación para el cónclave de la Capilla al cabo de tres días, para la elección de un nuevo Decano; a pesar de que conocía a pocos Caballeros, y de las intrigas internas de la Capilla tampoco sabía gran cosa, decidió ir. Sería una buena contingencia para tomarle el pulso a la situación, porque seguro que los actuales poderosos intentarían situar a sus acólitos al frente de una institución tan conspicua.

Más tarde, la soledad lo fue aplacando. Cada vez se sentía menos héroe temerario y más vagabundo perdido. Recordó a los payasos que, antes del Laberinto, acostumbraban a rondar por el portal de su casa. Los dos habían desaparecido. Intentó dormir, pero no podía, no se libraba del ahogo turbador del recuerdo de Debrel, Guipria, Omolpus y Fei; se sintió deudor de fuerzas de amor, deudor del tiempo pasado y de un sentido de la justicia que, aunque era fácil cuantificar en términos objetivos, se escapaba a toda dimensión racional, y bañado en lágrimas decidió con toda la solemnidad interior que, por encima de las rentas del Laberinto y de tener que llevar la exigencia hasta el final, iría a buscar y a encontrar a sus amigos, y en caso de que les hubiera pasado algo irreparable, perseguiría a los responsables aunque se hubieran refugiado en los brazos del mismísimo Emperador.

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