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Pero tuve una idea repentina; salí al corredor.

– ¡Angeline! -llamé, y me llegó una respuesta poco clara desde algún lugar en los pisos superiores. Subí la escalera, dos o tres pisos, hasta encontrarla, junto a Abal, esperándome en uno de los descansos. Me detuve, jadeante.

– ¿Qué quieres? -preguntó, con desconfianza.

– ¿Tienes aguja e hilo oscuro? -pregunté. Ambos soltaron una carcajada. Angeline buscó en su cartera.

– No -dijo, moviendo la cabeza-. Pero luego te llevaré. O mejor, si lo deseas, te coseré yo lo que haga falta.

– También llevaré mis cosas -dijo Abal-. Hemos resuelto ir a vivir a su pieza. Lo discutimos largamente.

Angeline lo apoyó:

– Ayer le diste permiso, ¿recuerdas? -yo asentí; de todos modos me daba lo mismo. Realmente me había desentendido de ambos; ahora sólo quería coser el saco, el único que me quedaba, mientras esperaba la puesta de sol.

– ¿A qué hora sale el sol? -pregunté. Angeline rió.

– A las siete, o a las ocho -dijo, y me tocó la punta de la nariz con el índice, añadiendo-: murciélago, murciélago.

– A las ocho, o a las ocho y media -precisó Abal. Luego siguieron subiendo las escaleras. Yo bajé.

"Claro -pensé-, Angeline tiene que saberlo. Aunque no me haya visto, tiene que saberlo. Nadie que no tenga alas puede reaparecer después de caerse de un séptimo piso."

Me fastidiaba la idea de que alguien lo supiera. Pero si lo sabía Angeline, también lo sabría Abal. Y con todo lo que hablaba ese hombre ya pronto lo sabría todo el mundo, incluyendo al cura. Se me antojó que todo eso era peligroso, que intentarían detenerme, evitar que me fuera.

"Les debo dinero" -pensé, y me sentí preocupado. Traté de consolarme, pensando que Angeline había dicho "murciélago" por algún otro motivo, pero no pude imaginar ninguno.

Volví a mi pieza y comencé a recorrerla, nervioso, y sin saber qué hacer.

– ¿Se puede? -pregunta una voz a mis espaldas. Me doy vuelta y veo a la presunta prostituta, que ha dado ya un par de pasos dentro de la habitación-. Vi la puerta entornada -agregó, explicando-. ¿No está Angeline?

– No -respondo-. Fue a almorzar.

– Ah -dice-. ¿Me permites?

Se sienta en la silla y cruza las piernas. Luego busca en la cartera y saca un paquete de cigarrillos que me extiende.

– Gauloises -digo, tomando uno; siento que en mi memoria se agita algo, algún recuerdo que quiere salir a la superficie. Pero vuelve a hundirse sin que pueda atraparlo. Ella me acerca un encendedor, y ambos encendemos nuestros cigarrillos. La primer bocanada me produce un acceso violento de tos.

– Creo que hace muchos años que no fumo -digo, un poco avergonzado de la tos.

– Tienes cara de bebé -me dice, sin que al parecer venga al caso-. La piel rosada y el cráneo cubierto de una suave pelusa rubia, y la frente abultada y los ojos de víbora.

– ¿Ojos de víbora? -pregunto, sorprendido- ¿Tienes un espejo?

– No. No permiten espejos, aquí. Pero créeme que tienes ojos de víbora.

Hay una larga pausa; fumamos, y yo pienso en estas últimas palabras. ¿Se habría producido realmente un cambio en mí? ¿Frente abultada? Pienso que me están haciendo un tratamiento similar al del viejo Abal, y que la primera medida, apenas salga de aquí, será buscar un espejo. Me prometo, mientras tanto, no hacerles el juego -suponiendo que me estén haciendo ese tratamiento- y no preocuparme por el asunto, por lo menos no preocuparme demasiado.

Miro a la mujer, y pienso que realmente es una prostituta, por la manera de vestir y de pintarse y por su comportamiento; sin embargo, la forma de hablar contradice esta sensación. Se me ocurre que puedo averiguarlo, y busco alguna fórmula de preguntárselo que no resulte agresiva.

– ¿Eres amiga de Angeline?

– No exactamente.

– Angeline -digo- se porta mal conmigo -muevo la cabeza tristemente-. Sabes, me pertenece, así lo ha dicho el cura, y le han pagado una buena suma (que por supuesto les debo), y sin embargo elude acostarse conmigo, y la única vez que lo ha hecho, bueno, lo hizo de mala gana, con malas maneras. No estoy satisfecho -añado, y espío sus reacciones.

Su rostro permanece impasible. Se limita a asentir, como escuchando algo que no le interesa mucho. Debo ser más directo.

– Le pedí al cura que me enviara otra mujer, pero me dijo que no era posible, ya que me había sido dada Angeline… Concretamente, le había pedido que te enviara a ti… Bueno -agrego, confusamente, al no percibir ninguna reacción-, ayer, cuando estuviste con aquella otra mujer y esos dos hombres, me habías prometido venir hoy…

– Y aquí estoy, ¿no es así? -dice, con una sonrisa-. Pero creo que te equivocas -se levanta de la silla y va hasta la puerta; la abre y espía hacia el corredor. Ahora va hasta la puerta del baño y también espía hacia adentro-. No soy una prostituta -dice, acercándose y bajando la voz-. Creo que puedo decírtelo, ya que eres extranjero. Pertenezco a la Resistencia. Me he disfrazado de prostituta porque es la única forma de poder entrar y salir de aquí libremente; y aquí hay muchos contactos…

– ¿Resistencia? -pregunto, sin entender. La verdad es que no tengo la menor idea de los problemas políticos actuales.

– Oh, de dónde vienes -pregunta incrédula-. ¿No sabes que los alemanes han tomado Polonia, y que su próximo objetivo es París? ¿Que ya se acercan las tropas, que ya han pasado la frontera?

Sacudo la cabeza.

– No, no sabía nada -siento un profundo desaliento-. ¡La guerra otra vez! -agrego, dejándome caer en una silla.

– ¡La guerra otra vez! -exclamó ella en tono de burla-. ¡La guerra siempre!

Yo pensaba, honestamente, que todo aquello había sido superado. Me invade un cansancio extremo, superior incluso al cansancio del viaje en ferrocarril. Me muerdo los labios.

La muchacha se me acerca y me apoya una mano pequeña y fresca en el cráneo. Levanto la vista y sorprendo una mirada muy extraña, de una profundidad mística, que de inmediato cambió por otra, risueña; y en seguida desvía los ojos. Fue tan breve ese instante que luego dudé de lo que había visto, o tal vez de las connotaciones que yo le había añadido.

– Me llaman Sonia -dice-. Si precisas ayuda…

– ¿Cómo puedo salir de este lugar? Tengo ganas de andar por París, de respirar aire fresco, de salir de esta pieza que odio.

– No es difícil -responde-. Puedo conseguirte un sombrero y lentes negros, y saldrás del brazo conmigo, como si fueses un cliente casual que hubiese conseguido. No creo que recuerden que entré sola, ni que te reconozcan.

– Muy bien. ¿Cuándo salimos?

– Cuando quieras. Ahora mismo conseguiré el sombrero y los lentes.

– Bien; cuando antes, mejor. Y si puedes, también un saco -digo, recordando el estado del mío.

Va hasta la puerta, la abre, luego vuelve a cerrarla y se me acerca otra vez.

– Oye -dice, en voz baja-. ¿No quieres unirte a nosotros?

Muevo la cabeza.

– No puedo. Estoy muy cansado. Muy confuso. Es la… -me sobresalté; iba a decir "es la cuarta guerra que soporto", aunque no podía recordar con precisión haber participado en ninguna. No dije nada más.

– ¿Pero me permitirás utilizarte, favor por favor, para enviar un mensaje?

– Creo que sí. Creo que sí.

Esta vez salió y cerró la puerta.

Me quedé pensando en el asunto de las cuatro guerras, pero no recuerdo más que algunos titulares enormes en los periódicos, muchos años atrás, algunos de color rojo, anunciando victorias o derrotas, sin poder precisar con exactitud de qué se trata.

– Son muchas cosas -me digo, abrumado, dejando caer la cabeza sobre el pecho-. Muchas cosas para averiguar, para unir, para formar con ellas un mundo coherente… Necesito un espejo, necesito que venga la noche y partir, necesito información política…

Y tengo la certeza de que todo eso tampoco me va a servir de nada.

Afortunadamente Sonia vuelve en seguida. Me pongo el saco, el sombrero y los lentes negros -redondos, que me parece que me dan un aspecto anticuado o ridículo-; el sombrero me queda un poco grande; pero creo poder llevarlo con dignidad. El saco me cae bien.

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