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El veco Rubinstein me respondió:

– Muchacho, ya verás que el Partido no olvida. Oh, no. Al final descubrirás una pequeña sorpresa muy aceptable. Espera y verás.

– Sólo reclamo una vesche -criché- y es estar normal y sano como en los tiempos starrios, tener mi malenca diversión con verdaderos drugos, y no los que se llaman así y en realidad no son más que traidores. ¿Pueden darme eso, eh? ¿Hay un veco que pueda hacerme como era antes? Eso quiero, y eso necesito saber.

Cashl cashl cashl tosió este Z. Dolin. -Un mártir de la causa de la Libertad -dijo-. Tienes que hacer tu parte, y no olvidarlo. Entretanto, te cuidaremos. -Y comenzó a palmearme la ruca izquierda como si yo fuese un idiota, sonriéndome como besuño. Yo criché:

– Dejen de tratarme como si quisieran aprovecharse de mí y nada más. No soy un idiota ni haré lo que ustedes me manden, estúpidos brachnos. Los prestúpnicos comunes son estúpidos, pero no soy común ni lerdo de entendederas, ¿me slusan?

– Lerdo -dijo F. Alexander, casi musitando-. Lerdo. Yo he oído ese nombre. Lerdo.

– ¿Eh? -dije-. ¿Qué tiene que ver el Lerdo con todo esto? ¿Qué sabe usted del Lerdo? -y luego exclamé:- Oh, que Bogo nos ayude. -No me gustaba la expresión de los glasos de F. Alexander. Me acerqué a la puerta, porque quería subir, ponerme los platis y dejar la casa.

– Casi podría creerlo -dijo F. Alexander, mostrando los subos manchados, y una expresión enloquecida en los glasos-. Pero cosas así son imposibles. Cristo, si así fuera lo mataría, lo aplastaría, por Dios que sí.

– Vamos -dijo D. B. da Silva, calmándolo, golpeándole el pecho como si fuese un perrito-. Eso es historia antigua. Fue otra gente. Ahora hemos de auxiliar a esta pobre víctima. Es necesario, en beneficio del futuro y la Causa.

– Voy a buscar mis platis -dije al pie de la escalera-, quiero decir la ropa, y luego me marcho odinoco. Quiero decir que estoy agradecido a todos, pero tengo que vivir mi propia chisna. -La verdad, hermanos, quería salir de ahí de veras scorro. Pero Z. Dolin dijo:

– Ah, no. Te tenemos, amigo, y no pensamos dejarte. Ven con nosotros, ya verás que todo se arregla. -Y se acercó para aferrarme otra vez el brazo. Hermanos, pensé luchar, pero la idea de pelear provocó el malestar y en seguida la náusea, de modo que me quedé quieto. y entonces vi otra vez los glasos como enloquecidos de F. Alexander, y dije:

– Lo que ustedes digan, porque me tienen en sus rucas. Pero empecemos y terminemos de una vez, hermanos. -La verdad, ahora quería salir de ese mesto llamado HOGAR. Estaba empezando a no gustarme ni un malenquito la mirada de los glasos de F. Alexander.

– Bien -dijo este Rubinstein-. Vístete y salgamos. -Lerdo lerdo lerdo -murmuraba F. Alexander-.

¿Qué o quién era este Lerdo? -Subí de veras scorro y me vestí en dos segundos justos. Luego salí con estos tres y me metí en un auto. Rubinstein a un lado y Z. Dolin haciendo cashl cashl cashl al otro, y D. B. da Silva manejando, y fuimos a la ciudad y a un edificio que en realidad no estaba muy lejos del bloque donde yo había vivido.- Vamos, muchacho, baja -dijo Z. Dolin, tosiendo de modo que el cancrillo que tenía en la rota le brilló como un horno malenco-. Aquí te instalarás. -Entramos, y en la pared del vestíbulo había otra de esas vesches de la Dignidad del Trabajo, y subimos en el ascensor, y nos metimos en una casa que era como todas las casas de todos los bloques de la ciudad. Muy muy malenca, con dos dormitorios y un cuarto para vivir-comer-trabajar, pero aquí la mesa estaba cubierta de libros y papeles y tinta y botellas y toda esa cala.- Éste es tu nuevo hogar -dijo D. B. da Silva-. Instálate, muchacho. Comida encontrarás en la alacena. Hay piyamas en un cajón. Descansa, descansa, espíritu perturbado.

– ¿Eh? -pregunté, porque no ponimaba muy bien lo que me decía.

– Perfectamente -dijo Rubinstein, con golosa starria-. Ahora te dejamos. Tenemos que hacer. Después vendremos a verte. Pasa el tiempo la mejor posible.

– Una cosa -tosió Z. Dolin cashl cashl cashl-. Habrás observado lo que se movió en la torturada memoria de nuestro amigo. F. Alexander. ¿Tal vez, por casualidad…? Quiero decir, ¿tú…? En fin, ya sabes lo que quiero decir. No ahondaremos el asunto.

– Ya he pagado -repliqué-. Bogo sabe bien que pagué por todo. Pagué no sólo por mí sino por esos brachnos que se decían mis drugos. -Me sentía irritado, y empecé a tener náuseas.- Me recostaré un poco -dije-. Pasé cosas terribles, de veras.

– Así es -dijo D. B. da Silva, exhibiendo los treinta subos-. Descansa.

Y se marcharon, hermanos. Fueron a ocuparse de sus asuntos, que según me pareció eran la política y toda esa cala, y yo me recosté, completamente odinoco y muy tranquilo. Ahí estaba acostado, con la corbata suelta. También me había descalzado los sabogos , y me sentía muy aturdido y sin saber qué clase de chisna me esperaba. Y toda clase de cosas me pasaban por la golová, cosas de los diferentes chelovecos que había conocido en la escuela y en la staja, y de las diferentes vesches que me habían ocurrido, y de que en todo el bolche mundo no había un solo veco en quien uno pudiese confiar. Y entonces medio me dormí, hermanos.

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