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– Bueno bueno bueno bueno bueno bueno bueno. El pequeño Alex en persona. Tanto tiempo que no nos videamos, ¿eh, drugo? ¿Cómo te va? -Yo estaba aturdido, y el uniforme y el schlemo me impedían videar quién era, aunque el litso y la golosa me parecían conocidos. Entonces volví los glasos hacia el otro, y sobre ese de litso sonriente y besuño, no tuve dudas. Entonces, todo entumecido y cada vez más aturdido, volví los ojos al que decía bueno bueno bueno. Reconocí nada menos que al gordo y viejo Billyboy, mi antiguo enemigo. El otro, por supuesto, era el Lerdo, que había sido mi drugo y también el enemigo del gordo cabrón Billyboy, pero que ahora era un militso con uniforme y schlemo, y látigo para mantener el orden. Exclamé:

– Oh, no.

– Sorprendido, ¿eh? -y el viejo Lerdo largó la vieja risotada que yo recordaba tan joroschó.- Ju ju juju.

– Imposible -dije-. No puede ser. No lo creo.

– La evidencia de los viejos glasos -sonrió Billyboy-. No nos guardamos nada en la manga. Aquí no hay trucos, drugo. Empleo para dos que ya están en edad de trabajar. La policía.

– Ustedes son muy jóvenes -dije-. Demasiado jóvenes. No aceptan militsos de esa edad.

– Éramos jóvenes -dijo el viejo militso Lerdo. Yo no podía creerlo, realmente no podía.- Eso éramos, joven drugo. Y tú siempre fuiste el más joven. Y aquí estamos ahora.

– No, es imposible -dije. Y entonces Billyboy, el militso Billyboy en quien yo no podía creer, dijo al joven militso que me sujetaba, y a quien yo no conocía.

– Rex, será mejor si cambiamos un poco el sistema, me parece. Los muchachos serán siempre muchachos, como ha ocurrido toda la vida. No es necesario que vayamos ahora a la estación de policía, y todo lo demás. Este joven ha vuelto a los viejos trucos, los que nosotros recordamos muy bien, aunque tú, naturalmente, no los conoces. Atacó a los ancianos y los indefensos, y ellos tomaron las correspondientes represalias. Pero tenemos que decir nuestra palabra en nombre del Estado.

– ¿Qué significa todo esto? -pregunté, porque casi no podía creer lo que llegaba a mis ucos-. Hermanos, fueron ellos los que me atacaron. Ustedes no querrán ayudarlos, no pueden. No puedes, Lerdo. Fue un veco con quien jugamos una vez en otra época, y ahora ha buscado una malenca venganza después de tanto tiempo.

– Lo de tanto tiempo es cierto -dijo el Lerdo-. No recuerdo muy joroschó aquellos días. Y además, no vuelvas a llamarme Lerdo. Llámame oficial.

– Bueno, basta de recuerdos -dijo Billyboy asintiendo. No era tan gordo como antes-. Los málchicos perversos que manejan las britbas filosas… bueno, hay que tenerlos a raya. -Y los dos me sujetaron muy fuerte y casi me sacaron en andas de la biblio. Afuera esperaba un auto de los militsos, y el veco que llamaban Rex era el conductor. Me tolchocaron al meterme en el asiento de atrás, y no pude dejar de pensar que en realidad todo parecía una broma, y que en cualquier momento el Lerdo se quitaría el schlemo de la golová y largaría el jajajaja. Pero no lo hizo. Dije, tratando de dominar el straco dentro de mí:

– Y al viejo Pete, ¿qué le pasó? Triste lo de Georgie. Slusé lo que le pasó.

– Pete, ah, sí, Pete -dijo el Lerdo-. Me parece recordar el nombre. -Vi que estábamos saliendo de la ciudad, y pregunté:

– ¿Adónde se supone que vamos?

Billyboy volvió la cabeza en su asiento para decir: -Todavía hay luz. Un pequeño paseo por el campo, desnudo en el invierno, pero solitario y hermoso. No siempre conviene que los liudos de la ciudad videen demasiado los castigos sumarios. Las calles tienen que mantenerse limpias, y de distintos modos. -Y Billyboy miró de nuevo hacia adelante.

– Vamos -dije-. No entiendo. Los viejos tiempos están muertos y enterrados. Ya me castigaron por lo que hice. Y me han curado.

– Eso mismo nos leyeron -contestó el Lerdo-. El jefe nos leyó todo. Dijo que era un sistema magnífico.

– Te lo leyeron -le dije, con un poco de malignidad-. Hermano, ¿de modo que eres todavía muy lerdo para leer solo?

– Ah, no -dijo el Lerdo, muy suavemente, como lamentándolo-. No debes hablar así. No hables más así, drugo. -Y me descargó un bolche tolchoco en el cluvo, y el crobo rojo rojo comenzó a salirme goteando goteando de la nariz.

– Nunca me gustaste -dijo con amargura, limpiándome el crobo con mi ruca-. Siempre me sentí odinoco.

– Aquí, aquí -dijo Billyboy. Estábamos en el campo, y solamente se veían los árboles desnudos y como unos pájaros lejanos y escasos, y a la distancia una máquina agrícola que hacía chumchum. Anochecía ya, pues estábamos en pleno invierno. No se veían liudos ni animales. Solamente los cuatro-. Afuera, querido Alex -dijo el Lerdo-. Aquí te levantaremos un malenco sumario.

Y mientras duró todo, el veco conductor se quedó sentado frente al volante del auto, fumando un cancrillo y leyendo un malenco librito. Tenía encendidas las luces del auto para poder videar, pero no se dio por enterado de lo que Billyboy y el Lerdo le hacían a Vuestro Humilde Narrador. No daré detalles, pero todo fue jadeos y porrazos contra este fondo de máquinas agrícolas que zumbaban y el tuituituitititi en las ramas nagas. Se podía videar un hilo de humo a la luz del auto; y el conductor volvía tranquilamente las páginas. Y estuvieron sobre mí todo el tiempo, oh hermanos míos. Luego, Billyboy o el Lerdo, no podría decir cuál de los dos, observó: -Ya es bastante, drugo, me parece, ¿no crees? -Así que me dieron un tolchoco final en el litso cada uno y caí y quedé tendido en la hierba. Estaba frío, pero yo no lo sentía. Después se limpiaron las rucas y volvieron a ponerse los schlemos y las túnicas, que se habían quitado, y regresaron al auto.- Te videaremos otra vez, Alex -dijo Billyboy, y el Lerdo largó una de sus risotadas de payaso. El conductor terminó la página que había estado leyendo y apartó el libro; luego el auto arrancó y todos se alejaron en dirección a la ciudad, y mi drugo y mi ex enemigo agitaron las manos como despedida. Pero yo me quedé allí, deshecho y agotado.

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