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El mesto, starrio y caloso, tenía dos partes, una para los libros que prestaban, y otra para leer, con atriles de gasettas y revistas, y yo no recordaba haber estado allí sino cuando era un málchico malenco, a la edad de seis años. Los vecos, muy starrios, tenían en los plotos un vono de vejez y pobreza; estaban de pie frente a los atriles de las gasettas, resoplando y eructando y goborando entre dientes, y volviendo las páginas para leer con tristeza las noticias, o sentados a las mesas mirando las revistas o fingiendo leerlas, algunos dormidos y uno o dos roncando de veras gronco. Al principio casi no pude recordar qué quería, y después comprendí un poco impresionado que había iteado aquí buscando el modo de snufar sin dolor, así que me acerqué al estante de las vesches de consulta. Había muchos libros, pero ninguno tenía un título, hermanos, que me sirviera realmente. Saqué un libro de medicina, pero cuando lo abrí estaba lleno de dibujos y fotografías de heridas y enfermedades horribles, y ahí nomás empecé a sentirme un poco enfermo. Así que lo devolví a su sitio y retiré el libro grande que llaman Biblia, creyendo que me haría sentir un poco mejor, como había ocurrido en los viejos tiempos de la staja (en realidad no había pasado tanto tiempo, pero ahora me parecía que era mucho), y me acerqué vacilando a una silla. Pero lo único que encontré fueron cosas acerca de castigar setenta veces siete, y la historia de un montón de judíos que se maldecían y tolchocaban unos a otros, y todo eso me trajo náuseas otra vez. Así que casi me echo a llorar, y un cheloveco muy starrio y raído sentado enfrente me preguntó:

– ¿Qué pasa, hijo? ¿Qué problema es ése?

– Quiero snufar -dije-. Ya tengo suficiente, eso me pasa. La vida es demasiado para mí.

Un veco starrio que leía a mi lado dijo: -Shhhh- sin apartar los glasos de una besuña revista, llena de vesches bolches y geométricas. El otro cheloveco dijo:

– Eres demasiado joven para eso, hijo. Caramba, tienes la vida por delante.

– Sí -dije con amargura-. Como un par de grudos artificiales. -El veco que leía la revista dijo «Shhhh» otra vez, pero ahora levantó los glasos y algo nos hizo clic en las golovás. Videé quién era. Y el otro dijo con voz muy gronca:

– Por Dios, nunca olvido una forma. Jamás olvido la forma de nada. Por Dios, cerdo inmundo. Ahora te tengo. -Sí, cristalografía. Eso era lo que había retirado de la biblio aquella vez. Los dientes postizos aplastados verdaderamente joroschó. Los platis desgarrados. Los libros rasreceados, y todos eran de cristalografía. Hermanos, se me ocurrió que lo mejor era salir de allí realmente scorro. Pero el starrio y viejo cheloveco se había puesto de pie, crichando como besuño a todos los starrios y viejos tosedores que miraban las gasettas frente a la pared, y a los que dormitaban sobre las revistas en las mesas.- Lo tenemos -crichó-. El cerdo perverso que destruyó los libros de cristalografía, obras raras, obras que es imposible conseguir de nuevo. -Y todo lo decía con un chumchum realmente enloquecido, como si el viejo veco hubiese perdido de veras la golová.- Un ejemplar especial de esas bandas de jóvenes bestias cobardes -crichó-. Aquí, entre nosotros, y en nuestro poder. Él y sus amigos me golpearon, me patearon y derribaron. Me desnudaron y destrozaron la dentadura. Se rieron viendo cómo yo sangraba y gemía. Y me despidieron a patadas, mareado y desnudo. -Como ustedes saben, hermanos, eso no era del todo cierto. Le dejamos algunos platis, y no estaba completamente nago.

Entonces yo criché: -Eso fue hace más de dos años. Después me castigaron y he aprendido la lección. Vean allí… mi foto está en los diarios.

– Castigo, ¿eh? -dijo un dedón que parecía un ex soldado-. Habría que exterminarlos a todos ustedes. Como si fueran una plaga maligna. Sí, no me vengan con castigos.

– Está bien, está bien -dije-. Todos tienen derecho a opinar. Perdónenme todos, ahora tengo que marcharme. -Y empecé a salir de este mesto de viejos besuños. Aspirina, no se necesitaba más. Se podía snufar con cien aspirinas. Aspirina que se compraba en la vieja farmacia. Pero el veco de la cristalografía crichó:

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