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– La violencia engendra violencia -dijo el jefe militso con voz untuosa-. Se resistió al arresto legal.

– Aquí termino yo, sí -repitió P. R. Deltoid. Me observó con glasos muy fríos, como si ahora yo fuese una cosa y ya no un chevoleco muy cansado, ensangrentado y apaleado-. Tendré que presentarme en la corte, mañana, supongo.

– No fui yo, hermano, señor -dije, un malenquito lloroso-. Defiéndame, señor, tan malo no soy. Señor, los otros me traicionaron y me llevaron por mal camino.

– Canta como un jilguero -dijo burlón el jefe de los militsos.

– Hablaré ante el tribunal -dijo fríamente P. R. Deltoid-. Allí estaré mañana, no te preocupes.

– Si quiere darle un buen golpe en la trompa, señor -dijo el jefe de los militsos-, no se preocupe por nosotros. Lo tendremos sujeto. Seguro que fue una tremenda decepción para usted.

Entonces P. R. Deltoid hizo algo que yo jamás hubiese creído, un hombre que tenía como función convertirnos a los maluolos en chelovecos realmente joroschós , y sobre todo con los militsos alrededor. Se acercó un poco y escupió. Escupió. Me escupió en el litso, y después se limpió la rota húmeda y escupidora con el dorso de la ruca. Y yo me limpié y me limpié y me limpié el litso escupido con el tastuco ensangrentado, y le dije: -Gracias, señor, muchas gracias, señor, eso fue muy amable de su parte, señor, muchísimas gracias. -Y ahí P. R. Deltoid salió sin decir un slovo más.

Entonces los militsos se dedicaron a preparar una larga declaración que yo tendría que firmar; y yo pensé, infierno y basura, si ustedes bastardos están del lado del Bien, me alegro de pertenecer al otro club. -Muy bien -les dije-, brachnos grasños, sodos vonosos . Escriban, escriban, no pienso arrastrarme más sobre el bruco , merscas basuras. ¿Por dónde quieren empezar, animales calosos? ¿Desde mi último correccional? Joroschó, joroschó, pues ahí lo tienen. -Y empecé a hablar, y el militso taquígrafo, un cheloveco tranquilo y tímido, que no era un verdadero militso, comenzó a llenar página tras página tras página. Les confesé la ultraviolencia, el crasteo, los dratsas , el unodós unodós, todo lo que había hecho hasta la vesche de esa noche con el robo a la ptitsa starria y bugata de los cotos y las cotas maullantes. Y procuré que mis llamados drugos estuviesen bien metidos en el asunto, hasta el schiya . Cuando terminé, el militso taquígrafo parecía un poco enfermo, pobre infeliz. El jefe militso le dijo con una golosa casi amable:

– Bien, hijo, vete a tomar una buena taza de chai, y luego escribes toda esa mugre, con un broche de ropa en la nariz, en tres copias. Después se las traes al hermoso y joven amigo, para que las firme. Y tú -me dijo- puedes pasar a tu suite matrimonial, con agua corriente y todas las comodidades. Bueno -dijo con golosa cansada a dos de los matones-, llévenselo.

En fin, a patadas, golpes y empujones me llevaron a las celdas, y allí me pusieron junto a diez o doce plenios, muchos de ellos borrachos. Entre ellos había vecos uchasños , como animales, uno con toda la nariz comida y la rota abierta como un gran agujero negro; uno que estaba apoyado contra la puerta, roncando ruidosamente, mientras de la rota le salía sin parar una especie de hilo baboso, y uno que tenía los pantalones todos sucios de cala . Había dos que me parecieron maricas, y en seguida se interesaron en mí, y uno me saltó encima, y tuvimos una dratsa muy desagradable, y el vono que despedía, como de gas y perfume barato, me enfermó otra vez, sólo que ahora tenía la barriga vacía, oh hermanos míos. Entonces el otro marica quiso echarme los brazos, y hubo una ruidosa pelea entre los dos, porque ambos me buscaban el ploto . El chumchum llamó la atención de un par de militsos que vinieron y golpearon a los dos con las cachiporras, y así se callaron y se quedaron con los ojos perdidos, y el viejo crobo goteaba pim pim pim por el litso de uno de ellos. En la celda había camastros, pero estaban todos ocupados. Trepé al más alto de una hilera que tenía cuatro, y allí encontré un veco starrio y borracho que roncaba, probablemente tirado allá arriba por los militsos. Bueno, lo bajé otra vez, no era muy pesado, y cayó sobre un cheloveco gordo y borracho tirado en el suelo, y los dos despertaron y empezaron una escena patética de crichadas y puñetazos. Hermanos míos, me tendí sobre la cama vonosa, y me hundí en un sueño muy fatigado, agotado y doloroso. Pero no fue un verdadero sueño, era como meterse en otro mundo mejor. Y en ese mundo mejor, oh hermanos míos, yo estaba en un campo de flores y árboles, y se veía un macho cabrío con litso de hombre y tocaba una especie de flauta. Y entonces pareció que salía el sol, el propio Ludwig van, con el litso rugiente, la corbata suelta y el boloso desordenado y áspero, y entonces oí la Novena, último movimiento, con los slovos un poco cambiados, como si ellos mismos supieran que debían ser distintos, ya que se trataba de un sueño:

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