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– Un verdadero placer -oí decir a otro militso, mientras me tolchocaban y metían scorro en el auto-. El pequeño Alex, todo para nosotros.

– Estoy ciego -criché-. Bogo los maldiga y los aplaste, grasños bastardos.

– Qué lenguaje -dijo la golosa de otro que se estaba riendo, y ahí mismo recibí en plena rota un tolchoco con el revés de una mano, que tenía anillo. Exclamé:

– Bogo los aplaste, brachnos vonosos , malolientes. ¿Dónde están los demás? ¿Dónde están mis drugos hediondos y traidores? Uno de mis malditos y grasños bratos me dio con la cadena en los glasos. Agárrenlos antes que escapen. Ellos quisieron hacerlo, hermanos. Casi me obligaron. Soy inocente; que Bogo termine con ellos. -Aquí todos estaban smecándose con ganas, y la mayor perfidia, y así, tolchocándome, me empujaron al interior del auto, pero yo continué hablando de esos supuestos drugos míos, y entonces comprendí que era inútil, porque todos estarían ya de vuelta en la comodidad del Duque de Nueva York, metiendo café y menjunjes y whiskies dobles en los gorlos sumisos de las hediondas ptitsas starrias, mientras ellas decían: -Gracias, muchachos, Dios los bendiga, chicos. Aquí estuvieron todo el tiempo, muchachos. No les quitamos los ojos de encima ni un instante.

Y entretanto, con la sirena a todo volumen, iteábamos en dirección al cuchitril de los militsos , yo encajonado entre dos, y de vez en cuando los prepotentes matones me largaban algún ligero tolchoco. Entonces descubrí que podía abrir un malenco los párpados de los glasos, y a través de las lágrimas vi la ciudad que corría a los costados, como si las luces se persiguieran unas a otras. Y con los glasos que me escocían vi a los dos militsos smecantes sentados atrás conmigo, y al conductor de cuello delgado, y al lado el bastardo de cuello grueso, y éste me goboraba sarco , y me decía: -Bueno, querido Alex, todos esperamos pasar una grata velada juntos, ¿no es cierto?

– ¿Cómo sabes mi nombre, vonoso matón hediondo? Que Bogo te hunda en el infierno, grasño brachno , sucia basura. -Al oír esto todos smecaron, y uno de los militsos malolientes que estaban atrás me retorció el uco . El veco de cuello gordo que iba adelante dijo entonces:

– Todos conocen al pequeño Alex y a sus drugos. Nuestro Alex ya es un chico bastante famoso.

– Son los otros -criché-. Georgie, el Lerdo y Pete. Esos hijos de puta no son mis amigos.

– Bien -dijo el veco de cuello gordo-, tienes toda la noche para contamos la historia completa de las notables hazañas de esos jóvenes caballeros, y cómo llevaron por mal camino al pobrecito e inocente Alex. -En eso se oyó el chumchum de otra sirena policial que se cruzó con la nuestra, pero avanzando en dirección contraria.

– ¿Va a buscar a los bastardos? -pregunté-. Ustedes, hijos de puta, ¿van a detenerlos?

– Eso -dijo el veco del cuello ancho- es una ambulancia. Seguramente para tu anciana víctima, repugnante y perverso granuja.

– Ellos tienen la culpa -criché, pestañeando, pues los glasos me ardían-. Los bastardos estarán piteando en el Duque de Nueva York. Agárrenlos, malolientes militsos. -Y ahí nomás recibí otro malenco tolchoco y oí risas, oh hermanos míos, y la pobre rota me dolía más que antes. Y así llegamos al hediondo cuchitril de los militsos, y a patadas y empujones me ayudaron a salir del auto, y me tolchocaron escaleras arriba, y comprendí que estos pestíferos grasños brachnos no me tratarían bien, Bogo los maldiga.

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