– Ajá, creo que sé lo que usted quiere. Buenas noticias, buenas noticias, ya llegó. -Y moviendo las rucas como un eminente director se fue a buscarlo. Las dos ptitsas jóvenes soltaron unas risitas, como hacen a esa edad, y yo les clavé un malenco los glasos fríos. Andy regresó realmente scorro, agitando la gran cubierta blanca y brillante de la Novena, que mostraba, hermanos, el litso adusto y fruncido como golpeado por un rayo del propio Ludwig van. -Aquí está -dijo Andy-. ¿Lo probamos? -Pero yo quería llevármelo a casa para slusarlo odinoco en mi estéreo, y sentía una prisa infernal. Saqué el dengo para pagar, y una de las pequefias ptitsas me dijo:
– ¿Qué conseguiste, bratito ? ¿Algo grande, para ti solo? -Estas débochcas jovencitas tenían su propio modo de goborar .- ¿El Paraíso Diecisiete? ¿Luke Sterne? ¿Goggl y Gogol? -y las dos largaron esas risitas, meneándose y balanceándose. Entonces se me ocurrió una idea, y la angustia y el éxtasis casi me voltean, oh hermanos míos, de modo que durante unos segundos no pude respirar. Reaccioné, y les dije mostrando los subos blancos y brillantes:
– ¿Qué tienen en casa, hermanitas, para oír esos gorgoritos peludos? -Porque ya había visto que los discos que estaban comprando eran esas vesches pop para chicos.- Apuesto a que lo único que tienen son esos juguetes portátiles como vitrolas de picnic. -Al oír esto las ptitsas fruncieron las boquitas.- Vengan con papá -les dije-, y escuchen como es debido. Las trompetas de los ángeles y los trombones del infierno. Están invitadas. -Y les hice una especie de reverencia. Otras risitas, y una de ellas, dijo:
– Oh, pero tenemos mucho apetito. Oh, cómo podríamos comer. -Y la otra agregó: -Sí, ella lo dice, y así es. -De modo que contesté:
– Coman con papá. Digan dónde.
Ahora se creían verdaderas sofisticadas, lo que era casi patético, y empezaron a hablar con golosas de dama acerca del Ritz, el Bristol, el Hilton, Il Ristorante Granturco. Pero interrumpí la charla diciendo «Sigan a papá», y las llevé al Salón de la Pasta, a la vuelta de la esquina, y dejé que se llenaran los inocentes y jóvenes litsos con espaguetis y salchichas, y helados de cremas y bananasplits y salsa de chocolate caliente, hasta que casi tuve náuseas a la vista de todo eso, porque yo, hermanos, almorcé frugalmente una rebanada de jamón frío y un yoco de chile bien picante. Las dos jóvenes ptitsas se parecían mucho, aunque no eran hermanas. Tenían las mismas ideas, o la misma falta de ideas, y el mismo color de pelo: una especie de pajizo teñido. Bueno, hoy crecerían mucho. Hoy sería un día memorable. No irían a la escuela por la tarde, pero habría educación, y Alex sería el profesor. Se llamaban, dijeron, Marty y Sonietta, y eran bastante besuñas y estaban en la cumbre del infantilismo de moda.
– Perfectamente, Marty y Sonietta -les dije-. Lle gó la hora de oír los discos. Vengan.
Cuando salimos al frío de la calle, decidieron que no irían en ómnibus, oh no, querían un taxi, de modo que les di el gusto, aunque con una sonrisa interior verdaderamente joroschó, y llamé un taxi estacionado en la fila. El chofer, un veco starrio y bigotudo con los platis muy manchados, dijo cuando nos vio:
– Nada de navajas ahora. No quiero tonterías con los asientos. Acabo de retapizar el coche. -Le calmé esos glupos temores y fuimos al bloque municipal 18A, y las dos audaces y pequeñas ptitsas reían y murmuraban. Para abreviar diré que llegamos, oh hermanitos míos, y las llevé hasta el 10-8, y mientras subían la escalera jadeaban y smecaban , y una vez allí dijeron que tenían sed, de modo que abrí el cofre de mi cuarto y ofrecí a las jóvenes débochcas de diez años un verdadero y joroschó escocés, aunque bien mezclado con agujas-y-alfileres. Se sentaron en mi cama (todavía sin arreglar) y balancearon las piernas, smecando y piteando la bebida, mientras yo pasaba en mi estéreo sus patéticos y malencos discos. Era como pitear una suave y perfumada bebida sin alcohol para niños en vasos de oro muy bellos, trabajados y costosos. Pero ellas decían oh oh oh y exclamaban «Desmayante» y «Cumbroso» y otros slovos raros que estaban de moda en ese grupo infantil. Mientras pasaba esa cala para que la oyesen, las animé a beber y luego a tomar otra copa, y la verdad que no se opusieron, oh hermanos míos. De modo que cuando ya habíamos escuchado dos veces los patéticos discos pop (eran dos: Nariz dulce, cantado por Ike Yard, y Noche tras día tras noche, gemido por dos horribles eunucos desyarblocados que no recuerdo cómo se llamaban) ya estaban cerca de la histeria máxima de las ptitsas jóvenes, saltando de un extremo al otro de mi cama, y alrededor del cuarto, y yo con ellas.
Hermanos, no necesito describir lo que hicimos esa tarde, pues todos pueden imaginarlo fácilmente. Las dos fueron desplatisadas en un instante, mientras smecaban como locas, y les parecía que la diversión más bolche era videar al viejo papá Alex todo nago y erecto, empuñando la hipodérmica como un doctor desnudo, y aplicándose en la ruca el viejo pinchazo de secreción de gato montés. Entonces saqué de su funda la hermosa Novena, de modo que ahora Ludwig van también estaba nago, y apliqué la aguja silbante en el último movimiento, que era puro éxtasis. Y ahí estaban, las cuerdas del contrabajo goborando al resto de la orquesta desde debajo de mi cama, y luego la golosa de hombre entrando y proclamando a todos la alegría, y la frase hermosa y extática acerca de la Alegría que era una chispa gloriosa brotada del cielo, y entonces sentí los viejos tigres que brincaban en mí, y me arrojé sobre las dos jóvenes ptitsas . Esta vez no les pareció nada divertido, y dejaron de crichar, y tuvieron que someterse a los extraños y peculiares deseos de Alejandro el Grande que con la Novena y el pinchazo de la hipo eran chudesños , samechatos y muy exigentes, oh hermanos míos. Pero las ptitsas estaban muy muy borrachas, de modo que difícilmente hayan sentido mucho.