– Y tú, Juan Manuel Carpio, mi amor, ¿acaso no tienes ya decidido tu regreso al Perú? ¿Acaso no estás esperando sólo el momento más propicio para concretarlo?
– Yo quiero dejar París, es cierto. Pero también podría esperar ahí y caerte por El Salvador el día en que tú, Fernanda, puedas regresar y Enrique nos haya dejado el terreno libre. Pero, de nada de eso estaba hablando yo hace un momento, Mía. ¿O ya te olvidaste de mi invitación?
– No, Juan Manuel Carpio. Esta es la hora en que Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes no ha olvidado nunca jamás una sola palabra buena o mala que haya salido de tu boca. Y cantada o hablada, que conste.
– ¿Entonces?…
– Entonces déjame explicarle a Enrique que no puedo esperar hasta mañana para irme al motel contigo, porque eres tú, y no él, el que se va mañana. Y déjame decirle que también lo quiero y que me espere hasta mañana, por favor, porque hay unos niños que llevan días enteros jugando solos en la playa, bastante abandonados, casi varados con este frío y esta humedad, y ya es hora de que vuelvan a su casa y a su orden. Y créanme, caballeros -porque esto te lo estoy diciendo también a ti, mi tan querido Juan Manuel Carpio-, que ya es hora de que el trío de pobres imbéciles que somos vuelva a su total desarreglo habitual. ¿Qué le vamos a hacer, si además parece que es lo único que nos sienta bien? ¿O le ven ustedes otra solución al problema? Se aceptan sugerencias, en todo caso…
– Llevo horas sugiriendo un motel, Mía. Y la verdad es que no sé en qué momento se torcieron las cosas y aquí el que menos se puso a filosofar.
– ¡Qué cabrón eres, mi amor! Pero, en fin, también por eso te quiero y también por eso me encantas, Juan Manuel Carpio.
– ¿Entonces?
– No, nada, mi amor. Pero como que andaba esperando que le dieses la voz también a Enrique.
– ¿Los tres en mi motel?
– Lo que Enrique quiera, pero que conste que yo sólo tengo ojos y oídos y labios y brazos y piernas para ti, mi amor. Y que a Enrique sólo puedo decirle salud, compañero.
– De acuerdo, compañera, salud. Salud, y hasta mañana, además. Y es que necesito un buen sueño, porque todo el tiempo que me queda en este país de mierda quiero dedicarlo a estar con Rodrigo y Mariana, horas y horas, cada día. Acabo de darme cuenta de que eso es lo que debí hacer desde el principio, y ahora tengo una inmensa necesidad de recuperar los días que he perdido bebiendo. Atrás quedaron el encierro en esta sala, el vino, el whisky, la música y el papi borracho. Lo digo de verdad, compañera, o sea que salud por última vez…
– Entonces enciende el tocadiscos y déjanos puesto algo bien alegre. En todo caso, una canción que no hable de despedidas ni de París ni de aeropuertos… Una canción que no hable absolutamente de nada que nos concierna, por favor, Enrique.
Escuchar tres o cuatro canciones y beber una copa de vino fue una forma elegante de esperar que Enrique desapareciera en los altos de la casona ya casi totalmente apagada, encerrándose en ese dormitorio al que Fernanda no regresaría hasta después de mi partida, una semana más tarde, en vista de que fue imposible encontrar un vuelo antes. Y, la verdad, no pude ocultarle a Fernanda una cierta admiración por el temple y la calma con que su esposo había asistido a los preparativos de nuestro breve traslado al motel de enfrente. Con lo ferozmente violento que podía ser Enrique, sobre todo cuando bebía en exceso, yo había temido que en cualquier momento, aquella primera noche, se precipitara sobre Fernanda o sobre mí e intentara matarnos a ambos.
– En este momento es totalmente incapaz de nada -me explicó Fernanda, contándome que Enrique no hablaba una sola palabra de inglés y que ella lo conocía lo suficiente como para saber muy bien que, por más rodeado de familiares que se encontrara, ya se sentía totalmente desamparado en California, y que no tardaba en tomar la actitud de un perrito faldero incluso con sus hijos, en vista de que ambos se defendían bastante bien en inglés, no se sentían perdidos en ningún sitio, y actuaban con toda la independencia y desenvoltura con que pueden hacerlo dos hermanos muy unidos de ocho y cinco años, pero con una experiencia que incluso algunos adolescentes les envidiarían, para ciertos asuntos prácticos.
– Pobre Enr…
– Haz el favor de oírme muy bien, Juan Manuel Carpio. Una palabra más sobre mi difunto esposo, y no habrá brazos en este mundo, ni esta noche ni ninguna otra noche, para llevarme cargada al motel de enfrente.
– Salud, mi amor, y ya nos fuimos. O sea que ven aquí para que te cargue y te adore de una vez por todas. ¡Al motel se dijo!
Volvíamos a la casona de María Cecilia y Paul sólo para el almuerzo y comida, y a veces ni eso, y la verdad es que al Gringote medio bienaventurado y a su esposa jamás un asunto les importó tan poco en esta vida como el comportamiento de Fernanda y su cantautor durante sus largas desapariciones y sus breves incursiones en busca de comida y de noticias de Rodrigo y Mariana, felices ambos de poderse pasar horas y horas conversando y paseando por la playa con su papi. También Mía y yo nos abrigábamos bien cada mañana y salíamos a darnos un delicioso paseo por el borde del mar e infaliblemente nos cruzábamos con ese hombrón de crin azabache que avanzaba en dirección inversa por la arena, llevando a una niña y un niño bien cogiditos de sus manos salvajes.
Lo natural que nos parecía aquello, lo increíblemente natural que resultaba el mundo ahora que cada uno había encontrado su debido lugar en él, ahora que Enrique lo era todo para Mariana y Rodrigo y era sólo para ellos, de la misma manera en que Mía lo era todo para mí, yo para ella, y habíamos sido mandados hacer por la Divina Providencia, al menos por esa semanita en Trinity Beach, exclusivamente el uno para el otro. Incluso un día nos metimos al carro de Mía y, sin avisarle a nadie, desaparecimos todo el fin de semana y fuimos a dar hasta Monterrey y Big Sur, de playa en playa y de motel en motel, queriéndonos y riéndonos sin cesar y logrando realmente olvidar que todo aquello tendría un nuevo aunque ya conocido final, muy pronto además. Pero en esos momentos ni siquiera ese final conocido nos importaba, aunque bien sé que Fernanda sufría tanto como yo cada vez que abandonábamos un motel, cada vez que quedaba cerrada ya para siempre una puerta más de las pocas que nos iban quedando por cruzar en aquellos nuevos siete días que, esta vez sí, parecían habernos caído del cielo, pues habían surgido en el corazón mismo de su familia y ante la vista y paciencia de un esposo por el que yo de golpe estaba sintiendo un afecto y una pena brutales.
Mía, en cambio, parecía estarlo odiando por primera vez en su vida, y no cesaba de explicarme que tanta libertad, tanta humildad, tanta generosidad, la iba a pagar ella muy cara, no bien me fuera yo, pues recién entonces Enrique le iba a sacar en cara a gritos el atroz sufrimiento que le había producido su sacrificio por nosotros, y que de ahí a aferrarse a la botella, a abandonarse totalmente, a no hacer el más mínimo esfuerzo por contactar siquiera con algunos fotógrafos norteamericanos cuya dirección tenía en su agenda, en fin, que del día en que yo tomara el avión con destino a Nueva York y luego París, a la noche de horror en que, sin saber en absoluto dónde estaba ni cómo ni con quién, Enrique intentaría cosas como partirle nuevamente la cabeza de un botellazo, el tiempo por transcurrir podía ser brevísimo.
– Si pudiese quedarme, Mía…
– Tendría que ser para siempre, mi amor, y eso es imposible.
– Pero bueno, ahora ya Enrique lo sabe todo.
– No olvides que los hijos son suyos, Juan Manuel, y que lo adoran. Y el que tiene el amor de esos chicos me tiene a mí.
– Resulta increíble, Fernanda. Nunca he tenido, nunca he sentido tanto tu amor, y sin embargo la única nueva conclusión a la que he llegado es que nunca has sido tan poco, tan nada mía.