– Recuerda siempre que todo nos falló desde el comienzo, mi amor, menos el querernos de esta manera.
Pasé la última tarde sentado con Mía en la casona de Paul y su hermana. Ahí comimos, también, y pude despedirme de la familia completa y darles las mil gracias y todo eso. Después cruzamos ella y yo al motel, para una última noche de esas en que mis manos jamás se cansaron de acariciarla ni mis palabras de mimarla, ni mis consejos de ofrecerle una seguridad y una protección en las que, de la manera menos realista del mundo, Fernanda creía a ciegas, sí, cien por ciento y a ciegas, como en pocas cosas o en nada en esta vida. Y esto era producto de mis cartas, de aquellos largos folios llenos de dimes y diretes y de cuanto disparate se me pasaba por la cabeza, pero siempre destinados a hacerla sentirse fuerte, hermosa, querida, extrañada, valiosísima como mujer, y que muchas veces respondían también extensa y profundamente a dudas e inquietudes, a preocupaciones que ella me iba haciendo saber y que tan naturales resultaban en una mujer joven que había sido educada para un destino tan superior o, por lo menos, tan completamente distinto al que luego la había ido llevando de un lado a otro, forzándola ya dos veces a abandonar un país en el que se encontraba a gusto, con dos hijos, además.
Y sin embargo, Fernanda María, estoy convencidísimo de ello, jamás fue vista triste una mañana por Rodrigo o por Mariana, ni el barquito de juguete en que los tres navegaban por la tempestad real de sus vidas estuvo nunca un solo instante a la deriva, y todo ello debido a esa limpísima mezcla de una todopoderosa capacidad de verle el lado bueno a las cosas, de una innata alegría de vivir y disfrutarlo todo, y de esa fortaleza y astucia de Tarzán que Mía iba desarrollando cada vez más, sin darse cuenta siquiera, en su afán de que la infancia de sus hijos tuviera al menos algo de lo mucho de bueno que tuvo la suya y, más adelante, lo mismo ocurriera con la adolescencia y la madurez de esa prole que ella iba sacando adelante como si el camino de la vida, por más trampas y zancadillas que le fuera tendiendo por aquí y por allá, estuviese formidablemente destinado a llevarla, siempre con sus adorados Rodrigo y Mariana al lado, a un mundo muchísimo mejor que éste.
De la mañana siguiente, en el aeropuerto de San Francisco, esta vez, sólo recuerdo un larguísimo silencio, un café bastante amargo, un pésimo jugo de naranja, y los ojos de Mía deteniéndose a veces largamente en los míos, mientras sus manos se perdían por mis muslos, allá abajo de la mesa, en una horrible cafetería.
– Te amo, colorada.
– Pero vuelvo donde Enrique.
– Me abanica tu araucano, flacuchenta. Y por mí que se haga con los cojones una corbata michi.
– Mi muy grande y querido y auténtico Juan Manuel.
– Estoy contigo al mil por ciento, Mía, tú bien lo sabes.
– Amigo muy probado mío por muchos años…
– Aunque los próximos meses sean duros, que sean de batallas ganadas, eso sí, Mía.
– Cuenta con eso.
– Chau, mi amor.
– Nos vemos en nuestra próxima carta, Juan Manuel.
– Eso, mi amor. La carta debe ser como un retrato del alma o algo así, porque tú y yo somos de lo más fotogénico que se pueda dar, epistolarmente hablando.
– Y ésa es otra hermandad más, Juan Manuel Carpio.
– Me encanta como despedida, eso que dices. Aunque es honra que apetezco, más no merezco.
Berkeley, 30 de junio
Mi queridísimo Juan Manuel Carpio,
Al fin respondo con alguna tranquilidad a tu última carta, que llegó como un abrazo muy necesitado en medio de muchos líos que no sé ni cómo empezar a contarte.
Bueno, lo primero es que Enrique (que el mismo día de tu partida se arrancó con una interminable borrachera) partió a Chile, y eso me ha dejado en paz por hoy, a pesar de las circunstancias un poco difíciles. Pero estoy segura de que tendrán que mejorar pronto. Estuve trabajando por un tiempo en la escuelita de Rodrigo, como te conté. Y al renunciar para venirme a Berkeley me resultaron con que me tenían que cobrar por la colegiatura de Rodrigo, con lo que me dejaron en total bancarrota y endeudada además por el viaje de Enrique.
Pero todo eso tendrá que pasar y es tonto contártelo. Además, en el fondo siento que no tiene mayor importancia, porque bancarrota y todo estoy más tranquila de lo que he estado en meses. Estoy viviendo en casa de una compañera de colegio, que tiene dos niños ya grandes y muy dulces.
Y ella misma me ayuda muchísimo moralmente y creo que hasta recupero un poco de seguridad en la vida.
Hoy te escribo desde la paz de su jardín. El marido carpintero está durmiendo siesta y los niños juegan. Ella está trabajando. Es bibliotecaria. Curiosamente, vine a caer en casa de la más pobre de mis compañeras de colegio. O hasta de la única pobre, tal vez. Las otras viven en mansiones y palacios californianos, a veces de un gusto, eso sí, que es como para matarse de risa o echarse a llorar. Pero, en fin, sabido es, mi querido Juan Manuel Carpio, que con el dinero se puede comprar todo o casi. El horror, en cualquier caso, sí se puede comprar con una mina, un banco entero o un campo de petróleo. Pero aquí, en casa de mi amiga más pobre, apretados y todo, he estado contenta y al fin no siento tantas presiones. Espero que dure esta tranquilidad.
Enrique, por supuesto, ni siquiera intentó buscarse algún trabajo. Tampoco hizo llamada alguna a los fotógrafos cuyos nombres traía en su agenda. Por dicha sus padres nos ayudaron un poco desde Chile.
Y de repente lo llamaron de urgencia porque su mamá está grave y se tuvo que ir de un día para otro. Él estaba tranquilo con su viaje, que se presentó como algo indispensable, de manera que no tuvo que pensarlo ni beberlo mucho. Pobre señora, su madre. Yo apenas tuve tiempo de conocerla cuando viví en Santiago, pero me escribe y me da una gran tristeza que no haya conocido a sus únicos nietos. No se sabe qué pasará.
El lunes, o sea ayer, fui al colegio de Rodrigo a cobrar y me salieron con que si renuncio sólo me deben doscientos dólares por todo el mes de trabajo, ya que deben descontar lo de Rodrigo. La culpa fue mía por no tener un contrato claro. Pero ni modo. Por dicha Anne, mi amiga más pobre, es una mujer que ha luchado mucho y es una roca plácida y benévola, cuya casa respira esa fuerza y dulzura.
Y ahora tú y el recuerdo de tu visita, Juan Manuel Carpio. No te puedes imaginar lo que siempre ha significado para mí la seguridad de tu cariño hacia todo lo mío, en medio de todas las circunstancias difíciles que se han presentado. Me has dado siempre mucha seguridad por tu sola existencia y por la existencia de tu cariño. Te quiero muchísimo y tus canciones, cada día más tiernas, más lindas, más finas, me acompañan y me llenan de ánimos y logran que camine sonriente y valiente por las calles de Berkeley, sintiendo incluso la sensación de bienestar y optimismo típica del momento en que Tarzán se arroja al agua.
Ayer encontré en la calle a una pareja que dijo que viajaba a París y, aunque sé que tú últimamente vives a salto de mata entre Mallorca y la Ciudad Luz, te mandé un libro con ellos, que parecían muy serios, gente buena y formal para mandar un regalo y que no se pierda. Espero que así será. Me gusta mucho D. H. Lawrence. Y, si no logras descifrar la dedicatoria que te he puesto, busca elephants en el index y verás un título, Elephants are slow to mate, y estoy segura que pensarás inmediatamente en nosotros cuando leas que «los elefantes, esos mastodontes, son muy lentos de domesticar». Pero resulta que al final de todo son buenísimos los elefantes, los más dóciles y nobles de todos los animales. En fin, lentísimos y segurísimos… ¿No te recuerda esto a alguien? ¿O más bien a álguienes? Y te abrazo y te beso una vez más, Juan Manuel Carpio, mientras camino y sonrío en Berkeley.