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Yo acababa de regresar de Roma, en 1967, de una interminable gira para la cual tampoco nadie me había preparado, y durante la cual había cantado con aplausos y algún bis, al comienzo, con alimentación y hotel de tercera comprendidos, después, también con gorro extendido, muy poco después, y hasta sin guitarra ni palabras, sólo con un triste tararear mientras lavaba platos y copas en un restaurante romano, al final. Pero era joven, componía las canciones más lindas del mundo, aún incomprendidas, eso sí, y tenía una maravilla de esposa esperándome siempre en París. Ella se llamaba Luisa, era hija de inmigrantes italianos, limeña como yo, y a ella iban dirigidas todas y cada una de mis tristísimas canciones de amor, fruto indudablemente de esa indispensable distancia en que tenía que mantenerme -razón de mis frecuentísimas giras-, para que no sólo sonaran sino que fueran sinceras y tristísimas mis estrofas de amor. Luisa no me entendía. Yo sí.

Ella estudiaba administración de empresas. Tal vez por eso no me entendía Luisa y yo sí. Me enamoré de ella, de su piel de melocotón bronceado todo el año, de su siluetón de armas tomar, de su larga y rubicunda cabellera, y de sus cejas y ojos muy negros, en Lima, cantando en una fiesta de la Universidad Católica en que ella era Miss Facultad, o algo así, y yo una suerte de Nat King Cole en castellano, que a punta de acércate más, y más, y más, pero mucho más, me la terminé acercando tanto que aún no he logrado apartarla del todo, y eso que ya pasaron más de mil años, muchos más, por lo cual al autor de aquel bolero creo poderle responder que sí, que parece que sí tiene amor, la eternidad.

Éramos una pareja de recién casados en París, Luisa y yo, la noche en que por primera vez escuché algo que, digamos, me encantó tierna y entrañablemente, conmovedoramente, acerca de una chica llamada Fernanda María. Fue en una fiesta y en alguna embajada latinoamericana, tal vez una sede banana republic, pero la verdad es que nunca lograré recordar cuál. Me habían contratado en mi calidad de artista y Luisa estaba ahí conmigo en calidad de mi esposa. Y pasó lo de siempre con los ricos. Lo ven a uno de artista y cantándose el sustento, micro en mano, y se aprovechan para meterse con Luisa con mis propias palabras de amor, susurraditas por mí y todo, mientras le piden a ella su dirección y Luisa les da la mía, pobre pero decente, y tremendo papelón el que los hace hacer, tanda de viejos verdes y habrase visto cosa igual. Pues sí, y a cada rato.

Pero bueno, aquella noche las aguas del Sena se mantuvieron en su cauce y fue un simpatiquísimo y joven diplomático salvadoreño el que nos hizo reír reconciliantemente a todos, con la escenita que acababa de presenciar esa misma tarde.

– Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, un nombre tan de nuestros países, como verán, hija de gente muy bien de allá, sí, sí, de la capital, del mero San Salvador, como quien dice, se graduó hace apenas unos días en el internado más chic de Lausanne, con cinco idiomas, los mejores modales, y sabiendo cosas tan inútiles como que a un taxi se le para así.

El salvadoreño, que se llamaba Rafael Dulanto, se empinó sobre el pie izquierdo, alargó torso, cuello, y brazo y mano y pulgar izquierdos, casi hasta el medio de una avenida tan ancha como imaginaria, y sólo dio por concluida su explicación cuando el taxi se detuvo del todo y fue el taxista quien entonces se alargó íntegro para abrir la puerta trasera como le habían enseñado a Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, en Lausanne.

– ¿Y con un ómnibus, o con el metro, cómo hace la pobre niña? -le preguntó un invitado delicadamente antiguo y hondureño.

– Pues ignorarlos, vea usted. Una señorita graduada en una escuela como la de Fernanda María, simple y llanamente no usa transportes colectivos de masas, caballero.

– Entiendo, sí, ya entiendo, Rafael. Y disculpe usted la interrupción.

– Y mejor que no los use -continuó éste- porque la que se arma, cuando los usa. La que se arma, sí. Y miren ustedes, damas y caballeros, lo que he presenciado yo, con mis propios ojos, y nada menos que por orden de mi señor embajador.

Fue entonces cuando Rafael Dulanto nos soltó el cuento de la llegada a París en tren de Fernanda Mía. Y, la verdad, que bueno, que Mía dice que Rafael exagera un poquito, pero también es cierto que hasta hoy se pone colorada cuando se acuerda de su primera llegada a París, sólita su alma y recién posgraduada de todo y de nada, en Suiza. Fernanda Mía bajó del tren, seguida por el cargador de sus dos tremendas maletas del más fino cuero de chancho, aunque ya un poquito fatigadas de tanto trajín hereditario, avanzó por el andén sin mirar absolutamente a nadie, como debe ser, cruzó sin perderse un solo segundo en la sala de pasos perdidos, y nada la detuvo hasta llegar a la ventanilla de Información-París, con la seguridad esa que da la educación esa.

Mucho, muchísimo, pareció extrañarle a la señora que la atendió que la pelirroja y espigada señorita de ojos verdes y perfecto acento insistiera tanto, pero bueno, qué podía hacer ella, le pagaban un sueldo por informar y no por preguntar. O sea que buscó direcciones de Residencias para jovencitas y, al llegar a lo de Residencias de, efe, ge, hache, i, etcétera, se encontró con algo que sólo podríamos calificar de muy Dupont, en francés, de muy Pérez, en castellano, y de muy Smith, en inglés, en fin que se encontró con toda una diarrea de RESIDENCIAS PARA SEÑORITAS.

– ¿Tiene preferencia por algún barrio, señorita? -le preguntó, ya casi con piedad, la Informadora.

– Con uno bien frecuentado bastará -le respondió Fernanda María, con la sonrisa pertinente en estos casos y la educación esa.

Realmente muerta de pena, ya, porque por bien frecuentado se puede entender también todo lo contrario, la Informadora del Servicio Nacional de Ferrocarriles de Francia le entregó un papelito a Fernanda María, con nueve pésimas direcciones y sus trágicos teléfonos correspondientes.

– Me suena esto de Pigalle -fue todo lo que comentó Mía, cuando le echó una ojeadita al papelito, con la sonrisa pertinentemente agradecida y un Merci beaucoup, madame… Et bonsoir, madame, merci.

Luego hizo feliz con la propina a un cargador parisino, por primera y última vez en esta vida, y se empinó y alargó integérrima a la izquierda (como Rafael Dulanto, cuando la imitó en una embajada banana), aunque por completo inútilmente, en vista de que el suyo era ya el primer lugar en la cola y el taxi que tenía a sus pies era también el primero en la cola de taxis y el suyo, jeune fille.

Y, como momentos antes la señora de la ventanilla Información-París, el viejo taxista, que de todo había visto en esta vida de conductor by night, et à Paris on voit des ces choses, merde, casi se muere de pena cuando la jeune fille, tan pecosita y jovencita y ojos verdes y flaquita, le dijo que sí, con pertinentísima insistencia y trocito de sonrisa amable, que cualquiera de esas nueve direcciones le convenían perfectamente, y que así se lo habían enseñado a ella en sus largos años de internado suizo.

O sea que ya muerto de pena, la dejó el viejo taxista, que hasta esta noche habría jurado que ya lo había visto todo en esta vida, porque eso de internado le resultó ser una forma muy cruel y eufemística de referirse al pan y al vino con nada menos que una muy pecaminosa dirección, en la que acababa de depositar diríase que a un ángel tan femenino y delgaducho y pelirrojo y niñita…

– Eh oui, on finit jamais d'apprendre, a Paris, merde… Et on aura tout vu… Et vaut mieux prendre sa retraite… Ah, merde, ça oui, et ce soir même, que je te dis -le concluyó, al cabo de un rato, el conductor nocturno a su esposa, muriéndose de pena mientras le pedía otro aguardiente muy seco y sus pantuflas para siempre, putain.

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