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II. Correspondidos por correspondencia

Nunca me acostumbré a los Alfa Romeo verdes del mismo año y modelo que el de Fernanda y, aunque el tiempo pasa automovilísticamente también, y el carro de mi tristeza más grande iba siendo reemplazado por otros Alfa más modernos y muy distintos, siempre aparecía alguno por ahí, en el momento menos pensado, obligándome a partir la carrera detrás, si es que algún semáforo aparecía en el panorama, con la esperanza de detenerme jadeante, al llegar a su altura, y observar por algunos momentos al conductor de ese vehículo. Muy de vez en cuando era una mujer, y entonces yo cerraba ipso facto los ojos y cruzaba los dedos con toda mi alma, para que cuando los volviera a abrir el Alfa Romeo fuese verde y no blanco, por ejemplo, y la mujer que iba al timón no fuese esta vieja del diablo sino pelirroja y muy joven, e inmediatamente después ya fuese Mía en otro abrir y cerrar de ojos y dedos, con toda mi alma.

Mi sistema nunca funcionó, por supuesto, Pero debo decir que, en cierto modo, fue prácticamente la única comunicación que mantuve con Fernanda, mientras a ella las cosas empezaban a descomponérsele bastante en Caracas, y por eso seguro no me escribía, no quería preocuparme, no quería contarme más pormenores acerca de Enrique y la bebida, y la bebida de Enrique y la violencia, y la violencia de tan buen hombre y el insoportable exilio y la culpa, la maldita culpa del destino que todo había venido a joderlo, con hijo y esposa que mantener y ahora resulta que esperando otro hijo, y nada sale bien y todo es fracaso, puro fracaso, todos exponen menos yo, todos venden menos yo, y unas clases de mierda en una universidad de mierda, y más vino y más violencia y muchísima más culpa y hasta atisbos de odios irracionales, dónde estamos, a qué hemos llegado, qué carajo hago yo en Caracas, y un portazo, la noche, la calle, otro bar.

Sólo una larga carta de Mía me habló de este espanto, de algo que empezó rapidísimo, casi desde que llegaron a Venezuela y Enrique como que se enfrentó por primera vez con la conciencia del exilio, o lo que es prácticamente lo mismo, con la cotidianidad pasmosa y aplastante del exilio. Fernanda María, a la que uno habría imaginado eternamente protegida por ese hombrón de crin azabache, piel autóctona, y manos feroces, de pronto se vio teniendo que ocuparse de todo y de todos, y hasta escribiendo preciosos relatos infantiles ilustrados con unas fotos de Enrique que ella misma había tomado, porque él ni se ocupó del asunto, pero luego enfureció, eso sí, porque tú has embarrado mi nombre con unas fotos de mierda, y poco tiempo después enloqueció una noche, se olvidó hasta de su apellido y casi la mata de un botellazo en la cabeza.

Una sola y larga carta de Fernanda me puso al corriente de todo este horror, aunque como siempre mi tan maravillosa Maía se las arregló para terminar contándome noticias de nuestros amigos comunes, de Rafael Dulanto o de Charlie Boston, por ejemplo, con los que siempre mantenía algún contacto salvadoreño, y luego, además, agregó anécdotas divertidas, sucesos extraordinarios, llenos de frescura, radiantes de vida, porque ella tenía esa gracia con que se viene al mundo de salir impoluta de las más sucias y abismales situaciones, de ver el aspecto no culpable y el pespunte mal zurcidito que ironiza hasta la mano que aferra y le lanza a uno un botellazo, y encarnar a fondo estas palabras de Hemingway que a mí tanto me conmovieron, la tarde en que las leí, porque fue de golpe como si un Alfa Romeo verde con Mía al timón hubiese pegado un frenazo a mi lado y hubiese gritado mi nombre, sí, también mi adorada Fernanda María de la Trinidad Experimentó la angustia y el dolor, pero jamás estuvo triste una mañana.

Y esto es lo que dejaban translucir sus cartas, sus frases a veces breves, casi siempre burbujeantes, sus palabras dotadas de una frescura cristalina, como guijarros recién sacados de un arroyuelo curvilíneo y juguetón, por la mañanita, en primavera, con un sol sumamente alegre y nada perturbador. A veces, leyendo alguna carta de Fernanda María, tuve la sensación de encontrarme ante la prosa ágil y aparentemente parca del mejor Hemingway, esa capacidad de sugerir e inventar una realidad muy superior a la que pueden ver nuestros ojos cotidianizados, esa extensísima concisión de decirnos las cosas sin nombrarlas siquiera, ese truco alegre y prestidigitador de la brevedad y lo lacónico. O sea algo así como un Hemingway pero en castellano y escrito además por una mujer sumamente femenina. Que poco a poco se estaba convirtiendo en un hemingwayano Tarzán, eso sí, o también, por qué no, en ciudadela árabe: piedra y muralla por fuera, jardín por dentro.

El timbre sonó en mi departamento, en el momento en que yo estaba subrayando las palabras de Hemingway sobre Mía y pensando en el tiempo tan largo que había pasado sin recibir una sola línea suya. Insistí en escribirle y escribirle, pero una tarde un Alfa Romeo verde, aunque de un modelo mucho más moderno y ya nada que ver con el nuestro, sólo la marca y el color, me hizo saber que Fernanda prefería que yo no insistiese, que le incomodaban mis cartas, que podía resultarle muy doloroso, por ejemplo, que yo le contara que los Alfa Romeo como el verdecito nuestro olían total y proustianamente distinto de los actuales, debido a que ya hoy prácticamente no los fabrican con aquellos asientos de cuero que a ti te encantaban, ¿te acuerdas, Fernanda? Era mejor, pues, un tiempo de silencio, en vista de que cariño y confianza sobraban entre nosotros, y en vista también del mal rato que ella estaba pasando allá, seguro. Esto era lo que ocurría, a esto se debía aquel vacío postal, claro, qué tonto soy yo a veces… Y, puesto que Fernanda María jamás estuvo triste una mañana, atendí muy amablemente y con propina al cartero que tocó la puerta para entregarme una carta certificada y urgente, aquella tarde.

Caracas, 14 de octubre de 1976

Querido Juan Manuel Carpio,

Tienes razón. Yo siempre pensé que fue la rabia de Luisa, en Lima, pero no. Todo se decidió la mañana en que no te vi, mi amor, y tú no lograste moverte, tampoco, ante ese semáforo en rojo. Lo recuerdo vagamente, como escondido debajo de la bruma de una triste y oscura mañana de París y una buscando desesperadamente llegar a tiempo a la Unesco y de golpe torciendo a la derecha, en vez de seguir de frente, porque acaba de tomar la determinación de partir a Chile, aunque haciendo antes una escalita en Lima, no sea que. No sea que nada. Esa mañana, en París, Juan Manuel Carpio, cada cual decidió meterse en el lío que podía.

La culpa la tuvo, como siempre, nuestro Estimated time of arrival, al que tan disciplinadamente le obedecemos siempre tú y yo y que nos hace llegar siempre en otro momento, cuando no a otro lugar. Porque mírame tú ahora en Caracas, pero con la decisión tomada de desmontar esta tienda latinoamericana para trasladarme con mi tribu al Salvador. Por lo menos es mi país, y eso se aprecia. Y yo podré trabajar. Porque ahora soy, además, cuatro.

Y digo cuatro y que todo se decidió ante ese semáforo, esa mañana, en París, porque es a raíz de mi partida a Chile que hoy desde Caracas te escribo para avisarte que, nada menos que el Día de los Inocentes, nació Mariana Fernanda. Feroz, hambrienta, con enormes pies, y una nariz respetable, un poco colorín. Se salva de sus pecados nocturnos con una sonrisa de angelito triste que siempre me enamora. Ya la verás por aquí o por allá o por más allá.

Anteriormente respondimos Enrique y yo a una de tus cartas, a México. ¿Te fue bien? ¿Grabaste? ¿Cantaste mucho? Es más, te envié mensajes y dibujitos míos con un amigo que viajó hacia allá. Pero parece que estaba mala la dirección en tu carta enviada desde un Holiday Inn, en San Antonio, Texas. ¿Qué diablos hacías tú por ahí? Decías que cantabas. ¿Es verdad? ¡Qué bueno que tu voz se vaya haciendo conocida! Espero que ésta te encuentre ya de regreso a tu departamento en la rue Flatters.

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