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El primero consistía en que, aunque con algunos altibajos de tiempo y de lugar, lo reconozco, Juan Manuel Carpio y Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes -vaya con el nombrecito que me manejo, ¿no?- habían nacido el uno para el otro, allá en París. Y que ella, a diferencia de otras personas, me quería tanto pero tanto, que podía esperar tranquilamente a que él termine de desenamorarse de usted, Luisa, y bueno, que me siga aguantado, mientras tanto, hasta que ya algún día verá usted cómo, Juan Manuel decide que ya no puede aguantarme más y entonces empieza a quererme tan inmensamente como yo a él… El segundo tema es que, para poder ir llevando todo esto a la práctica, es imprescindible un rápido divorcio, porque…

Y ahí se le quedó lo del segundo tema, a la pobre Fernanda María, porque Dios sabe que hasta con los muertos, como yo, existen los celos retrospectivos. Y ya la rubicunda y bastante engordadita Luisa se estaba poniendo de pie y dirigiéndose hacia esa muchacha tan linda, tan más joven que yo, tan más delgada que yo, tan que me estoy poniendo hecha una chancha yo, y le arreó aquel tremendo cachetadón que, según Fernanda María, la mantuvo muerta de hambre y de pena en el aire, hasta bastante tiempo después de aterrizar en Chile.

Luisa, de alguna manera, me amaba, y esto le dolió en el alma a Fernanda María, bofetadas aparte. Y en París jamás se le arreglaba lo de sus diplomas convalidados, para poder estudiar arquitectura. O sea que fue, en el fondo, aquel cachetadón limeño el que le labró todo un nuevo destino, todo un nuevo porvenir, todo un nuevo hombre y hasta un marido, toda una adorable criatura de siete meses, todo este exilio de mierda, y ahora resulta que por la Unesco ni me reconocen y tienen toditita la razón, además.

– Nadie es irreemplazable, pero yo, además, reaparezco tres años después, y aún no les he avisado que me he ido de mi trabajo. Una persona decente jamás hace una cosa así, y bien merecido que me lo tengo, por consiguiente. Claro que lo malo es que nos estamos muriendo de hambre. Y lo peor es que, ayer por la tarde, a Enrique le han ofrecido un trabajo fijo en Caracas, pero sin billetes de ida ni nada, y ahora yo soy tres y contigo cuatro, si te animas a venirte a Caracas nadando, Juan Manuel Carpio.

Me animé a quedarme en París, más bien, y a pasar nuevamente por una de esas escenitas de aeropuerto en que alguien toma desgarradoramente un avión y lo deja a uno… Bueno, lo deja a uno poco más o menos como me había dejado Luisa siete años atrás, o sea hecho puré, aunque ahora con un matiz bastante enriquecedor, en lo que a las cosas de esta vida se refiere, o, lo que es lo mismo, con la siguiente patética novedad, porque, diablos, esta vez era como pasar de Guatemala a Guatepeor, en comparación a la anterior, en que al menos Luisa estaba tan feliz de largarse para siempre.

Esta vez, en cambio, Fernanda María habría pagado por quedarse. Y, a lo mejor, también, su propio esposo, y hasta el exiliadito de siete meses que era su hijo Rodrigo. Sí, a lo mejor los tres habrían preferido la precaria estabilidad que logré darles durante los dos meses que permanecieron en París, arreglándoselas como podían para dormir en mi cama, mientras yo hacía prodigios de equilibrio para dormir sin caerme todo el tiempo, al más mínimo movimiento, en el estrechísimo diván que había en la salita comedor del departamento, y que normalmente nos servía de asiento en nuestras enternecedoras sentadas de amor nocturno y meditabundo, ante unas botellas de tinto y unas canciones de amor, todas desesperadas.

En fin, que nunca sabré si aquello fue sólo fruto puro del amor, del más grande, extraño, y puro amor, o si no ayudó también un poquito, al menos, el hecho de ser aquélla una época y una edad de la vida en que aún se soportan todas las incomodidades del mundo y hasta una carencia de espacio vital muy propicia a la agresividad, pero lo cierto es que aquel platónico, no muy consciente, y sumamente circunstancial ménage à trois, con angelito de siete meses, de yapa, funcionó de maravilla.

Yo logré que el araucanote Enrique se convirtiera en fotógrafo oficial del Rancho Guaraní, el simpático local de oscuridad, tragos, arpas paraguayas, guitarras, quenas y charangos, y cualquier otro folclor latinoamericano que pidiese la ocasión, en el que yo trabajaba con horario y salario fijos y entonaba cuchucientas mil veces aquello de Aprendimos a quererte, comandante Che Guevara, y también, aunque más bien de contrabando y ya sin sentimiento, o mejor dicho ya con bastante resentimiento, algunas de mis interminables estrofas de amor por Luisa. Las cantaba, en efecto, pensando en Fernanda María y maldiciendo el momento atroz en que no me vio en aquel semáforo y yo no fui capaz de arrojarme bajo las ruedas de su Alfa Romeo verde, para que se diera cuenta de que era por ella por quien yo estaba dispuesto a todo, ahora, en aquel ahora que me había invadido de golpe y porrazo y que era el mismo que, noche tras noche, mientras ayudaba a Enrique a ganarse unos pesos llevándolo conmigo al Rancho Guaraní y a cuanto guateque me tocaba asistir en calidad de retrato del artista sumamente desanimado, tan desanimado y despistado que ya en alguna oportunidad canté el nombre de Fernanda donde me tocaba cantar el de Luisa, y es que en realidad no veía las horas de regresar a mi departamento para encontrar a Rodrigo dormidísimo hace horas y a su amantísima madre con una botella de tinto y tres copas listas para arrancar con otra de nuestras somnolientas veladas musicales, para agarrarnos nuevamente los tres de la manita y jugar a la ronda mientras el lobo está, con música ad hoc en el tocadiscos y miraditas bañadas en lágrimas, todo siempre fuera de tiempo y de lugar, cómo no.

El lobo estuvo listo el día en que, gracias a la ayuda de don Julián d'Octeville, Enrique logró que un comité de solidaridad Francia-América Latina le comprase en bloque una buena tonelada de estupendas fotografías que serían expuestas y vendidas poco a poco, pagándole por el lote entero con tres billetes de ida para su destino laboral en Caracas. Por supuesto que Fernanda María comentó que lo ideal habría sido que nos pagaran con cuatro billetes y por supuesto que no sólo Enrique estuvo de acuerdo con eso sino que hasta el propio Rodrigo soltó un pedito favorable a mi partida, según me explicó Fernanda, con tremendo nudo en la garganta, pero lo cierto es que los billetes eran tres y que ahí el único que tenía un trabajo en Caracas era Enrique y que además yo, aunque era para ellos mucho más que un hermano y esas cosas, no formaba parte ni de la familia, ni del exilio chileno, ni de nada.

O sea que me tocó exiliarme del exilio, quedarme en esa tierra de nadie que son los aeropuertos, y titubear burradas como bueno, por lo menos a ustedes no les ha tocado partir un día 13 ni en un vuelo chárter número 1313, como a Fernanda, aquella vez, perdón, como a la gorda Luisa, esta vez, perdón…

– Maldición eterna a su cachetadón -metió aún más la pata Fernanda María, en el instante de su embarque en el vuelo de Air France con destino a Caracas, Venezuela, pero por ahí oímos un pedito de Rodrigo, y Caupolicán, rey de los araucanos sensibles, como que quiso compartir su boya en aquella extraña mezcla de despedida y naufragio:

– It's all right with me -dijo, y entonces sí que ya pudimos salir airosos todos y sentir, por lo menos, que aquélla no era la última despedida de nuestras… Bueno, que aquélla podía ser la primera de muchas despedidas o algo así, pero que bueno, que futuro había y eso deja siempre alguna puerta abierta a sabe Dios qué, aunque un sabe Dios qué sonriente, eso sí, y chau, nos vemos, mi hermano, toda la suerte del mundo y otra vez mi corazón y un millón de gracias en nombre de los cuatro, chau mi hermano lindo…

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