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– Lo que recuerdo, muchacho, es que la señorita del Sacromonte, aconsejada por alguno de sus amigos diplomáticos, un chileno, en este caso, decidió que en la Universidad de Santiago había una excelente Facultad de Arquitectura, y que para ingresar le bastaban y sobraban sus diplomas suizos.

– ¿Y eso cuándo fue, don Julián?

– Tutéame, por favor, muchacho. No porque uno sea de otro siglo lo tiene que enterrar la gente con la distancia que crean el don, el don Julián, el don Usted…

– ¿Cuándo fue, Julián?…

– En 1970. De eso me acuerdo clarito, porque fue el año en que a mi gran amigo, Pablo Neruda, lo nombraron embajador en París y la alegría que tuve… ¿O fue el setenta y uno? Bueno, en todo caso, en el setenta y dos sí que no fue… En fin, fue, con seguridad, el año en que le dimos la fiesta de despedida a mademoiselle de Sacromonte. De eso me acuerdo clarito, también, porque fue en casa de Charlie… No, en casa de Rafael… En todo caso, muchacho, créeme si te digo que yo le di a Fernanda unas cuantas direcciones en Lima, porque, camino a Chile, ella tenía mucho interés en hacer pascana en nuestra ciudad.

– ¿Fernanda María, en Lima? La verdad, nunca se me habría ocurrido, don… perdón… Julián.

– En Lima, no, muchacho loco. Fernanda se encuentra en París y éste es su teléfono. Y Rafael nos ruega que la ayudemos. ¿Tú cómo andas de plata, muchacho?

– He mejorado, Julián. Trabajo fijo en un lugar llamado El Rancho Guaraní.

– ¿Con poncho o sin poncho?

– Con plata para pagarme un departamento correcto y hasta ese teléfono al que me acaba usted de llamar…

– Tienes razón, muchacho. Qué mal ando de la memoria. Debe ser por eso que todo el mundo me trata de usted.

– ¿Le puedo pedir un inmenso favor, Julián?

– Dos, muchacho.

– Llame usted a Fernanda María, no le diga que me ha visto, ni nada, pero, eso sí, déle mi dirección, mi numero de teléfono y hasta el de mi cuenta bancaria, si es necesario. Créame, Julián, que yo tengo mis razones para preferir que sea ella la que tome la iniciativa de buscarme…

– Entiendo, muchacho. Y algo recuerdo, ahora. Ustedes dos se fueron de París más o menos en la misma época… Entiendo, muchacho. Y te tendré informado, día a día… Sí, ya me voy acordando mejor…

No canté la noche en que Fernanda María, Enrique, su esposo, y Rodrigo, un monstruito de siete meses, dramáticamente dormilón y poco hambriento, como si hubiera llegado al mundo preparado para un larguísimo exilio, vinieron a comer tempranito a casa, por lo del bebe, naturalmente, no tenían con quien dejarlo y eso. Y muy naturalmente, también, al tal Rodrigo lo metimos a mi cama, no bien lo juzgamos conveniente, y en la sala quedamos, cual tres tristes bebes, un trío de idiotas absolutamente predispuestos a agarrarse a besos y abrazos en cualquier momento, aunque hay que reconocer que Fernanda María supo imponer bastante cordura, a lo largo de esa noche interminable, para no despertar al niño, y para respetarlo, también, pobre criatura, él qué sabe de todo lo nuestro, en fin, él qué sabe de nada de nada, pobre angelito mío.

Y ahí el que pidió que pusiéramos a Frank Sinatra y todo fue Enrique, una suerte de araucanazo auténtico, de crin y ojos color azabache, piel autóctona y manos feroces, aunque con su metro noventa y uno resultaba un poco bajo todavía para entrar en la categoría gigante. Fernanda María me miró, como quien dice: «¿Tú has oído lo que se le ocurre pedir a Enrique?», y como quien agrega: «¿No te dije, en el teléfono, que me había casado con un hombre muy bueno?». Yo miré a Enrique como se mira a un araucano muy grande, muy fuerte, y muy bueno, y Enrique miró hacia donde estaban mis discos, como quien realmente suspira por Frank Sinatra en el exilio.

Sin duda alguna, por esto se le pasó por completo el millón de matices, de implicaciones, de sobrentendidos, de complicidad y de cariño, que hubo en el hecho de que, antes de ir yo en busca de Sinatra, para matarnos a patadas, o de puro buenos, o de ménage à trois, Fernanda y yo soltáramos, en un armoniosísimo mismo instante:

– It's all right with me…

La noche la terminamos agotados, pero jugando siempre a la ronda, aunque sin movernos de nuestros asientos y sin que un lobo malvado viniera a comerse a nadie, ahí. Todo empezó cuando Enrique me agarró una mano, como para siempre, porque Fernanda, desde que se conocieron, le habló de mí con muchísimo cariño, y también porque le regaló dos cassettes en los que yo cantaba la tragedia de mi vida, mi amor eterno por Luisa. Y yo no sabía, tú simple y llanamente no te lo imaginas, viejo, cuánto le gustaban a él mis canciones y mis estrofas habladas en versos tan espantosamente bellos, tú sí que no te lo imaginas, mi hermano. Todo esto hizo que él me autorizara a agarrarme con toda el alma, aunque disimulándolo bastante, es cierto, de la mano de Fernanda, quien, a su vez, conmovida al máximo por la tierna bondad de su Caupolican, conmigo, le apretó la mano a él ya para siempre, quedando configurado aquel círculo al que Sinatra le cantaba cosas cada vez más tristes, como si le estuviera adivinando el futuro o algo, a medida que se iban descorchando las botellas de vino tinto y Rodrigo se seguía portando como un verdadero angelito durmiente en el exilio.

Y tanto que, sólo cuando sus berridos muertos de hambre y caca y pila nos despertaron, a eso de las ocho de la mañana, aunque parece que el pobrecito llevaba horas chillando -algo le parecía haber oído a Fernanda, en pesadillas, ahora que lo pensaba bien-, nos soltamos por fin las manos y yo me quedé con la siguiente información, entre manos: Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, en efecto, había hecho una escala en Lima…

– ¿Que por qué? Pues entérate, idiota, no, pobrecito mío, nada de idiota… Entérate de que, si aquella vez, aquella inmunda vez en que me metí a la cama con el abyecto cantautor colombiano Ernesto Flores -hasta hoy me da asco, caray, pero que conste que salí limpiecitísima, ya casi virgen otra vez, oye, puestos a contar-, fue porque tu amor por Luisa me estaba matando y quise someterte a un verdadero electroshock sentimental, a ver si salías de tu catalepsia esa y te fijabas tan siquiera un poquito en mí, de lo puro inmundo que era el tal Ernesto Flores…

– Pero si casi vivíamos juntos, Fernanda…

– Pero, con el perdón de Enrique…

– Mis celos nunca son retrospectivos, mi amor -opinó, tolerantísimo, el araucanote. Y, con su sense of humour y todo, agregó-: Todos tenemos un pasado, mi querida Fernanda. Un pasado, y hasta varios, como en mi caso…

– Imbécil…

– Anda, mi Fernanda…

– Mira que no lo iba a decir, pero ahora que tú me sales con que tienes varios pasados, lo digo. Juan Manuel Carpio, al menos, sólo tiene un solo pasado, o sea que sí, que lo suelto: Sí, vivíamos casi juntos, mi hermanito, pero digamos que nada incestuosamente. O poquísimo, en todo caso. O, parafraseando a la santa, mira tú, Juan Manuel Carpio -y agárrame tú esta flor, esposo y paisaje mío de Catamarca-: Vivíamos casi juntos, sí, Juan Manuel lindo y querido, como México, pero tú casi no vivías en mí…

Gracias a Dios, de los momentos como éste, de gran tensión, se encargaba siempre Frank Sinatra, desde alguna de sus canciones y con esa voz de callejón sin salida, de impasse, de dead end, que usaba para entonar, casi hablándotelas, algunas de sus más tristes baladas.

Y la etapa siguiente, la del paso por Lima de la entrañable Fernanda María, también la comentó Sinatra, la matizó, en todo caso. Porque sólo quien ha tenido la peregrina idea de meterse a una Residencia para determinadas señoritas, sin darse cuenta, siquiera, como ella, puede conservar en el alma tanta limpieza de intención y tanta ingenuidad como para aparecerse nada menos que en una de las empresas que administraba la rubicunda e iracunda Luisa, en Lima. Pidió cita urgente y todo, con una importante tarjeta de la Unesco, que aún correspondía a la realidad, porque, en vista de que el inmundo electroshock al que me sometió con el abyecto cantautor Ernesto Flores parecía haber tenido efecto sobre mi tan querida persona, Fernanda María deseaba urgentemente hablar, de mujer a mujer, con Luisa, sobre estos dos temas.

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