– ¡Lo que es para mí, tú ya te largaste, Juan Manuel y punto! ¡Y en mi vida nadie ni nada me ha embarrado tanto como tú! ¡Y en mi vida nada me ha aliviado tanto como tu partida, tampoco! ¡O sea que en este mismo instante ya hace como mil horas que te largaste, que escampaste, o lo que sea, Juan Manuel y punto!
– It's all right with me-concluí, tomando mi guitarra, el último sorbo de whisky que quedaba en mi vaso, y arrojando, cual esponja en cuadrilátero, la gorra que Fernanda María me había regalado tres años atrás, ya, caramba, cómo pasa el tiempo, una helada Navidad de mierda más. Y tras concluir que, además de todo, me había quedado hasta sin mi gorra de trabajo, opté por la línea recta para alcanzar, en un abrir y cerrar de ojos, la puerta de mi mundo raro, luego su elegante y amplia escalerota de piedra, después, ya abajo, la tristeza de mierda del patio, sus bancas, sus macetas, sus enredaderas, y nuevamente la línea recta hasta el gran portal y la calle, y aquí en la mera lleca sí que ya qué chucha la línea recta y todo.
Señoras, señores, señoritas, el Che Guevara ha muerto. ¡Viva Salvador Allende! Éste era, para nosotros los latinoamericanos de París, al menos, el trasfondo histórico. Y por él se dirigía diariamente a la Unesco, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, cabizbaja por dentro y por fuera en su Alfa Romeo verde botella, el que contrastaba tan lindo con todo lo que en ella había de pelirrojo, o sea casi todo, vista así, por la ventana de su auto detenido en un semáforo, igual que yo, a pesar de que a mí me tocaba pasar, pero como que acababa de quedarme daltónico del todo para lo del tráfico, y todo lo contrario de daltónico para lo de Fernanda pelirroja en su Alfa Romeo verde…
Digo es un decir, pero, si alguien, si algún crítico o periodista, alguna vez, se enterase de la calidad y de la bellísima tristeza de mi arte, y me solicitara una entrevista y me preguntara:
– Con toda sinceridad, señor Carpio, ¿sería usted capaz de confesar cuál ha sido el momento más triste de su vida?
– Con mucho gusto y muchísima pena, sí: El momento más triste de mi vida ha sido un Alfa Romeo verde y una muchacha pelirroja, detenidos ambos ante un semáforo y sin tomarse siquiera el trabajo de intentar darse cuenta de que yo vivo en París y de que, por lo tanto, también puedo estar peatonalmente detenido ante el mismo semáforo.
– La muchacha se llamaba Luisa, como la Luisa de tantas de sus canciones de amor, ¿no es cierto, señor Carpio?
– Lo fue y lo sigue siendo en mis canciones y de alguna manera también en vida. Pero, existe, digamos, un matiz.
Luisa, embarcándose un día 13, en un vuelo número 1313, es un choc, algo atroz, es quedar muerto en vida, amputado por dentro para siempre, por más de que pueda usted luego ser campeón mundial de cien metros planos.
– Luisa es un trauma, entonces.
– En la medida en que una tragedia es un trauma, pues sí, Luisa lo es.
– Entonces volvamos al semáforo, señor Carpio, antes de que cambie de color y se le vaya a usted la tristeza.
– Es ahí donde ustedes, los críticos y los periodistas, se equivocan siempre, con nosotros, los artistas.
– Cómo así, señor Carpio.
– Ese semáforo no ha vuelto a cambiar nunca de color, señor. Ni tampoco el auto ni el pelo ni las pecas ni la mueca de impaciencia de la chica -porque no le cambia de luz nunca ese semáforo y va a llegar tarde al trabajo- han perdido jamás su eterno contenido de tristeza, full tristeza, señor.
– ¿Spleen de París, diría usted?
– Spleen de nada, señor. Puro y duro semáforo y Alfa Romeo, para siempre. Y puro Fernanda María atrapada para siempre, en el interior de un automóvil paralizado. Jamás una ciudad en el mundo ha tenido tantos semáforos y, sobre todo, tantos Alfa Romeo verdes como París, desde esa mañana. Y mire usted que el Alfa es un automóvil italiano y que en Francia no se ven tantos como uno creería, ni en un día de fiesta… Pero, bueno, jamás nos han entendido a nosotros, ustedes, los…
Pero el Alfa Romeo más triste y abundante del mundo, en París, el que se detuvo en mi tristeza para siempre, ante ese semáforo, no volvió a pasar nunca por esa esquina, a esa hora, ni por ninguna otra esquina. Y la próxima vez que volví a ver a Fernanda María, a Maía, a Mía, era ya una señora casada con un fotógrafo chileno, madre de un bebe de siete meses, que llegaba a París sin un centavo y en calidad de exiliada política.
Era invierno y 1974 y lo de Chile y lo de Pinochet. Esto estaba clarísimo. Pero ¿y lo de Fernanda María exiliada en París, en la misma ciudad donde yo la dejé de jefaza y estupendamente bien instalada? ¿Cómo, y en qué tiempo, podían haber ocurrido tantas cosas? ¿Y cómo habían podido ocurrirle tantas cosas a la pobre Fernanda, sobre todo? ¿Y de dónde se había sacado ese marido, por ejemplo? En todo caso, éstas eran las noticias que podía darme, esa mañana, a las once, recién despertado y levantado por un telefonazo en larga distancia de Rafael Dulanto, don Julián d'Octeville.
– Muchacho, a mí, tú sabes, me molesta mucho que se me despierte a semejantes horas. Uno es trasnochador, uno es nocherniego, uno gusta de recogerse al alba y dormir hasta el mediodía.
– Lamento el madrugón, don Julián.
– En este caso el madrugón es de otro tipo, estimado amigo. Porque se trata de una llamada que he atendido con el mayor interés y cariño, por ser nada menos que de nuestro común y dilecto amigo Rafael Dulanto.
– Sí. Trabaja ahora en la embajada de El Salvador, en Washington.
– Y me alegro, porque es un ascenso en su carrera, pero no por las noticias que me ha dado acerca de nuestra tan querida amiga, la señorita del Sacromonte, ¿la recuerda, usted?
– Sí… En un Alfa Rommeeeoooveeerdeeeee y y uu un semmmm…
– ¿Qué le ocurre, llora usted, querido amigo? Pues para llorar son las noticias, y ya veo que usted, digamos, no sólo se acuerda de la señorita…
– Desapa… desapare… ció en uuuunnn sema… en mil… setenta…
– Muchacho, súbase usted al primer taxi que encuentre, y véngase a mi casa. Invito yo el taxi, con almuerzo incluido. La señorita del Sacromonte, su esposo, y su hijito…
– ¡Qué!…
– Están vivitos y coleando y en París… Pero que huyen de la historia y sus horrores, y que hay que ayudarlos, dice nuestro dilecto amigo, Rafael Dulanto.
Por mi culpa, pero sin que yo tuviera culpa alguna, que así es la vida de complicada, también, qué no le había pasado a Fernanda María durante los tres interminables años en que nunca vi tanto Alfa Romeo verde y sin ella adentro por todas y cada una de las muchas ciudades por las que fui rodando y cantando, como un Rolling Stone que no hace verano, cual golondrina solitaria, quiero decir, aunque temporadas hubo en que hasta comí menos que uno de estos alegres pajaritos. Me alejé del mundo raro de Mía, y fui orgullosamente ingrato con el afecto que me habían demostrado, a chorros, amigos como Rafael Dulanto, Edgardo de la Jara, don Julián d'Octeville, Julio Ramón Ribeyro, y hasta el mismo Charlie Boston, cada vez que aparecía por París y terminábamos todos invitadísimos a comer en mundos tan inaccesibles para mí como el propio Maxims o el Grand Vefour.
Y a la loca de Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes le ocurrió, me imaginaba yo, mientras almorzaba con don Julián d'Octeville, algo bastante similar. Aunque sin deberle favor alguno a nadie, en su caso, tomó la determinación de alejarse de París y de tantos amigos que la querían y la admiraban inmensamente. Más algo de una convalidación de diplomas, que en París le estaba resultando prácticamente imposible, también, me acordaba ahora, durante el almuerzo con don Julián. Sí, lo de los diplomas era algo de lo que Mía me había hablado con fastidio, en más de una ocasión…