No bien lleguemos a San Salvador te aviso. Abrazos al señor don Miguel Ángel d'Octeville, tan lindo el viejo, y abrazos de siempre para ti, un pedito de Rodrigo y una risa de la Mariana.
Fernanda María
Me olvidaba: la suertuda de mi hermana ha logrado alquilar el mismo departamento de la rue Colombe. La muy simpática dueña se acordaba de mí y se lo dio a precio de regalo. Búscala, que ya se instaló. Es bien gringota y amiga de reírse bastante. Podrás ver el departamento que tuvimos… ¿Hemos tenido algo juntos, alguna vez, Juan Manuel Carpio? No insisto porque mis ojitos verdes no resisten. Busca a la Susy. Chau.
La tal Susy resultó ser tan simpática como inestable y el mundo para ella era como una broma gigantesca y permanente. Y un incesante ir y venir de un país a otro y de un trabajito a un cachuelo, pero todo siempre feliz. Hablaba de su hermana Fernanda María como de una diosa mal empleada y de su cuñado Enrique como de un alcohólico irascible y enternecedor, al mismo tiempo. En cierta manera, Susy suplió otra larga ausencia de cartas de Fernanda, pues siempre me mantuvo al día de lo que ocurría con ella y con su familia en San Salvador. Nada muy bueno, por supuesto.
Por otro lado, y como quien ni cuenta se da, Susy prácticamente se apropió, por un puñadito de francos, de aquel hermoso departamento que yo ahora recordaba como el corazón de lo que alguna vez llamé mi mundo raro. Susy abandonaba París durante semanas y meses, a cada rato, y como ni me avisaba, yo aparecía, tocaba la puerta, y encontraba con alguna amiga a la que ella le había prestado el departamento o con alguna de las otras hermanas de Fernanda María. La verdad, entre las seis hermanas del Monte, una pelirroja, dos muy morenas de ojos y pelo negros, una castaña de ojos pardos, y dos rubísimas de ojos azules, el único común denominador parecía ser, aparte de los apellidos, la nariz grande y aguileña y un incesante vagabundeo internacional, con excepción de la mayor de todas, Cecilia María, muy bien casada con un norteamericano y muy instalada en California, aunque con su narizota, eso sí, prácticamente desde que terminó el colegio.
Pero bueno, las noticias directas terminan por llegar, y el día bendito del 15 de marzo de 1979, recibí la siguiente, inmensa, sorpresa:
Querido Juan Manuel Carpio,
FÍJATE QUE VOY A PARÍS UNOS DÍAS!!!! Con muchísimas ganas de verte, con las manos llenas de encargos, de abrazos, de fotos, de dibujos y cuentos míos para niños. Ojalá logre encontrar algunos amigos y reunirnos. Los días que estaré serán pocos. La oficina con que trabajo me manda a un curso en Manchester. Brrr… Y después de Inglaterra tengo firme y alegre intención de fugarme a París a ver las gentes y lugares queridos. Estaré allá sólo una semanita. Y para rematar, serán los días de Semana Santa. Ojalá que no emigren en esas fechas todos los pájaros amigos.
Llegaré a tu pueblo el 7 de abril, y regreso el 15, o sea Domingo de Pascua Florida. Si acaso vas a salir en ese tiempo, por favor avísame, ya que realmente mi turismo es exclusivamente sentimental, y tal vez se pueda arreglar otras fechas si veo que hay una ausencia tan mayúscula como la tuya y la semana corre peligro de ser excesivamente santa.
Otra cosa: no tengo tu número de teléfono. Mándame telegrama, por favor.
Salgo de San Salvador el 25 de marzo y llego a Londres el 26 lunes. En Londres estaré donde mi hermana Andrea María, tel. 370 76 40. Dirección: 47A Evelyn Gardens. London SW-7.
Enrique se queda aquí, cuidando a los hijos abandonados, y cuidándose él de las tías, abuelos, etcétera, que estarán por supuesto alborotadísimas cuidando a los niños abandonados también. No le envidio su tarea. Pero llevo en la maleta algunos fuertes abrazos de él.
Pronto espero verte, y a los demás. Manda ese telegrama, por favor. Y dime si vas a estar o no. Como ves, el E.T.A. te lo he puesto íntegro, esta vez, con la ilusión de que París esté donde lo dejé y tú también.
Abrazos que allá serán mucho más abrazos,
Fernanda María
Nos dejamos capturar el uno por el otro, desde que nuestros labios se fueron directamente en busca de los labios del otro, no de las mejillas, ni de la frente, directa y ansiosamente a la boca del otro, y al abrazo muy fuerte, ya doloroso, se le escaparon brazos y manos que buscaban otras zonas del cuerpo, un seno, el corazón, las caderas, un resbalón por el muslo.
– Abandonemos este aeropuerto en el acto, Juan Manuel Carpio. No tenemos ni un minuto que perder. ¿Tienes auto o nos pagamos un taxi?
– Tengo un Alfa Romeo verde. El mismo modelo, sí. 1970 y los asientos de cuero.
– A lo mejor hasta huele a mí todavía, oye tú.
– Ya me habría dado cuenta, mi amor. Además, era azul. Lo acabo de hacer pintar.
– Qué alegre, Juan Manuel Carpio. Qué alegre y qué alegre y qué alegre.
– Julio Ramón Ribeyro, Edgardo de la Jara, y don Julián d'Octeville están en París. Sólo faltan Charlie Boston y Rafael Dulanto, pero bueno, qué le vamos a hacer, de ellos sabes tú siempre por allá.
– Vieras que en este instante ya no me provoca ver a nadie más que a ti.
– Eso puede arreglarse.
– ¿Y a cuál departamento vamos? El de la Susy está vacío, pues la muy ingrata -o la muy pertinente, ahora que lo pienso bien-, se me marchó a Roma justo para mi llegada.
– Escoge.
– El tuyo tiene menos pasado y, si nos convertimos en dos seres infames, hasta puede tener mucho más futuro.
– Fernanda…
– No sé cómo diablos vamos a hacer para salir impolutos de ésta, Juan Manuel Carpio. Pero saldremos, ya tú verás. Tú, por lo pronto, anda mirando esta cicatriz, aquí en tu cabecita roja. Mira. Me la partió como un coco, tu gran amigo y hermano. O sea que a lo mejor hasta tenemos derechos adquiridos. Mira que sí. Yo francamente creo que tenemos todos los derechos adquiridos del mundo, ahora que lo pienso bien, Juan Manuel Carpio. ¿O a ti te parece que estoy muy sobreexcitada?
– Lo que me parece es que tenemos un semáforo en rojo y un Alfa Romeo verde.
– Bésame, y que el de atrás se mate bocineando cuando se vuelva a poner verde. Bésame hasta que me olvide de que ahora el que maneja eres tú.
– Un Alfa Romeo de tercera mano…
– Bésame idiota, que esto se pone ámbar.
No vimos a nadie, aquellos días, y tuvimos toda la razón del mundo al actuar así, al escondernos superegoístamente. Los amigos comprendían perfectamente bien, además. Aquéllos eran nuestros siete días, nuestra semanita que podía ser para toda la vida, nuestro estar juntos por una vez en el mismo lugar y sabiendo ambos exactamente lo que deseábamos y cómo y cuánto tiempo nos era permitido amarnos, y que, por una vez en la vida que nuestro dichoso Estimated time of arrival había funcionado, lo que ocurría ahora es que todo un mundo nuevo -llamado esposo, hijos, dictaduras, exilios, problemas domésticos, en nuestro caso- había aparecido intempestivamente en los mapas del universo y sus rutas de navegación. En fin, ni más ni menos que Cristóbal Colón navegando contra viento y marea rumbo al Oriente de las especias y topándose con un tremendo asunto llamado América, en el camino.
No, pues, no teníamos tiempo para los amigos, aunque impolutamente Fernanda María los llamó a todos para saludarlos y hacerles saber que se hallaba en París y en mi casa y con mi Juan Manuel Carpio, y ellos, uno por uno, e impolutamente también, hicieron mutis por el foro, tras prometer una brevísima visita de mentira, para tomarse una copa de tinto también de mentira. Y el resto fueron tres salidas a restaurantes en los que Fernanda María había soñado comer conmigo y una visita muy seria, muy formal, sumamente protocolar y con su ramito de flores y todo, al semáforo del diablo que selló nuestro destino con un nada que hacer llenecito de las cosas que estábamos haciendo y soñábamos con seguir viviendo, un destino sin destino fijo, podríamos decir, pero en todo caso ahí estaba el semáforo ese, verde y rojo y otra vez verde y rojo, inamovible en esa esquina, eternamente en París, aunque un día de primavera lindo, eso sí, esta vez, pero bueno, mejor era que le dejáramos el ramillete de flores y volviéramos a mi departamento, a mi música nueva, a algún precioso cuento infantil que Mía deseaba leerme, a unos buenos quesos y un tinto muy correcto, mejor era que volviéramos, sí, ya estuvo bueno eso del soldado que regresa siempre al lugar de la guerra y la batalla precisa en que fue tan gravemente herido y con tremendas secuelas.