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Pero nada de esto era grave, ni siquiera importante, era sólo cotidiano y natural, y era, como quien dice, California y USA, y nosotros en medio de todo aquello, como pelícanos fuera de temporada. Y tampoco era grave lo de los niños, porque llegado el momento -y llegaba a cada rato-, Mía, madre perfecta y Tarzán en gimnasio, se ocupaba de ellos deliciosa, ejemplar y entrañablemente. O sea que ni siquiera era importante, tampoco, que Mariana y Rodrigo se pasaran horas y horas, día tras día, inventándose juegos de hermanitos que se adoran pero asimismo presienten que algo se pudre en el reino de Trinity Beach. Aunque mami, claro, siempre es San Tarzán. Y Papi por fin llegó y tú y yo lo adoramos y él, qué bárbaro, cuánto nos quiere, él siempre bebe que te bebe más vino, pero es que hasta cayéndose de borracho y de exilio nos idolatra. Y nuestros tíos María Cecilia y Paul son nuestros tíos en USA, y así son ellos por vivir aquí y la gente toda que nació o se acostumbró aquí es así, la buena y la mala, they are different, they are like that, así se dice eso, Mariana…

– ¿Y Juan Manuel Cantautor, Rodrigo?

– …Juan Manuel Cantautor es muy amigo de papi y de mami y, cuando tú no habías nacido todavía, Mariana, y, según papi, yo me pasaba la vida durmiendo o berreando o mamando o haciéndome la pila con caquita amarilla incluida, o sea cuando entonces, que es que eres tan bebe que no te acuerdas ni de que ya habías venido al mundo, que así también se dice nacer, Mariana, ya Juan Manuel Cantautor era tan amigo de papi y de mami que, cuando tuvimos que salir disparaditos de Chile y no tuvimos adonde ir, pues sí tuvimos adonde ir. Y ese sitio fue París, porque ahí tiene su casa y su guitarra y sus canciones el señor que es peruano y que a la mami le encanta que le cante.

Nada de eso, pues, era grave, ni siquiera importante, pero sí lo es la brutal intensidad con que yo deseo hacerle todo el bien del mundo a la mujer que amo, mientras ella no desea causarle ni el más mínimo rasguño en el cuerpo o en el corazón a un esposo al que sólo se le ocurre mover la pieza del vino o del whisky con palabras de Sinatra en aquel explosivo ajedrez que empieza casi desde el desayuno, que es cuando yo llego del motel de enfrente, en busca de la verdad en este amor. Beber y dejar que otros, en la voz de Sinatra, piensen, jueguen, sientan, por nosotros, esto es todo lo que Enrique desea, consciente como nunca esta vez de que no hay trampa alguna, pero sí un amor que parece excluirlo, un profundo amor que ha crecido, incluso por correspondencia, mientras él arrojaba portazos y patadas o partía a botellazos cabezas pelirrojas que, sin embargo, el amigo que se quedó en París y ahora ha llegado, jamás hubiera pasado de escarmenar, de besar, de peinar, de acariciar y de volver a besar. Enrique quiere melodías, donde la realidad requiere diálogo y palabras, Enrique quiere elevar a poesía el momento en que la verdad requiere de palabras duras, palabras y punto, prosa.

Y esto sí que es grave. Lo es porque Juan Manuel puede entender el silencio de Mía, por buena, por delicada, por tonta, por así educada, por idiota, por entrañable, y porque ese hombre es el padre que sus hijos adoran. Y esto también es grave, muy grave, porque Juan Manuel lleva desde que llegó sin caer en la fácil trampa del whisky o del vino más la música. Y así, sin beber una gota, espera como un jugador que ve ya cómo se tambalean, no un rey o una reina o una torre, sino una estrategia entera, la total concepción de algo que hace rato que dejó de ser un juego de melodías y de sus palabras. Juan Manuel calla pero no otorga, y esto sí que se nota a gritos.

Y a gritos se nota también que hay algo en él que ya no aguanta más, que puede estallar en cualquier momento, la noche esta en que nadie en la casona se ha atrevido a encender el tocadiscos que, de pronto, sin explicación alguna, Juan Manuel apagó al atardecer, y como quien dice para siempre. Y ahora pesa una noche tremenda sobre Trinity Beach y afuera sopla un viento fuerte y por los altos debe haber una ventana o una persiana mal cerrada, algo que golpea de rato en rato, enervantemente. Fernanda María se ha tumbado en el sofá y a su lado tiene una lámpara encendida, y, aunque está despeinada y toda descuidada, es preciosa. Juan Manuel no se lo ha querido ocultar, se lo ha repetido tres veces en treinta segundos, eres preciosa, mi amor, realmente preciosa, Mía. Y ahora hace unos interminables diez minutos que él se incorporó, se sirvió su primera copa de vino tinto en cinco días, sorbió apenas unas gotas, y se dirigió hasta ella. Se inclinó, despacio, le besó la frente, le acarició el rostro, larga y tendidamente le acarició también los hombros, y al regresar hacia el sillón en que había estado sentado cada día, cada mañana, cada tarde y cada noche, empezó a contar día a día y hora tras hora, con palabras que parecían traídas por el viento desde el mar oscurecido, desde la misma rompiente invisible de las olas, la forma en que la había empezado a querer para siempre, la incontenible intensidad con que esta noche estaba viviendo ese amor.

– En fin, nada que ninguno de nosotros tres no sepa ya -se interrumpía, de cuando en cuando, como quien espera un comentario.

Y era terriblemente grave que fueran las dos de la mañana y nunca llegara ese comentario. ¿O había que tomar como tal las lágrimas y los mocos y los hipos de llanto con que Fernanda María logró que enmudeciera en un par de ocasiones? También Enrique había lanzado algún desesperado y borracho sollozo, pero luego se había escondido por completo en el silencio total del fugitivo que sabe que el más mínimo paso en falso y ya lo descubrieron. Juan Manuel miró su reloj a los dos y veinticinco de la mañana, se incorporó, se acercó nuevamente hasta el sofá en que Fernanda María alzaba la cara para mirarlo, para adivinar sus intenciones, para sencillamente hacerle saber que sí, que le ha leído esas intenciones en los ojos, y que sí, que adelante, y que aquí estoy, tuya, Juan Manuel Carpio.

– Vámonos al motel, mi amor.

– Sí. Yo quiero ir, Juan Manuel Carpio. Pero parece que aún no soy lo suficientemente fuerte y prefiero que tú me cargues, que tú me lleves en tus brazos, tierna y alegremente, como a las novias más felices en el cine.

– Éramos hermanos, Juan Manuel -balbuceó, dolorosamente, Enrique, hundido en su sillón y en la vida.

– Créeme, Enrique, que nada de esto es contra ti. Créeme que todo ha sido siempre contra nosotros, contra Fernanda y contra mí, desde hace mucho tiempo, desde hace simple y llanamente demasiado tiempo, de golpe, esta noche.

– Lo sé, viejo. Pero también ha sido contra mí. Y lo sigue siendo.

– No has ayudado mucho que digamos a que las cosas cambien, Enrique.

– Eso es verdad, Juan Manuel. No he sabido ayudar. O sólo he ayudado con más tristezas y angustias, con mayores complicaciones y problemas. Eso es verdad, hermano Juan Manuel. Y también que he sido una bestia, un salvaje.

– Esa parte le corresponde juzgarla a Fernanda, Enrique.

– Fernanda, ¿juzgar? No quedaría un solo culpable en la historia de la humanidad, mi hermano, si a Fernanda la nombraran juez un cuarto de hora. Eso tú y yo lo sabemos de paporreta.

– En todo caso, yo ahora me voy al motel y quiero que ella se venga conmigo. Y tú mismo lo acabas de oír: también Fernanda desea que me la lleve en los brazos, tierna y alegremente, como a las novias más felices en el cine.

– Mañana mismo desaparezco, Juan Manuel… O sea que espérate hasta mañana, por favor… Y tú también, Fernanda, espérate, por favor… Háganlo… Espérense… Háganlo por no sé qué, ni por no sé quién, ya, pero háganlo…

Gravísimo fue que Fernanda María hablara recién entonces. Porque dijo que, como siempre, y de la forma más brutal y absurda, pero también de la forma más concreta del mundo, los tres terminaríamos yéndonos. Ella se iría a Oakland, o a cualquier otro lugar mejor, en California, hasta que llegara el día en que pudiera regresar al Salvador, y Enrique retornaría a San Salvador, hasta que llegara el momento en que pudiera volver definitivamente a Chile…

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