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Esta semana tengo el propósito de comenzar a buscar a mis compañeras de colegio. Hace unos días fui a visitar a mis monjas y estuvieron muy contentas de verme, y prometieron desplegar todas las velas para ayudarnos a los niños y a mí. Aquí en San Francisco pasé casi diez años en el Sagrado Corazón, en un bellísimo edificio en las colinas que miran la bahía. Y siempre es un placer ver de nuevo los tranquilos y frescos corredores de mármol, oler los pisos de madera encerada, y encontrar a algunas de las monjas que me enseñaron hace ya veinte años, y que todavía me recuerdan, como también recuerdan hasta a mis tías mayores que estudiaron con ellas, las más antiguas, hace ya como veinte mil años. De manera que eso es todavía uno de los placeres antiguos que puedo encontrar en la ciudad. La cercanía de una playa está muy bien para el primer rato, pero nunca podré tener el mismo cariño por un lugar que no es mío, como por ese San Francisco que tanto caminé y tanto viví, de estudiante, que son unos años que marcan tanto.

No te puedo decir nada de mí ni de qué será mi vida, simplemente porque no lo sé. He hablado muy muy claro con Enrique, pero parece que no me suelta ni a sol ni a sombra. Como tú dices, no se le ve salida a este asunto. Yo no quiero hacerle daño, pero necesito algún día en mi vida una persona que me quiera y que me respalde. En fin, yo creo que todo se hará, y que todo saldrá muy bien al fin. Aunque todavía no sé de qué manera se hará. Hay que seguir poniendo un pie a la vez, y con el tiempo algún camino se ha de abrir.

Para mientras, te quiero, pienso mucho en ti, y espero que todo lo tuyo esté bien.

Te abraza y te besa,

Fernanda María, la tuya

Pues con el mejor estilo militar, de golpe me entraron unas ganas atroces de meterles unos cuantos tancazos y varios batallones a todas estas consideraciones de Fernanda María por su araucanote. Frases de Mía, como Yo creo que todo se hará y todo saldrá bien al fin, nos estaban llevando a un inmovilismo, a un largo y verdadero período de profundo empantanamiento sentimental. Porque veamos: Enrique, en San Salvador, fatal; más yo, corriendo y cantautando de la Ceca a la Meca, pero al fin y al cabo ya definitivamente expulsado del festín parisino; y, allá en la mítica y selvática California, Tarzán María de la Trinidad del Monte Montes con las manos manchadas, llenas de callos y astillas, de tanto pintar y grabar letreros de restaurantes de tercera y panaderías de tres por medio, para paliar el hambre y la educación en inglés del niño y la niña de sus ojos. Así, jamás se iba a hacer ni todo ni nada en esta vida, aparte de quedarnos cada uno por su lado y a cual más varado que el otro.

O sea que había llegado el momento de hacerse y de deshacerse de Enrique, según mi sano juicio y entendimiento. Porque una cosa era que Mía fuera incapaz de herirlo, pero otra muy distinta que cada vez que el tipo se clavaba una nueva puñalada alcohólica y autodestructiva, allá en San Salvador, su autóctona y salvaje sangre pegara tremendo salto y chorrazo por encima de México y del Atlántico, y terminara salpicándonos y manchándonos de pies a cabeza a ella y a mí, y por dentro y por fuera, que es lo peor, y en lugares tan lejanos y diversos como pueden ser Berkeley, Oakland, Trinity Beach, San Francisco, por el lado americano, y Mallorca o París, por el lado europeo. La verdad, vaya con el araucanazo tan sanguíneo.

Y bueno, como había que actuar, pues actué. Y, en junio de ese mismo 1981, no bien me enteré de que el gigantón de la crin azabache y las manos salvajes andaba tras un probable visado que le daría, y muy pronto, a lo mejor, vía libre para visitar a su esposa e hijos en California, me presenté en el consulado norteamericano de París y obtuve yo también mi visado USA, en fechas y horas que me permitieron sobrevolar el Atlántico y aterrizar en el aeropuerto de Oakland, muy a tiempo para brindar yo también por el arribo de Enrique a California, puesto que desembarqué apenas una horita después que él, y de esta alegre, coincidente y muy fraternal manera pude ser recibido por la familia en pleno y, lo que es más, sin que ésta tuviera siquiera que soplarse dos veces el recorrido entre su exilado hogar californiano y el aeropuerto, y mientras Fernanda María, más Mía que nunca, se aprovechó de la feliz confusión natural para pedirme como nunca que le entonara, con todo el desparpajo del mundo, la canción aquella en que un arriero afirma que no hay que llegar primero, pero que hay que saber llegar…

De todo aquello amanecimos aún contentos los unos y los otros, pero confusos, eso sí, en la visión de lo que podrían traernos aquellos días. Sólo una cosa resultaba muy evidente, y era que teníamos por delante una semana en que los chicos podían faltar a la escuela y lo mejor era dirigirnos todos a Trinity Beach, aunque el tiempo estuviese más bien frío y nublado. Ahí, por lo menos, yo podría alojarme en un motelito que quedaba junto a la casa de María Cecilia, la hermana de Mía, y de su esposo muy gringote y con su toque de bienaventurado, más aun que de buena persona, y sus hijos y caballos y perros y gatos. Más lo de la playa, claro, importantísimo para que Mariana y Rodrigo, casi vestidos para la nieve, los pobrecitos, tuvieran mucho aire y espacio libre donde correr y perderse entre dunas y mansiones costeras, y, sobre todo, mucho ruido de olas en la distancia y mucho grito de pajarracos marinos y ensordecedores para que no oyeran nunca nada si se armaba la de Troya en casa de la tía María Cecilia, o en el bar del motel de enfrente, ahora que tan alegremente parecen haber llegado, sin embargo, nuestro papi y el señor cantautor y peruano del que mami habla siempre con un nudo de alegría en la garganta y que a cada rato le escribe unas cartas que la hacen reír y llorar muchísimo, según mami porque traen bastante inventiva en la manera de contar las cosas y también palabras llamadas arcaísmos y otras llamadas neologismos y otras más llamadas peruanismos.

Como Susy, la hermana de Mía que se había instalado en París, ahí en Trinity Beach, María Cecilia, la mayor de las seis hermanas del Monte Montes, pensaba con toda la sinceridad y el amor del mundo que su hermana Fernanda era sencillamente una diosa mal empleada, un genio con pésima suerte, y la mujer más noble y limpia y buena del mundo, pero que por ahora como que se había quedado largamente dormida en medio de una realidad de pesadilla, de la que nadie sino el tiempo y ella misma lograrían ayudarla a escapar algún día. Y el casi bienaventurado Paul, o sea el esposo y dueño de casa de María Cecilia, se limitaba a pensar con monosílabos y sonrisas, ambos en inglés, que a él le daba lo mismo que nos matáramos o no, o que fuéramos buenos o malos o perversos, o pobres o ricos o Vanderbilts, pero por la sencilla razón de que también le daba lo mismo la falla de San Andrés y que California y el mundo entero se acabaran mañana mismo, siempre y cuando, eso sí, él pudiera disfrutar hasta el último instante del apocalipsis de la presencia en este mundo de caballos y perros y gatos y patos y pollos y pajarracos marinos en la desnuda lontananza en que las olas del Pacífico estallaban con furor.

En fin, que el tipo nos ponía a todos, pero sobre todo a Enrique y a mí, y desde el desayuno, vino tinto y Frank Sinatra en cantidades industriales y sumamente hospitalarias, limitándose a enseñarnos el funcionamiento del tocadiscos y el sacacorchos antes de continuar su monosilábico y sonriente camino gringo hacia el mundo animal, allá al fondo del paisaje costero, entre dunas e inmensos y húmedos arenales. La verdad, yo hasta hoy sigo sin saber qué opinar del tal Paul, más conocido como el Gringote de la María Cecilia, al menos cuando no se hallaba presente, aunque sospecho que también su esposa se refería a él de esa manera entre totalmente tierna y absolutamente indiferente, y que no era otra cosa que el resultado de su propia actitud con nosotros, de su silencio con música por toneladas de Frank Sinatra, de su manera de beber exclusivamente té helado y al mismo tiempo ir dejando un reguero de whisky y vino tinto por donde pasaba, de amar tanto a los animales que a uno lo primero que se le ocurría pensar era en un San Francisco de Asís californiano, aunque siempre justo en el momento en que les soltaba a su esposa e hijos una expresión apabullantemente brutal, y acompañada además por un gesto tan vulgar y matonesco, que uno como que terminaba viendo visiones y hasta la mismísima reencarnación del pobrecito de Asís en Rambo en Vietnam, o también en el mismísimo Golfo de la Primera Guerra CNN, pero resulta que era precisamente entonces cuando de golpe parecía estar de regreso de un mundo de armamento químico nuclear en pleno uso televisivo y expansiva onda de odio letal y, mientras se nos acercaba e iba reconvirtiéndose en el Gringote de la María Cecilia, algo, algo sumamente limpio y buenote volvía a florecer en su rostro, y desde muy adentro de aquel Stallone cualquiera empezaba a resurgir el pobrecito de Asís que cohabitaba en él, y entonces, les juro, al humilde y tan sencillo gringote que pasaba monosilábico y sonriente por la sala de la casona vieja en la playa inmensa, descorchando nuevas botellas de vino y ofreciendo más whisky, hasta el mismísimo hábito de San Francisco de Asís le calzaba al alma como un guante.

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