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EL REGRESO

A L A S M O N T A Ñ A S
El Laberinto - pic_12.jpg

CAPÍTULO 63

Montes Sabarthès

Viernes 8 de julio de 2005

Audric Baillard estaba sentado a la mesa de lustrosa madera oscura de su casa, a la sombra de la montaña.

El techo del cuarto de estar era bajo y el suelo estaba pavimentado con grandes losas del color rojizo de la tierra de la montaña. Había hecho pocos cambios. A esa distancia de la civilización, no había electricidad, ni agua corriente, ni automóviles ni teléfono. El único ruido era el del reloj, marcando el paso del tiempo.

Había una lámpara de aceite sobre la mesa, ya apagada y, a su lado, una jarra de cristal, llena casi hasta el borde con guignolet, que inundaba la habitación con su sutil aroma a alcohol y cerezas. En el lado opuesto de la mesa, una bandeja de latón con dos copas y una botella de vino tinto sin abrir, junto a un pequeño cuenco de madera con bizcochos de especias, cubierto con una servilleta blanca de hilo.

Baillard había abierto los postigos para ver el amanecer. En primavera, los árboles de las afueras del pueblo se cubrían de apretados brotes blancos y plateados, mientras miles de capullos amarillos y rosa asomaban tímidamente entre los setos y las riberas. Pero a esa altura del año quedaba muy poco color, sólo el gris y el verde de las montañas, en cuya eterna presencia él había vivido tanto tiempo.

Una cortina separaba el rincón donde dormía del cuarto de estar. La pared del fondo estaba cubierta en su totalidad por una estrecha estantería, casi completamente vacía. Un viejo mortero, un par de cuencos y cucharones, unos cuantos botes… También libros, entre ellos los dos que él mismo había escrito, y las grandes voces de la historia de los cátaros: Delteil, Duvernoy, Nelli, Marti, Brenon, Rouquette… Obras de filosofía árabe se alineaban junto a traducciones de viejos textos judaicos y monografías de autores antiguos y modernos. Varias filas de novelas en ediciones de bolsillo, incongruentes con el ambiente, ocupaban el espacio que antes habían colmado las hierbas y pociones medicinales.

Estaba preparado para esperar

Baillard se llevó el vaso a los labios y bebió un buen trago.

¿Y si no venía? ¿Y si no averiguaba nunca la verdad de aquellas últimas horas?

Suspiró. Si no venía, entonces se vería obligado a dar los últimos pasos de su largo viaje en solitario. Como siempre había temido.

CAPÍTULO 64

Al amanecer, Alice estaba unos kilómetros al norte de Toulouse. Se detuvo en una gasolinera y bebió un par de tazas de café caliente, con azúcar, para centrarse.

Leyó la carta una vez más. Había sido franqueada en Foix el miércoles por la mañana. Era de Audric Baillard, indicándole cómo llegar a su casa. Sabía que era auténtica, porque reconoció la escritura negra, como de patas de araña.

De inmediato sintió que no tenía más opción que acudir.

Desplegó el mapa sobre el mostrador, intentando determinar con exactitud hacia dónde dirigirse. El caserío donde vivía no aparecía en el mapa, pero en la carta mencionaba suficientes referencias y nombres de pueblos cercanos, como para acotar el área general.

Estaba seguro -decía- de que Alice reconocería el sitio en cuanto lo viera.

Como precaución, que según comprendió debió haber tomado antes, Alice cambió su coche de alquiler en el aeropuerto por otro de marca y color diferentes, por si la estaban persiguiendo, y siguió su viaje hacia el sur.

Dejó atrás Foix, en dirección a Andorra, pasó por Tarascón y empezó a seguir las indicaciones de Baillard Abandonó la carretera principal en Luzenac y atravesó Lordat y Bestiac. El paisaje cambió. Le recordaba las laderas de los Alpes: florecillas de montaña, hierbas altas y casas parecidas a chalets suizos

Pasó por una extensa cantera, como una enorme cicatriz blanca abierta en un flanco de la montaña. Las imponentes torres del tendido eléctrico y los gruesos cables negros de las estaciones de invierno dominaban el paisaje, oscuros contra el cielo azul del verano.

Alice atravesó el río Lauze. Tuvo que poner la segunda marcha, al volverse más empinado el camino y más cerradas las curvas. Empezaba a marearse por los constantes giros, cuando de pronto se encontró en un pueblecito con dos tiendas y un bar que tenía una terraza en la acera con un par de mesas rodeadas de sillas. Para comprobar si seguía en la buena dirección, entró en el bar. Dentro, el aire estaba saturado de humo y varios hombres encorvados, de aspecto recio, rostros curtidos por la intemperie y monos azules se alineaban junto a la barra.

Alice pidió un café y desplegó ostentosamente el mapa sobre el mostrador. Por el rechazo a los extranjeros y en particular a las mujeres, nadie le dirigió la palabra durante un rato, pero al final consiguió entablar una conversación. Ninguno de los presentes había oído hablar de Los Seres, pero todos conocían la zona y la ayudaron en todo cuanto pudieron.

Siguió subiendo y poco a poco se fue orientando. El camino se volvió una senda, hasta que finalmente desapareció por completo. Alice aparcó el coche y se bajó. Sólo entonces, en el paisaje familiar, percibiendo plenamente los olores de la montaña, se dio cuenta por fin de que en realidad había dado una vuelta completa y se encontraba en el lado opuesto del pico de Soularac.

Alice subió hasta el punto más alto y se protegió la vista. En seguida identificó el estanque de Tort, una laguna de forma característica que los hombres del bar le habían aconsejado que localizara. A escasa distancia había otra laguna, conocida en el lugar como el lago del Diablo.

Finalmente, se encaminó hacia el pico de Saint-Barthélémy, entre el pico de Soularac y Montségur.

Justo enfrente, un sendero ascendía sinuoso a través de verdes matorrales, tierra ocre y matas de retama de un amarillo intenso. Las hojas oscuras de los arbustos de boj desprendían una fragancia punzante. Alice tocó las hojas y frotó el rocío entre los dedos.

Prosiguió el ascenso durante unos diez minutos, al cabo de los cuales el sendero desembocaba en un claro. Había llegado.

Una casa de una sola planta se erguía solitaria, rodeada de ruinas de piedra gris que se confundían con el color de las montañas. En la puerta había un hombre, muy delgado y muy viejo, con una mata de pelo blanco y el traje de color claro que recordaba haber visto en la foto.

Alice sintió como si sus piernas siguieran caminando solas. El suelo se niveló mientras daba los últimos pasos hacia el anciano. Baillard la miraba en silencio, completamente inmóvil. No sonrió, ni levantó la mano para saludarla. Ni siquiera habló ni se movió cuando ella se acercó. No dejaba de mirarla a la cara, con unos ojos de un color sorprendente.

«Ámbar mezclado con hojas de otoño.»

Alice se detuvo ante él. Sólo entonces el hombre sonrió. Fue como si el sol saliera de entre las nubes y transfigurara las arrugas y los surcos de su cara.

– Donaisela Tanner -dijo. Su voz era profunda y antigua como el viento en el desierto-. Benvenguda. Sabía que vendría. -Se apartó para dejarla entrar-. Pase, por favor.

Nerviosa e incómoda, Alice agachó la cabeza para pasar bajo el dintel y entró en la sala, percibiendo aún la intensidad de su mirada. Parecía como si quisiera aprenderse de memoria cada uno de sus rasgos.

– Monsieur Baillard -empezó ella, pero en seguida se interrumpió.

Era incapaz de pensar en algo que decir. El deleite y la maravilla que había suscitado en él su visita, así como su confianza en que ella acudiría, volvían imposible toda conversación normal.

– Se le parece mucho -dijo él lentamente-. Hay mucho de ella en su rostro.

– Sólo he visto fotos, pero yo también lo creo.

Él sonrió.

– No me refería a Grace -dijo suavemente, pero en seguida volvió la cabeza, como si hubiese hablado de más-. Por favor, siéntese.

Mirando discretamente a su alrededor, Alice advirtió la falta de equipamiento moderno. No había lámparas, ni radiadores de calefacción, ni nada eléctrico. Se preguntó si habría una cocina.

– Monsieur Baillard -empezó de nuevo-, es un placer conocerlo. Me estaba preguntando… ¿cómo ha sabido dónde encontrarme?

Una vez más, él sonrió.

– ¿Acaso importa?

Alice lo pensó un poco y comprendió que no.

– Donaisela Tanner, estoy al corriente de lo sucedido en el pico de Soularac, y tengo una pregunta que debo hacerle antes de seguir hablando. ¿Ha encontrado un libro?

Alice hubiese deseado más que nada en el mundo decirle que sí.

– Lo siento -respondió, sacudiendo la cabeza-. Él también me lo preguntó, pero no he visto ningún libro.

– ¿Él?

Ella frunció el entrecejo.

– Un hombre llamado Paul Authié.

Baillard hizo un gesto afirmativo.

– Ah, sí -dijo él, de una manera que hizo comprender a Alice que no necesitaba ninguna aclaración.

– Por otra parte, tengo entendido que encontró esto…

Levantó la mano izquierda y la apoyó sobre la mesa, como una jovencita presumiendo de anillo de compromiso. Entonces, para su asombro, Alice pudo ver que llevaba puesto el anillo de piedra. Sonrió. Le resultaba tremendamente familiar, aunque sólo lo había tenido en la mano unos segundos.

Tragó saliva.

– ¿Me permite?

Baillard se lo quitó del pulgar. Alice lo cogió y le dio unas vueltas entre los dedos, turbada una vez más por la intensidad de la mirada de él.

– ¿Es suyo? -se oyó decir, temerosa de que la respuesta fuera afirmativa, con todo lo que eso supondría.

Baillard tardó en contestar.

– No -dijo finalmente-, pero hace tiempo tuve uno como éste.

– ¿De quién es entonces?

– ¿No lo sabe? -replicó él.

Durante una fracción de segundo, Alice pensó que sí lo sabía. Pero en seguida desapareció el chispazo de entendimiento y su mente volvió a sumirse en la confusión.

– No estoy segura -dijo en tono titubeante, sacudiendo la cabeza-, pero creo que le falta esta pieza -añadió, mientras sacaba del bolsillo el disco del laberinto-. Estaba junto al árbol genealógico, en casa de mi tía. -Se lo entregó a Baillard-. ¿Se lo había enviado usted?

Baillard no respondió.

– Grace era una mujer encantadora, culta e inteligente. Ya en nuestra primera conversación descubrimos que teníamos varios intereses y experiencias en común.

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