Литмир - Электронная Библиотека

– ¿Para qué sirve? -insistió Alice, rehusando cambiar de tema.

– Es un merel. Antes había muchos. Ahora sólo queda éste.

Alice se quedó mirando atónita, mientras Baillard insertaba el disco en el hueco del cuerpo del anillo.

– Aquí. Ya está.

El anciano sonrió y volvió a ponerse el anillo en el pulgar.

– Es la llave que se necesita -dijo suavemente.

– ¿Que se necesita para qué?

Tampoco entonces respondió Baillard.

– Alaïs se le aparece a veces en sueños, ¿no?

El repentino giro de la conversación sorprendió a Alice, que no supo cómo reaccionar.

– Llevamos el pasado dentro de nosotros, en nuestros huesos, en nuestra sangre -prosiguió él-. Alaïs ha estado con usted toda su vida, cuidándola. Usted tiene muchas de sus cualidades. Ella era una mujer valerosa, con una serena determinación, lo mismo que usted. Alaïs era leal y constante, como sospecho que es usted. -Hizo una pausa y volvió a sonreírle-. Ella también tenía sueños. De épocas pasadas, de los comienzos. Los sueños le revelaron su destino, aunque ella se negaba a aceptarlo, del mismo modo que ahora sus sueños le iluminan a usted el camino.

Alice sentía como si las palabras del anciano le llegaran a través de una gran distancia, como si no tuvieran nada que ver con ella, ni con Baillard, ni con nadie en particular, sino que hubiesen existido desde siempre en el tiempo y el espacio.

– Siempre sueño con ella -dijo, sin saber adonde la llevaban sus palabras-. Con el fuego, la montaña, el libro… ¿Es ésta la montaña? -Él asintió-. Creo que intenta decirme algo. Últimamente veo con más claridad su cara, pero todavía no oigo lo que dice. -Titubeó un momento-. No entiendo qué quiere de mí.

– O usted de ella, quizá -repuso él en tono ligero. Baillard sirvió el vino y le ofreció una copa a Alice.

Pese a la hora temprana, Alice bebió varios sorbos, sintiendo que el líquido le transmitía su calidez al bajarle por la garganta.

– Monsieur Baillard, necesito saber qué le sucedió a Alaïs. Mientras no lo sepa, nada tendrá sentido. Usted lo sabe, ¿no es así?

Una expresión de abrumadora tristeza descendió sobre el anciano.

– Sobrevivió, ¿verdad? -dijo ella lentamente, temiendo oír la respuesta-. Después de Carcasona… Ellos no… no la capturaron, ¿no?

Él apoyó las manos sobre la mesa, con las palmas hacia abajo. Delgadas y con las manchas marrones propias de la edad, a Alice le recordaron las patas de un ave.

– Alaïs no murió antes de que llegara su hora -replicó él con cautela.

– Eso no responde a… -empezó a decir ella.

Baillard levantó una mano.

– En el pico de Soularac se han puesto en marcha ciertos acontecimientos que le darán (que de hecho nos darán) las respuestas que buscamos. Sólo comprendiendo el presente podremos averiguar la verdad sobre el pasado. Usted está buscando a su amiga, òc?

Una vez más, Alice se sorprendió por la forma en que Baillard saltaba de un tema a otro.

– ¿Cómo sabe lo de Shelagh? -preguntó.

– Estoy al tanto de la excavación y de lo sucedido allí. Ahora su amiga ha desaparecido y usted intenta encontrarla.

Persuadida de la inutilidad de tratar de comprender cómo era que sabía tanto ni cómo lo había averiguado, Alice respondió.

– Salió de la casa del yacimiento hace un par de días. Nadie ha vuelto a saber nada de ella desde entonces. Sé que su desaparición está relacionada con el descubrimiento del laberinto. -Dudó un momento. -De hecho, creo que sé quién puede estar detrás de todo esto. Al principio pensé que Shelagh podía haber robado el anillo.

Baillard sacudió la cabeza.

– Yves Biau lo cogió y se lo envió a su abuela, Jeanne Giraud.

Los ojos de Alice se abrieron al ver que otra pieza del rompecabezas encajaba en su sitio.

– Yves y su amiga trabajan para una mujer llamada madame De l’Oradore. -Hizo una pausa-. Afortunadamente, Yves tenía sus reservas al respecto. Su amiga también, quizá.

Alice asintió.

– Biau me dio un número de teléfono. Después descubrí que Shelagh había llamado al mismo número. Averigüé la dirección y, al no obtener respuesta, pensé que lo mejor sería ir a ver si la encontraba. Resultó ser la casa de madame De l’Oradore. En Chartres.

– ¿Ha ido usted a Chartres? -Los ojos de Baillard brillaban-. Cuénteme, cuénteme qué ha visto.

El anciano escuchó en silencio, hasta que Alice terminó de contarle todo lo que había visto y oído.

– Y ese joven, Will, ¿no le enseñó la cámara subterránea?

Alice sacudió la cabeza.

– Al cabo de un tiempo, empecé a pensar que quizá ni siquiera existía.

– Existe -repuso Baillard.

– Me dejé la mochila en la casa. Tenía allí todas mis notas sobre el laberinto y la foto suya con mi tía. Los podía conducir directamente hacia mí. -Calló un momento-. Por eso Will volvió a buscarla.

– ¿Y ahora teme que también le haya pasado algo a él?

– A decir verdad, no estoy segura. La mitad del tiempo, temo por él. El resto, creo que probablemente colabora con ellos en todo esto.

– ¿Por qué creyó que podía confiar en él?

Alice levantó la vista, intrigada por su repentino cambio de tono. La expresión benevolente y suave del anciano había desaparecido.

– ¿Se siente en deuda con él? -añadió Baillard.

– ¿En deuda con él? -repitió Alice, asombrada por las palabras escogidas-. No, en absoluto. Apenas lo conozco. Pero, no sé, supongo que me atrajo. Me sentí a gusto en su compañía. Me sentí…

– ¿Cómo?

– Era más bien lo contrario. Le parecerá una locura, pero era como si él estuviera en deuda conmigo. Como si me estuviera compensando por algo que había hecho.

Sin previo aviso, Baillard se levantó bruscamente de la silla y fue hacia la ventana. Era evidente que se encontraba en un estado de cierta confusión.

Alice esperó un momento, sin comprender lo que estaba sucediendo. Finalmente, el anciano se volvió hacia ella.

– Le contaré la historia de Alaïs -dijo-. Conociéndola, quizá encontremos el valor de hacer frente a lo que está por venir. Pero sépalo, donaisela Tanner, una vez que la haya oído, no tendrá más remedio que seguir el camino hasta el final.

Alice frunció el ceño.

– Suena como una disuasión.

– No -se apresuró a decir él-, nada de eso. Pero no debemos olvidar a su amiga. Por lo que ha oído mientras estaba escondida, debemos suponer que su seguridad está garantizada hasta esta noche, por lo menos.

– Pero no sé dónde van a reunirse -replicó ella-. François-Baptiste no lo dijo. Sólo mencionó que la cita era al día siguiente a las nueve y media.

– Creo que sé dónde es -dijo Baillard serenamente-. Al anochecer estaremos allí, esperándolos -A través de la ventana, miró el sol del alba-. Eso quiere decir que tenemos cierto tiempo para hablar.

– Pero ¿y si se equivoca?

Baillard se encogió de hombros.

– Tendremos que confiar en que no sea así.

Alice guardó silencio un momento.

– Sólo quiero saber la verdad -dijo, asombrada por lo firme que sonaba su voz.

Él sonrió.

– Ieu tanben -contestó él-. Yo también.

CAPÍTULO 65

Will sintió que lo arrastraban por el estrecho tramo de escalera que bajaba hasta el sótano y después por el pasillo de suelo de hormigón entre las dos puertas. Tenía la cabeza colgando sobre el pecho. El olor a incienso era menos intenso, pero todavía flotaba, como un recuerdo, en la silenciosa penumbra subterránea.

Al principio, Will pensó que lo estaban llevando a la cámara y que iban a matarlo. La imagen del bloque de piedra al pie de la tumba y del suelo ensangrentado surgió como un destello en su memoria. Pero entonces topó con un peldaño y sintió el aire fresco de la mañana en la cara y se dio cuenta de que estaba fuera, en una especie de sendero que discurría por detrás de la casa, paralelo a la Rue du Cheval Blanc. En el aire flotaban los olores de la primera hora de la mañana, a granos de café quemados y residuos, con el ruido del camión de la basura a escasa distancia Will comprendió que así debieron de bajar el cadáver de Tavernier desde la casa hasta el río.

Un espasmo de terror le sacudió el cuerpo, haciendo que se debatiera un poco, lo suficiente para comprobar que tenía las piernas y los brazos atados. Oyó que alguien abría el maletero de un coche, donde medio lo arrojaron y medio lo empujaron. No era un maletero corriente, sino una especie de caja grande. Olía a plástico.

Al darse la vuelta con dificultad sobre un costado, su cabeza tocó el fondo del contenedor y sintió que se le abría la piel alrededor de la herida. Por la sien le empezó a caer la sangre, irritante y acida. No podía mover las manos para enjugársela.

Sólo entonces se recordó a sí mismo de pie delante de la puerta del estudio y el enceguecedor estallido de dolor que vino después, cuando François-Baptiste descargó la pistola sobre un costado de su cabeza, y a continuación sus rodillas cediendo y la imperiosa voz de Marie-Cécile, preguntando una vez más qué estaba pasando.

Una mano encallecida lo agarró por un brazo. Sintió que le levantaban la manga y que la afilada punta de una aguja le perforaba la piel. Como acababan de hacer ahora. Después, el ruido de un pestillo cerrándose y de una especie de cubierta, quizá una lona, que alguien extendía sobre su encierro.

La droga le circulaba por las venas, fría y placentera, anestesiándole el dolor. Neblina. Varias veces perdió y recuperó el conocimiento. Sintió que el vehículo aceleraba. Experimentaba náuseas cada vez que su cabeza rodaba de un lado a otro con las curvas. Pensó en Alice. Más que cualquier otra cosa, ansiaba verla. Decirle que había hecho todo lo posible. Que no la había traicionado.

Empezó a sufrir alucinaciones. Imaginaba las verdes aguas del río Eure, arremolinadas y turbias, inundándole la boca, la nariz y los pulmones. Intentó retener en la mente el rostro de Alice, sus ojos pardos de grave mirada, su sonrisa… Si podía conservar consigo su imagen, quizá todo saliera bien.

Pero el miedo a ahogarse, a morir en un lugar extraño que no significaba nada para él, fue más fuerte. Se perdió en la oscuridad.

En Carcasona, Paul Authié estaba en su balcón, contemplando el río Aude, con una taza de café en la mano. Había utilizado a O’Donnell como señuelo para atraer a François-Baptiste de l’Oradore, pero su instinto rechazaba la idea de hacer que ella le diera un libro falso. El muchacho descubriría el engaño. Además, no quería que viera el estado en que se encontraba la chica, porque comprendería que todo había sido una trampa.

93
{"b":"98885","o":1}