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«Por lo menos mi padre no vivió para ver al vizconde en manos de los franceses.»

– Esclarmonda mejora día a día, pero aún está débil. ¿Podría abusar un poco más de tu bondad, Gastón, y pedirte que la saques de la Ciutat ? -Hizo una pausa-. Por razones que no me atrevo a confiarte, por tu bien y por el de Esclarmonda, sería aconsejable que viajásemos separados.

Gastón hizo un gesto afirmativo.

– ¿Teméis que los que le infligieron esas heridas terribles aún la estén buscando?

Alaïs lo miró sorprendida.

– Pues sí -admitió.

– Será un honor ayudaros, dòmna Alaïs -dijo el hombre ruborizándose-. Vuestro padre… Era un hombre justo.

Ella asintió con la cabeza.

– Sí que lo era.

Mientras los rayos moribundos del sol poniente pintaban los muros exteriores del Château Comtal con una fiera luz anaranjada, la plaza de armas, los pasillos y la Gran Sala estaban en silencio. Todo estaba abandonado, vacío.

En la puerta de Aude, una muchedumbre asustada y confusa estaba siendo conducida en masa, con cada individuo empeñado desesperadamente en no perder de vista a sus seres queridos, sin reparar en las muecas despectivas de los soldados franceses, que los contemplaban como si fueran menos que humanos. Las manos de los militares estaban apoyadas en las empuñaduras de las espadas, como esperando únicamente una excusa.

Alaïs confiaba en que su disfraz fuera lo bastante bueno. Caminaba con dificultad, calzada con botas masculinas demasiado grandes para ella, intentando no quedar demasiado rezagada respecto al hombre que marchaba delante. Se había vendado el pecho para aplastárselo y también para ocultar el libro y la copia sobre pergamino. Con calzas, jubón y un sombrero corriente de paja, tenía el aspecto de cualquier muchacho. Llevaba guijarros en la boca para alterar la forma de su cara y se había frotado con barro el pelo, para ocultar su color, después de cortárselo.

La columna avanzaba. Alaïs mantenía la vista baja por temor a cruzar su mirada con la de alguien que pudiera reconocerla y delatarla. En las proximidades de la puerta, la columna se estiraba hasta convertirse en una fila cuyos integrantes marchaban de uno en uno. Había cuatro cruzados de guardia, de expresión áspera y rencorosa. Estaban parando a la gente, obligándola a quitarse la ropa para demostrar que no llevaban nada disimulado debajo.

Alaïs vio que los guardias habían parado la litera de Esclarmonda. Con un pañuelo apretado contra la nariz, Gastón les estaba explicando que su madre estaba muy enferma. Uno de los guardias descorrió la cortina y de inmediato retrocedió. Alaïs reprimió una sonrisa. Había metido carne podrida en una vejiga de cerdo y la había cosido a unas vendas sanguinolentas que le había puesto a Esclarmonda en el tobillo.

El guardia les hizo señas para que continuaran.

Sajhë iba algo más atrás, viajando en compañía del sènher Couza, su mujer y sus seis hijos, que se le parecían por el color de la tez. También le había frotado polvo en el pelo, para oscurecérselo. Lo único que no podía disimularle eran los ojos, por lo que el chico tenía instrucciones estrictas de no levantar la vista si podía evitarlo.

La fila siguió avanzando. «Es mi turno.» Habían acordado que Alaïs fingiría no entender si alguien se dirigía a ella.

– Tu! Païsan. Que est ce que tu portes?

Ella siguió andando con la cabeza gacha, resistiendo la tentación de tocarse el vendaje que le rodeaba el cuerpo.

– Eh, tu!

La lanza surcó el aire y Alaïs se preparó para recibir un golpe que finalmente no recibió. En lugar de eso, la niña que marchaba delante de ella cayó derribada. Entre el polvo del suelo, buscó con manos nerviosas su sombrero, mientras levantaba la cara asustada hacia su acusador.

– Un can.

– ¿Qué dice? -masculló el guardia-. No le entiendo nada.

– Un perro. Tiene un cachorro.

Antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba pasando, el soldado le había arrebatado el perro de los brazos y lo había atravesado con la lanza. La sangre salpicó el vestido de la niña.

–  Allez ! Vite.

La pequeña estaba demasiado conmocionada como para moverse. Alaïs la ayudó a ponerse de pie y la animó a seguir avanzando, guiándola a través de la puerta y resistiendo al impulso de volverse para ver cómo estaba Sajhë. En poco tiempo estuvo fuera.

«Ahora los veré.»

Sobre la colina que dominaba la puerta, estaban los barones franceses. No eran los jefes, que según suponía Alaïs estarían esperando al final de la evacuación para hacer su entrada en Carcasona, sino diversos caballeros que lucían los colores de Borgoña, Nevers y Chartres.

Al final de la fila, junto al sendero, había un hombre alto y delgado a lomos de un espléndido garañón gris. A pesar del largo verano meridional, su tez conservaba aún un blanco lechoso. Junto a él estaba François y, al lado de éste, Alaïs reconoció el familiar vestido rojo de Oriane.

Pero Guilhelm no estaba con ellos.

«Sigue andando con la mirada fija en el suelo.»

Estaba tan cerca que podía percibir el olor a cuero de las sillas y las riendas de los caballos. La mirada de Oriane parecía quemarla.

Un anciano de ojos tristes y apesadumbrados le dio un golpecito en el hombro. Necesitaba ayuda para no caer por la pronunciada pendiente. Alaïs le ofreció su brazo. Era el golpe de suerte que necesitaba. Con todo el aspecto de ser un nieto con su abuelo, pasó directamente bajo los ojos de Oriane sin ser reconocida.

El camino parecía interminable. Finalmente, llegaron a una zona sombreada, al pie de la cuesta, donde el terreno se nivelaba y empezaban los bosques y las ciénagas. Tras acompañar al anciano hasta verlo reunido con su hijo y su nuera, Alaïs se separó del grupo principal y se escabulló entre los árboles.

En cuanto se perdió de vista, la joven escupió los guijarros que tenía en la boca. Tenía las encías secas y doloridas. Se frotó las mandíbulas, intentando aliviar la molestia. Se quitó el sombrero y se pasó los dedos por la áspera cabellera. Tenía el pelo como paja mojada. Le pinchaba y le molestaba en la nuca.

Un grito en la puerta atrajo su atención.

«No, por favor. Que no sea él.»

Un soldado tenía agarrado a Sajhë por la parte trasera del cuello. Alaïs podía ver al muchacho pataleando en el aire, tratando de soltarse. Tenía algo en las manos. Un cofre pequeño.

A la joven se le heló el corazón. No podía arriesgarse a retroceder, por lo que se veía completamente impotente. Na Couza intentó discutir con el soldado, que le propinó un golpe en la cabeza, derribándola al suelo. Sajhë aprovechó la ocasión para soltarse y escabullirse, corriendo a toda prisa cuesta abajo, mientras el sènher Couza ayudaba a su mujer a incorporarse.

Alaïs contuvo la respiración. Por un momento pareció que todo iba a salir bien. El soldado había perdido todo interés. Pero entonces Alaïs oyó unos gritos de mujer. Era Oriane, que señalaba a Sajhë y les estaba ordenando a los guardias que lo detuvieran.

«Lo ha reconocido.»

Sajhë no era Alaïs, pero era lo mejor que podía encontrar después de su hermana.

Hubo un inmediato rebrote de actividad. Dos de los guardias emprendieron la persecución cuesta abajo, en pos de Sajhë, pero el muchacho era más veloz y corría con más seguridad y confianza. Lastrados por sus armas y corazas, los soldados no eran rivales para un chico de once años. Silenciosamente, Alaïs lo animaba, mientras observaba la vertiginosa carrera del muchacho, a un lado y a otro, saltando y salvando los tramos irregulares del terreno, hasta llegar al amparo del bosque.

Al comprender que estaba a punto de perderlo, Oriane envió a François para que lo siguiera. Su caballo partió atronador por la senda, resbalando a veces sobre la tierra reseca, pero ganando terreno rápidamente. Sajhë se perdió en el sotobosque, con François pisándole los talones.

Alaïs comprendió que Sajhë iba rumbo a las ciénagas donde el Aude se abre en varios brazos. El terreno era verde y parecía un prado en primavera, pero por debajo era mortífero. La gente del lugar evitaba internarse por esos parajes.

Alaïs se encaramó a un árbol para ver mejor. François no se había percatado del tipo de terreno donde se estaba adentrando Sajhë, o quizá no le preocupaba, porque seguía espoleando a su corcel. «Está ganando terreno.» Sajhë trastabilló y estuvo a punto de caer, pero logró seguir corriendo, zigzagueando a través de la maleza, entre cardos y zarzamoras.

De pronto, François dejó escapar un alarido de cólera, que de inmediato se transformó en alarma. Los inestables lodos habían atrapado las patas traseras de su caballo. El aterrorizado animal relinchaba, agitando las extremidades. Con cada intento desesperado, no hacía más que acelerar su hundimiento en el limo traicionero.

François abandonó la montura e intentó llegar a nado al borde del pantano, pero sólo consiguió hundirse más y más, atrapado por el fango, hasta que únicamente las puntas de sus dedos resultaron visibles.

Después, se hizo el silencio. A Alaïs le pareció que incluso las aves habían dejado de cantar. Temiendo por la vida de Sajhë, se dejó caer al suelo, justo cuando aparecía el muchacho. Tenía la cara del color de la ceniza y el labio inferior le temblaba de cansancio, pero aún llevaba aferrado el cofrecito de madera.

– Hice que se adentrara en el pantano -dijo.

Alaïs le apoyó una mano en el hombro.

– Lo sé. Has sido muy listo.

– ¿Él también era un traidor?

Ella asintió.

– Creo que era eso lo que Esclarmonda intentaba decirnos.

Alaïs hizo un mohín. Se alegraba de que su padre no hubiera vivido para saber que François lo había traicionado, pero en seguida sacudió la cabeza, como apartando esos tristes pensamientos.

– Pero ¿por qué lo has hecho, Sajhë? ¿Cómo se te ha ocurrido coger ese cofre? ¡Han estado a punto de matarte por esa caja!

– La menina me pidió que lo guardara bien y lo cuidara.

Sajhë extendió los dedos por el fondo del cofre, hasta que pudo apretar los dos lados a la vez. Se oyó un chasquido, y entonces hizo girar la base, revelando un doble fondo. Metió la mano y sacó un trozo de tela.

– Es un mapa. La menina dijo que lo necesitaríamos.

Alaïs lo comprendió de inmediato.

– No piensa venir con nosotros, ¿verdad? -dijo apesadumbrada, intentando reprimir las lágrimas que acudían a sus ojos.

Sajhë hizo un gesto negativo.

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