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Oriane hizo una nueva reverencia.

– Gracias, messer.

El vizconde dio unas palmadas.

– ¡Ensillad los caballos!

Oriane se mantuvo cerca de Guilhelm mientras cabalgaban a través de las tierras devastadas, hacia el pabellón del conde de Nevers, donde iban a reunirse para parlamentar. Desde la Cité, los que tenían fuerzas para escalar las murallas contemplaban en silencio cómo se alejaban.

Nada más entrar en el campamento, Oriane se escabulló. Haciendo oídos sordos a los lascivos y ásperos gritos de los soldados, siguió a François a través de un mar de tiendas hasta encontrar los colores verde y plata de Chartres.

– Por aquí, dòmna -murmuró François, señalando un pabellón ligeramente apartado de todos los demás. Los soldados se cuadraron al ver que se acercaban y cruzaron las lanzas delante de la entrada. Uno de ellos reconoció a François y así lo demostró con un leve gesto de la cabeza.

– Dile a tu señor que dòmna Oriane, hija del difunto senescal de Carcassona, está aquí y quiere ser recibida por el señor D’Evreux.

Oriane corría un riesgo tremendo al presentarse ante él. Por François sabía de su crueldad y de su temperamento impulsivo. Se estaba jugando mucho.

– ¿Para qué quiere verlo? -preguntó el soldado.

– Mi señora no hablará con nadie que no sea el señor D’Evreux.

El hombre dudó un momento, pero finalmente se agachó para pasar por la abertura y desapareció en el interior de la tienda. Instantes más tarde, salió y les indicó que lo siguieran.

La primera impresión que se llevó Oriane de Guy d’Evreux no hizo nada por disipar sus temores. Cuando entró en la tienda, estaba de espaldas, pero al volverse ella vio unos ojos grises como el pedernal que ardían en la palidez de su rostro. Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás y aceitado, dejando la frente al descubierto, al estilo francés. Tenía el aspecto de un halcón a punto de atacar.

– Señora, he oído hablar mucho de vos. -Su voz era serena y firme, pero con una insinuación acerada en el fondo-. No esperaba tener el placer de conoceros personalmente. ¿En qué puedo ayudaros?

– Confiaba en hablar más bien de lo que yo puedo hacer por vos, señor -replicó ella.

Antes de que pudiera darse cuenta, Evreux la tenía agarrada por la muñeca.

– Os lo advierto, madame Oriane, no me vengáis con juegos de palabras. Aquí no os servirá de nada vuestra pueblerina afectación meridional.

Oriane sentía que François, detrás de ella, se estaba controlando para no reaccionar.

– ¿Tenéis noticias para mí, sí o no? -preguntó Evreux-. ¡Hablad!

La joven intentó serenarse.

– Ésta no es manera de tratar a quien viene a ofreceros aquello que más deseáis -repuso, mirándolo a los ojos.

Evreux levantó un brazo.

– Podría sacaros la información a golpes. Más os vale hablar de una vez y ahorrarnos tiempo a los dos.

Oriane le sostuvo la mirada.

– A golpes sólo averiguaríais una parte de lo que puedo deciros -replicó ella, manteniendo la voz tan firme como pudo-. Habéis invertido mucho en la búsqueda de la Trilogía del Laberinto. Yo puedo daros lo que deseáis.

Evreux se la quedó mirando fijamente durante un momento y bajó el brazo.

– Tenéis valor, madame Oriane, lo reconozco. Queda por ver si además tenéis sabiduría.

Chasqueó los dedos y entró un criado con vino en una bandeja. A Oriane le temblaban demasiado las manos como para arriesgarse a coger una copa.

– No, gracias, señor.

– Como queráis -dijo él, indicándole que se sentara-. ¿Qué pedís a cambio, madame?

– Si os entrego lo que buscáis, quiero que me llevéis al norte con vos cuando regreséis -Por la expresión de la cara de Evreux, Oriane comprendió que finalmente había logrado sorprenderlo-. Como vuestra esposa.

– Ya tenéis marido -dijo Evreux, mirando por encima de su cabeza a François para confirmarlo-. El escribano de Trencavel, por lo que he oído ¿No es así?

Oriane le sostuvo la mirada.

– Siento decir que mi marido ha muerto. Fue alcanzado por un proyectil, dentro del recinto amurallado, mientras cumplía con su deber.

– Mis condolencias por vuestra pérdida. -Evreux unió sus dedos largos y delgados apoyando las yemas unas contra otras, a modo de tienda-. Este asedio podría durar años. ¿Por qué estáis tan segura de que pienso regresar al norte?

– Según creo, señor -respondió ella, escogiendo sus palabras con esmero-, vuestra presencia aquí no obedece más que a un propósito. Si con mi ayuda lográis concluir rápidamente lo que habéis venido a hacer al sur, no veo razón para que prolonguéis vuestra estancia más allá de los cuarenta días comprometidos.

Evreux le sonrió con los labios apretados.

– ¿No tenéis confianza en la capacidad persuasiva de vuestro señor, el vizconde Trencavel?

– Con todos los respetos que me merecen aquellos bajo cuyos estandartes guerreáis, señor mío, no creo que el noble abad tenga intención de poner fin a esta campaña por la vía diplomática.

Evreux siguió mirándola. Oriane contuvo el aliento.

– Jugáis bien vuestras cartas, madame Oriane -dijo finalmente

Ella inclinó levemente la cabeza, pero no habló. Él se incorporó y avanzó hacia ella.

– Acepto vuestra proposición -le dijo, tendiéndole una copa.

Esta vez, Oriane aceptó.

– Hay algo más, señor -dijo ella-. En la comitiva del vizconde Trencavel hay un chavalièr, Guilhelm du Mas. Es el marido de mi hermana. Sería aconsejable, si está en vuestro poder, tomar medidas para limitar su influencia

– ¿De forma permanente?

Oriane sacudió la cabeza

– Aún puede resultar útil para nuestros planes, pero sería conveniente reducir su influencia. El vizconde Trencavel lo tiene en muy alta estima, y ahora que mi padre ha muerto…

Evreux hizo un gesto afirmativo y despidió a François.

– Y ahora, madame Oriane -añadió en cuanto estuvieron a solas-, basta de equívocos. Decidme lo que tenéis para ofrecer.

CAPITULO 62

Alaïs, Alaïs, despertad!

Alguien la estaba sacudiendo por los hombros. No podía ser. En ese momento estaba sentada a orillas del río, en la apacible luz tamizada de su claro en el bosque. Sentía el agua fresca lamiéndole los dedos de los pies y el tacto suave del sol acariciándole las mejillas. Sobre la lengua percibía el sabor intenso del vino de Corbières y en la nariz notaba el aroma embriagador del tibio pan blanco que se estaba llevando a la boca.

Junto a ella estaba Guilhelm, que se había quedado dormido sobre la hierba.

¡Era tan verde el mundo y tan azul el cielo!

Se despertó sobresaltada y se encontró en la húmeda penumbra de los túneles. Sajhë estaba de pie a su lado.

– ¡Tenéis que despertaros, dòmna !

Alaïs logró incorporarse y sentarse.

– ¿Qué pasa? ¿Cómo está Esclarmonda?

– El vizconde Trencavel ha sido hecho prisionero.

– ¿Prisionero? -se sorprendió ella diciendo-. ¿Cómo? ¿Por quién?

– Dicen que ha sido a traición. Dicen que los franceses lo llevaron con engaños a su campamento y lo redujeron por la fuerza. Otros afirman que se entregó por su propia voluntad, para salvar la Ciutat , y que…

Sajhë se interrumpió. Incluso en la semioscuridad, Alaïs vio que al chico se le encendían las mejillas.

– ¿Y qué más?

– Dicen que dòmna Oriane y el chavalièr Du Mas estaban con el vizconde. -Vaciló un momento-. Tampoco ellos han regresado.

Alaïs se puso de pie. Miró a Esclarmonda, que estaba durmiendo plácidamente.

– Está descansando. Estará bien aunque nos marchemos un momento. Ven. Tenemos que averiguar lo que ha sucedido

Corrieron rápidamente por el túnel y treparon por la escalerilla. Alaïs abrió de un golpe la trampilla e izó a Sajhë tras ella.

Fuera, las calles estaban atestadas, llenas de una muchedumbre asustada que se movía sin rumbo en todas direcciones.

– ¿Puede decirme qué está pasando? -le gritó Alaïs a un hombre que pasó corriendo.

El hombre sacudió la cabeza y prosiguió su carrera. Sajhë cogió a Alaïs de la mano y la arrastró hasta una casita del otro lado de la calle.

– Gastón lo sabrá.

Alaïs lo siguió. Gastón y su hermano Pons se levantaron de sus asientos cuando ellos entraron.

– Dòmna!

– ¿Es verdad que el vizconde ha sido capturado? -preguntó ella.

Gastón asintió con la cabeza.

– Ayer por la mañana el conde de Auxerre vino a proponer un encuentro entre el vizconde Trencavel y el conde de Nevers, en presencia del abad. El vizconde acudió acompañado de una pequeña comitiva, entre ellos vuestra hermana. En cuanto a lo sucedido después de eso, dòmna Alaïs, nadie lo sabe. O bien nuestro señor Trencavel se entregó por propia voluntad a cambio de nuestra libertad, o bien fue traicionado.

– No ha regresado nadie -añadió Pons.

– En cualquier caso, no habrá lucha -prosiguió Gastón serenamente-. La guarnición se ha rendido. Los franceses ya han tomado posesión de las principales puertas y torres.

– ¿Qué? -exclamó Alaïs, mirando con incredulidad una a una todas las caras-. ¿Cuáles son los términos de la rendición?

– Que todos los ciudadanos, ya sean cátaros, judíos o católicos, puedan abandonar Carcassona sin temer por sus vidas, llevándose únicamente lo puesto.

– ¿No habrá interrogatorios? ¿Ni hogueras?

– Parece ser que no. Toda la población será deportada, pero no nos harán daño.

Alaïs se hundió en una silla, antes de que le fallaran las piernas.

– ¿Y qué será de dòmna Agnès?

– Ella y el joven príncipe quedarán bajo la custodia del conde de Foix, siempre que ella renuncie a todo derecho de sucesión en nombre de su hijo. -Gastón se aclaró la garganta-. Siento mucho la pérdida de vuestro marido y de vuestra hermana, dòmna Alaïs.

– ¿Alguien sabe qué suerte han corrido nuestros hombres?

Pons sacudió la cabeza.

– ¿Será una estratagema? ¿Qué creéis? -dijo ella en tono valeroso.

– No hay modo de saberlo, dòmna. Sólo cuando comience el éxodo se verá si los franceses cumplen con su palabra -contestó éste.

– Tendremos que salir todos por la misma puerta, la puerta de Aude, al oeste de la Cité, cuando las campanas toquen al anochecer -añadió Gastón.

– Entonces todo ha terminado -dijo ella, casi en un susurro-. La Ciutat ha caído.

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