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– ¿Puedes hacer algo por ella? -preguntó Sajhë.

Alaïs levantó la manta y se le encogió el estómago. Vio una serie de violentas quemaduras rojas a lo largo del pecho de Esclarmonda, con la piel amarilla y negra en los puntos donde había estado en contacto con la llama.

– Esclarmonda -susurró Alaïs, inclinándose sobre ella-, ¿me oyes? Soy yo, Alaïs. ¿Quién te ha hecho esto?

Creyó ver movimiento en el rostro de su amiga, cuyos labios se estremecieron levemente. Alaïs se volvió hacia Sajhë.

– ¿Cómo has hecho para traerla hasta aquí?

– Gastón y su hermano me ayudaron.

Alaïs se volvió una vez más hacia la brutalizada figura que yacía en la cama.

– ¿Qué le ha sucedido, Sajhë?

El chico sacudió la cabeza.

– ¿No te ha dicho nada?

– Ella… -Por primera vez, el dominio del muchacho flaqueó-. No puede hablar… Su lengua…

Alaïs palideció.

– ¡No! -balbuceó horrorizada, pero luego reafirmó la voz-. Entonces cuéntamelo tú -añadió suavemente.

Por el bien de Esclarmonda, los dos tenían que ser fuertes.

– Cuando nos enteramos de la caída de Besièrs, la menina se inquietó, porque pensó que el senescal Pelletier cambiaría de idea y no os dejaría llevarle la Trilogía a Harif.

– Y así fue -dijo sombríamente Alaïs.

– La menina sabía que intentaríais persuadirlo, pero pensó que Simeón era la única persona a la que el senescal prestaría oídos. Yo no quería que fuera -gimió-, pero aun así ella fue a la judería. La seguí, y como no quería que me viera, me quedé un poco rezagado y la perdí de vista en el bosque. Me asusté. Esperé hasta el amanecer, pero después, imaginando lo que diría si regresaba y se daba cuenta de que la había desobedecido, volví a casa. Fue entonces cuando…

Se interrumpió, con sus ojos color ámbar ardiendo en la palidez de su rostro.

– En seguida supe que era ella. Se había desmayado delante de las puertas de la ciudad. Tenía los pies sangrando, como si hubiese andado un largo trecho. -Sajhë levantó la vista y miró a Alaïs-. Hubiese querido ir a buscaros, dòmna, pero no me atreví. Con la ayuda de Gastón la bajamos hasta aquí. Intenté recordar lo que habría hecho ella, los ungüentos que habría usado. -Se encogió de hombros-. Lo hice lo mejor que pude.

– Lo has hecho magníficamente bien -repuso Alaïs con firmeza-. Esclarmonda debe de estar muy orgullosa de ti.

Un movimiento en la cama atrajo su atención. Ambos se volvieron de inmediato.

– Esclarmonda -susurró Alaïs-, ¿puedes oírme? Los dos estamos aquí. Estás a salvo.

– Está intentando decir algo.

Alaïs observó que movía las manos con urgencia.

– Creo que está pidiendo tinta y pergamino -dijo.

Con la ayuda de Sajhë, Esclarmonda consiguió escribir algo.

– Creo que ha escrito «François» -dijo Alaïs, frunciendo el ceño.

– ¿Qué significa?

– No lo sé. Tal vez que él nos puede ayudar -repuso ella-. Escucha, Sajhë, tengo malas noticias. Estoy casi segura de que Simeón ha muerto. Mi padre… mi padre también ha muerto.

Sajhë la cogió de la mano, con un gesto tan delicado que hizo que a ella se le llenaran los ojos de lágrimas.

– Lo siento -dijo el chico.

Alaïs se mordió los labios para no llorar.

– Así que por mi padre, y también por Simeón y Esclarmonda, debo mantener mi palabra e ir en busca de Harif. Tengo… -La voz volvió a fallarle-. Lamentablemente, sólo tengo el Libro de las palabras. El de Simeón ha desaparecido.

– Pero el senescal Pelletier te lo dio a ti.

– Se lo ha llevado mi hermana. Mi marido la dejó entrar en mi habitación -prosiguió-. Él… le ha entregado su corazón. Ya no puedo confiar en él, Sajhë. Por eso no puedo regresar al castillo. Ahora que mi padre ha muerto, ya no hay nada que pueda detenerlos.

Sajhë miró a su abuela y después otra vez a Alaïs.

– ¿Vivirá? -dijo en voz baja.

– Sus heridas son graves, Sajhë. Ha perdido la vista del ojo izquierdo, pero… no hay infección. Su espíritu es fuerte. Se recuperará, si ella así lo decide.

El chico hizo un gesto afirmativo y de pronto pareció mucho mayor que sus once años.

– Pero con tu permiso, Sajhë, yo me llevaré el libro de Esclarmonda.

Por un instante, pareció como si por fin las lágrimas fueran a ganarle la partida al muchacho.

– Ese libro también se ha perdido -dijo finalmente.

– ¡No! -exclamó Alaïs-. ¿Cómo?

– Las personas que la han… se lo quitaron -respondió-. La menina lo llevaba consigo cuando partió hacia la judería. La vi sacarlo del escondite.

– ¡Un solo libro! -dijo Alaïs, al borde del llanto-. Entonces estamos perdidos. Todo ha sido en vano.

Durante los cinco días siguientes, llevaron una extraña vida.

Alaïs y Sajhë se turnaban para salir a la calle al amparo de las sombras de la noche. En seguida comprendieron que no había modo de salir de Carcasona sin ser vistos. El asedio era ineludible. Había un guardia en cada poterna, en cada puerta y al pie de cada torre, un sólido anillo de hombres y acero en torno a las murallas. Día y noche, la maquinaria del asedio bombardeaba las fortificaciones de tal manera que los habitantes de la Cité ya no distinguían entre el ruido de los proyectiles y el eco que de ellos conservaban en sus cabezas.

Era un alivio volver a las galerías frías y húmedas del subsuelo, donde el tiempo parecía congelado y donde no había día ni noche.

CAPÍTULO 61

Guilhelm estaba de pie, a la sombra del gran olmo, en medio de la plaza de armas.

Enviado por el abad de Cîteaux, el conde de Auxerre se había acercado a caballo hasta la puerta de Narbona y había propuesto una reunión para parlamentar. Ante tan sorpresiva proposición, el vizconde Trencavel había recuperado su natural optimismo, lo cual se evidenciaba en su cara y en su porte, mientras se dirigía a los integrantes de su noble casa. Parte de su esperanza y de su fortaleza se transmitían a quienes lo escuchaban.

Las razones del repentino cambio de actitud del abad eran motivo de debate. Los progresos de los cruzados eran escasos, pero sólo llevaban poco más de una semana de asedio y eso no era nada. ¿Importaban los motivos del abad? El vizconde opinaba que no.

Guilhelm prácticamente no escuchaba. Estaba enredado en la maraña que él mismo se había fabricado y de la cual no veía la salida, ni por la razón ni por la fuerza. Vivía al borde del abismo. Alaïs llevaba cinco días desaparecida. Guilhelm había enviado discretos exploradores a buscarla por la Cité y había registrado de arriba abajo el Château Comtal, sin encontrar el lugar donde Oriane la tenía cautiva. Estaba aprisionado en la telaraña de su propia traición. Había advertido demasiado tarde lo bien que Oriane había preparado el terreno. Si no hacía todo cuanto ella le ordenaba, lo denunciaría como traidor y Alaïs sufriría las consecuencias.

– Así pues, amigos míos -estaba terminando de decir Trencavel-, ¿quién me acompañará a parlamentar?

Guilhelm sintió el agudo dedo de Oriane en su espalda. Se encontró dando un paso al frente. Se arrodilló, con la mano en la empuñadura de la espada y ofreció sus servicios. Cuando Raymond-Roger le dio una palmada en el hombro en señal de gratitud, Guilhelm sintió que las mejillas le ardían de vergüenza.

– Tienes nuestro agradecimiento, Guilhelm. ¿Quién más vendrá con nosotros?

Otros seis chavalièrs se unieron a Guilhelm. Oriane se deslizó entre ellos y se inclinó ante el vizconde.

– Messer, con vuestro permiso.

Congost, que no había advertido la presencia de su esposa entre la masa de hombres, enrojeció y se puso a agitar las manos, movido por la turbación, como espantando una bandada de cuervos de un sembrado.

– Retiraos, dòmna -tartamudeó con su voz estridente-. Éste no es lugar para vos.

Oriane no le hizo el menor caso. Trencavel alzó la mano y le indicó con un gesto que se adelantara.

– ¿Qué queréis decirme, dòmna?

– Perdonadme, messer, honorables chavalièrs, amigos…, marido mío. Con vuestra autorización y suplicando la bendición divina, quisiera ofrecerme como miembro de esta comitiva. He perdido a un padre y ahora, por lo que parece, también a una hermana. Es grande el peso de mi dolor. Pero si mi marido lo permite, quisiera redimir mi pérdida y demostrar mi devoción por vos, messer, mediante este acto. Es lo que hubiera deseado mi padre.

Congost parecía desear que la tierra se abriera y se lo tragara. Guilhelm miraba fijamente al suelo. El vizconde Trencavel no podía ocultar su sorpresa.

– Con todo respeto, dòmna Oriane, no es misión para una mujer.

– En ese caso, messer, me ofrezco voluntariamente como rehén. Mi presencia será la prueba de vuestras intenciones honestas, una clara señal de que Carcassona respetará los términos estipulados en la reunión.

Trencavel reflexionó por un momento y se volvió hacia Congost.

– Es tu esposa. ¿Estás dispuesto a sacrificarla por nuestra causa?

Jehan tartamudeó, frotándose las manos sudorosas sobre la túnica. Hubiese querido negarle la autorización, pero era evidente que la propuesta era meritoria a los ojos del vizconde.

– Mis deseos siempre estarán supeditados a los vuestros -masculló.

Trencavel le indicó a Oriane que se levantara.

– Vuestro difunto padre, amiga mía, se sentiría orgulloso de lo que hacéis hoy.

Oriane alzó la vista entre sus oscuras pestañas.

– Con vuestro permiso, ¿podría llevar conmigo a François? Él también, unidos como estamos en el dolor por la muerte de mi padre, se alegraría mucho de poder serviros.

Guilhelm sintió que la bilis le subía a la garganta, incapaz de creer que ninguno de los presentes fuera a dar crédito a las demostraciones de afecto filial de Oriane; pero lo cierto es que se lo daban. Todas las caras reflejaban admiración, excepto la de su marido. Guilhelm hizo una mueca. Sólo Congost y él conocían la verdadera naturaleza de Oriane. Todos los demás estaban hechizados por su belleza y la dulzura de sus palabras. Como él mismo lo había estado.

Disgustado hasta lo más profundo de su corazón, Guilhelm echó una mirada hacia donde estaba François, impávido, transmutado su rostro en una máscara perfecta, en la periferia del grupo.

– Si creéis poder contribuir así a nuestra causa, dòmna -replicó el vizconde Trencavel-, tenéis mi permiso.

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