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Alaïs corrió hacia la capa, que seguía colgada del respaldo de la silla. La cogió con un impulsivo gesto y se puso a tentar a lo largo de la costura, donde había estado el libro.

Ya no estaba.

Alaïs se desmoronó en la silla, sintiendo que la invadía la desesperación. Oriane tenía el libro de Simeón. Pronto descubriría que le había mentido respecto a François, y entonces volvería.

«¿Y Esclarmonda?»

Alaïs advirtió que Guilhelm ya no estaba gritando fuera, junto a la puerta.

«¿Estará con ella?»

No sabía qué pensar, ni tampoco le importaba. La había traicionado una vez y volvería a hacerlo. Tenía que encerrar sus sentimientos heridos en su maltrecho corazón. Tenía que huir mientras tuviera oportunidad de hacerlo.

Alaïs desgarró la bolsa de lavanda para recoger la copia que ella misma había hecho sobre pergamino del Libro de los números, y después echó una última mirada a la habitación donde una vez creyó que iba a vivir para siempre.

Sabía que nunca regresaría.

A continuación, con el corazón desbocado, se dirigió a la ventana y se asomó para estudiar el tejado. Era su única oportunidad de huir antes de que Oriane regresara.

Oriane no sentía nada. A la luz vacilante de los cirios, se detuvo al pie del féretro y contempló el cadáver de su padre.

Tras pedir a los criados que se retiraran, Oriane se inclinó como si fuera a besar la frente de su padre. Su mano se apoyó sobre la del difunto y le quitó del pulgar el anillo de laberinto, casi sin poder creer que Alaïs hubiese cometido el estúpido error de dejárselo puesto.

Al incorporarse, se lo guardó en el bolsillo. Arregló las sábanas, se inclinó ante el altar y se persignó, antes de salir en busca de François.

CAPÍTULO 60

Alaïs apoyó un pie sobre el alféizar y salió por la ventana, embriagada por la idea de lo que estaba a punto de intentar.

«Caerás al vacío.»

¿Y qué, si caía? Su padre había muerto. Había perdido a Guilhelm. Finalmente, el juicio de su padre en cuanto al carácter de su marido había resultado ser acertado.

«¿Qué más puedo perder?»

Tras hacer una profunda inspiración, Alaïs se descolgó con mucho cuidado de la ventana, hasta rozar con un pie el tejado. Después, mascullando una plegaria, abrió brazos y piernas y se dejó caer. Aterrizó con un golpe seco. Sus pies resbalaron. Alaïs echó el cuerpo hacia atrás, mientras bajaba deslizándose por el tejado, intentando desesperadamente agarrarse a algo: una grieta en las tejas, un hueco en la pared, cualquier cosa que detuviera su caída.

El descenso le pareció eterno. De pronto, tras una violenta sacudida, se detuvo abruptamente. El dobladillo de su vestido y la capa se habían enganchado a una escarpia y ésta la sostenía. Se quedó quieta, sin atreverse a mover un músculo. Podía sentir la tirantez del tejido. Era de buena calidad, pero estaba tenso como un tambor y podía desgarrarse en cualquier momento.

Alaïs estudió la escarpia. Aunque pudiera llegar tan alto, necesitaría las dos manos para desenganchar la tela, que estaba fuertemente enredada en la punta metálica. No podía arriesgarse a dejarse ir. Su única opción era abandonar la capa y tratar de subir otra vez reptando por el tejado, que llegaba hasta la muralla exterior del Château Comtal, por el flanco occidental. Desde allí, quizá consiguiera pasar entre los listones del suelo de la galena de madera de la torre. Los huecos eran estrechos, pero ella era delgada y menuda. Merecía la pena intentarlo.

Con cuidado de no hacer movimientos bruscos, Alaïs alcanzó la escarpia y empezó a tirar de la tela del vestido para desgarrarla. Tiró primero hacia un lado y después hacia el otro, hasta arrancar un cuadrado de la falda. Dejando atrás el resto, volvió a quedar libre.

Alaïs desplazó una rodilla hacia arriba y empujó, después la otra… Sentía el sudor formándose en sus sienes y en el surco entre sus pechos, donde llevaba guardados los pergaminos. Tenía la piel dolorida del roce con las ásperas tejas.

Poco a poco, fue arrastrándose hasta que el ambans estuvo a su alcance.

Alaïs extendió las manos y se agarró a las vigas de madera, cuyo tacto entre los dedos le pareció de una solidez tranquilizadora. Después levantó las rodillas hasta quedar casi agachada sobre el tejado, metida en cuña en una esquina, entre las almenas y el muro. El hueco era más pequeño de lo que esperaba, no más profundo que la mano abierta de un hombre y quizá unas tres veces más ancho. Alaïs extendió la pierna derecha, afianzó debajo la izquierda para anclarse con firmeza y se impulsó hacia arriba, a través de la abertura. La bolsa con las copias en pergamino del laberinto eran una molestia, pero ella no se detuvo.

Sin prestar atención al dolor de sus extremidades, muy pronto pudo ponerse de pie y proseguir su marcha por las fortificaciones. Aunque sabía que los guardias no la denunciarían a Oriane, sentía que cuanto antes saliera del Château Comtal y se dirigiera a Sant Nazari, mejor sería.

Mirando hacia abajo para asegurarse de que no hubiera nadie, Alaïs se descolgó rápidamente por las escalas hasta el suelo. Las piernas se le doblaron bajo el peso del cuerpo cuando saltó los últimos peldaños; cayó de espaldas, perdiendo hasta el último resto de aliento.

Miró hacia la capilla. No había rastro de Oriane ni de François. Manteniéndose cerca de los muros, Alaïs pasó a través de los establos haciendo un alto junto a la cuadra de Tatou. Estaba desesperada por beber y por dar agua a su pobre yegua, pero la poca que había era sólo para los caballos de guerra.

Las calles estaban llenas de refugiados. Alaïs se tapó la boca con la manga para protegerse del hedor a sufrimiento y enfermedad que flotaba como la niebla sobre las calles. Hombres y mujeres heridos, desposeídos con niños en los brazos, la contemplaban con ojos desesperados a su paso.

La plaza delante de Sant Nazari estaba llena de gente. Tras echar una mirada por encima del hombro para asegurarse de que no la seguía nadie, Alaïs abrió la puerta y entró. Había gente durmiendo en la nave. En su desdicha, le prestaron poca atención.

Sobre el altar mayor ardían unos cirios. Alaïs se encaminó a toda prisa hacia el crucero septentrional, hasta una capilla lateral poco frecuentada, con un sencillo altar, adonde la había llevado su padre. Varios ratones salieron huyendo, con sus patitas diminutas rasgando las losas del suelo. Alaïs se arrodilló y buscó detrás del altar, tal como le había enseñado el senescal. Tentó con los dedos la superficie de la pared. Al ver perturbado su refugio, una araña pasó como una exhalación sobre su piel desnuda y desapareció.

Se oyó un suave chasquido. Lentamente, con mucho cuidado, Alaïs aflojó el bloque de piedra, lo desplazó hacia un lado y estiró la mano hacia el nicho polvoriento que había detrás. Allí encontró la fina y larga llave, con el metal deteriorado por el tiempo y la falta de uso, y la insertó en la cerradura de la celosía de madera. Los goznes chirriaron cuando la madera de la puerta rascó el suelo de piedra.

En ese momento, sintió con fuerza la presencia de su padre, y tuvo que morderse los labios para que no se le partiera el corazón.

«Esto es todo lo que puedes hacer por él ahora.»

Alaïs metió la mano y sacó la caja, tal como se lo había visto hacer a él. No más grande que un cofre joyero, era sencilla y sin adornos, cerrada con un simple gancho. Levantó la tapa. Dentro había una bolsita de piel de cordero, la misma que había visto cuando su padre le había enseñado dónde estaba. Suspiró aliviada, comprobando sólo entonces lo mucho que había temido que Oriane se le hubiera adelantado.

Consciente de que le quedaba muy poco tiempo, escondió rápidamente el libro bajo su vestido y volvió a dejarlo todo tal como estaba. Si Oriane o Guilhelm estaban al corriente de la existencia de aquel escondite, al menos se demorarían un poco si pensaban que el cofre seguía en su sitio.

Atravesó corriendo la iglesia con la cabeza cubierta por la capucha, abrió la pesada puerta y de inmediato fue absorbida por la marea de desdichados que iban y venían sin rumbo por la plaza. La enfermedad que se había llevado a su padre se estaba extendiendo velozmente. Los callejones estaban atestados de osamentas medio podridas: ovejas, cabras e incluso bueyes, con los cuerpos hinchados desprendiendo gases nauseabundos en el aire fétido.

Alaïs se sorprendió dirigiéndose hacia la casa de Esclarmonda. No había razón alguna para esperar encontrarla allí esta vez, después de tantos intentos fallidos los días anteriores, pero no se le ocurría ningún otro sitio adonde ir.

La mayoría de las casas del quartièr meridional, entre ellas la de Esclarmonda, tenían las ventanas cerradas y clausuradas con tablones. Alaïs llamó a la puerta.

– ¿Esclarmonda?

Volvió a llamar. Probó el picaporte, pero la puerta estaba atrancada.

– ¿Sajhë?

Esta vez oyó algo, el sonido de unos pies corriendo y de un cerrojo que se abría.

– ¿Dòmna Alaïs?

– ¡Sajhë, gracias a Dios! ¡Rápido, déjame entrar!

La puerta se abrió sólo lo suficiente para permitir que ella se deslizara dentro.

– ¿Dónde has estado? -preguntó al chico, abrazándolo con fuerza-. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Esclarmonda?

Alaïs sintió la pequeña mano de Sajhë deslizándose en la suya.

– Venid conmigo.

La condujo al otro lado de la cortina, a la estancia del fondo de la casa. En el suelo se abría una trampilla.

– ¿Has estado aquí todo el tiempo? -le preguntó ella. Bajando la vista hacia la oscuridad, vio que había un calelh ardiendo al pie de la escalerilla-. ¿En el sótano? ¿Ha vuelto mi hermana…?

– No ha sido ella -repuso él con voz temblorosa-. ¡Daos prisa, dòmna !

Alaïs fue la primera en bajar. Sajhë quitó la barra de sujeción y la trampilla se cerró con un golpe sobre sus cabezas. Bajó la escalerilla tras ella, saltando los últimos peldaños hasta el suelo de tierra.

– Por aquí.

La condujo por un túnel húmedo, hasta un recinto excavado en el subsuelo, y después levantó la lámpara para que Alaïs pudiera ver a Esclarmonda, que yacía inmóvil sobre una pila de pieles y mantas.

– ¡No! -exclamó Alaïs, corriendo a su lado.

Tenía la cabeza vendada. Alaïs levantó una esquina del vendaje y se tapó la boca con la mano. El ojo izquierdo de Esclarmonda estaba rojo, completamente cubierto por una película de sangre. Una compresa limpia cubría la herida, pero alrededor de la órbita aplastada, la piel estaba separada en colgajos sueltos.

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