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Alrededor de Alice, todos asentían obedientemente.

– En 1194 -prosiguió la mujer-, un incendio destruyó la mayor parte de la ciudad de Chartres, así como la propia catedral. Al principio se dio por perdida la reliquia más sagrada del templo, la sancta camisia, que según se decía era el camisón que llevaba puesto María cuando dio a luz a Cristo. Pero al cabo de tres días, la reliquia fue hallada en la cripta, donde la habían escondido unos monjes. El hallazgo se interpretó como un milagro, como signo de que era preciso reconstruir la catedral. El edificio actual data de 1194 y fue consagrado en 1260, con el nombre de iglesia catedral de la Asunción de Nuestra Señora, la primera catedral de Francia consagrada a la Virgen María.

Alice escuchaba a medias, hasta que llegaron a la fachada norte y la guía les señaló la fantasmagórica procesión de reyes y reinas del Antiguo Testamento labrada sobre el pórtico. La joven experimentó entonces un estremecimiento de nerviosa exaltación.

– Es la única representación significativa del Antiguo Testamento que hay en la catedral -dijo la guía, haciéndoles un gesto para que se acercaran un poco más-. En esta columna hay un relieve que, según opinan muchos, representa al Arca de la Alianza sacada de Jerusalén por Menelik, hijo de Salomón y de la reina de Saba, pese a que los historiadores aseguran que la figura de Menelik no llegó a conocerse en Europa hasta el siglo xv. Y aquí -prosiguió, bajando un poco el brazo- hay otro enigma. Aquellos de ustedes que tengan buena vista distinguirán quizá la inscripción en latín: hic amititur archa cederis. -Miró a su alrededor y sonrió con arrogancia-. Los estudiosos de latín que haya entre ustedes se habrán percatado de que la inscripción no significa nada. Algunas guías traducen archa cederis como «Trabajarás por el arca», y la inscripción completa como «Aquí las cosas siguen su curso; trabajarás por el arca». Sin embargo, si cederis se considera una corrupción de foederis, tal como han sugerido algunos comentaristas, entonces la inscripción podría traducirse como «Aquí fue depositada el Arca de la Alianza».

La guía miró a todo el grupo a su alrededor.

– Este pórtico -prosiguió- es uno de los diversos elementos que han motivado la gran cantidad de mitos y leyendas surgidos en torno a la catedral. Contra lo que es habitual, los nombres de los maestros constructores de la catedral de Chartres son desconocidos. Es probable que por alguna razón no se llevaran registros y los nombres simplemente hayan caído en el olvido. Sin embargo, algunas personas de imaginación más viva, por así decirlo, interpretan de otro modo la ausencia de información. Según el más persistente de los rumores, la catedral fue construida por descendientes de los Caballeros Pobres de Cristo y del Templo de Salomón, los caballeros Templarios, como un libro codificado en piedra, un gigantesco puzzle que sólo los iniciados podían descifrar. Muchos creen que bajo el laberinto yacen los huesos de María Magdalena o incluso el Santo Grial.

– ¿Alguien lo ha investigado? -preguntó Alice, lamentando sus palabras en el momento mismo en que abandonaron sus labios. Miradas de desaprobación se concentraron sobre ella como faros.

La guía arqueó las cejas.

– Desde luego. En más de una ocasión. Pero a la mayoría de ustedes no les sorprenderá saber que nadie ha encontrado nada. Otro mito. -Hizo una pausa-. ¿Pasamos al interior?

Sintiéndose extraña, Alice siguió al grupo hasta el pórtico oeste y se puso a la cola para entrar en la catedral. De inmediato, todos bajaron la voz, cuando el característico olor a piedra e incienso obró su magia. En las capillas laterales y junto a la entrada principal, las hileras de cirios resplandecían en la penumbra.

Alice había esperado alguna especie de reacción, alguna visión del pasado como las que había experimentado en Toulouse y Carcasona; pero no sintió nada, y al cabo de un rato se serenó y empezó a disfrutar de la visita. Por su investigación, sabía que la catedral de Chartres poseía uno de los mejores conjuntos de vidrieras del mundo, pero no estaba preparada para la resplandeciente brillantez de aquellas obras. Un caleidoscopio de vibrantes colores inundaba la catedral, con representaciones de escenas bíblicas y de la vida cotidiana. La impresionaron el rosetón, la vidriera azul de la Virgen y la vidriera de Noé, con el diluvio y los animales entrando de dos en dos en el arca. Mientras recorría el templo, Alice intentó imaginar cómo habría sido cuando las paredes estaban cubiertas de frescos y ornamentadas con ricos tapices, paños orientales y gallardetes de seda bordados en oro. Para los ojos medievales, el contraste entre el esplendor del templo de Dios y el mundo exterior debía de ser abrumador, quizá la prueba de la gloria del Señor en la Tierra.

– Y finalmente -dijo la guía-, llegamos al pavimento donde puede verse el famoso laberinto de once circuitos. Finalizado en 1200, es el mayor de Europa. La pieza central original desapareció hace mucho tiempo, pero el resto está intacto. Para los cristianos de la Edad Media, el laberinto era la oportunidad de emprender un peregrinaje espiritual, en sustitución del auténtico viaje a Jerusalén. De ahí que los laberintos sobre pavimento, a diferencia de los que pueden verse en los muros de las iglesias y catedrales, reciban a menudo el nombre de chemin de Jérusalem , es decir, camino o senda de Jerusalén. Los peregrinos transitaban por los circuitos hacia el centro, algunos en repetidas ocasiones, como símbolo de una creciente comprensión o proximidad a Dios. A menudo los penitentes efectuaban el recorrido de rodillas, a veces a lo largo de varios días.

Alice se fue acercando a la parte de delante del grupo, con el corazón desbocado, comprendiendo sólo entonces que había estado posponiendo ese instante.

«Ahora es el momento.»

Hizo una profunda inspiración. La simetría quedaba alterada por las filas de sillas colocadas a ambos lados de la nave, delante del altar de vísperas. Aun así y pese a conocer las cifras por su investigación, Alice se quedó boquiabierta ante las dimensiones del laberinto, que dominaba casi por completo el suelo de la catedral.

Poco a poco, como todos los demás, empezó a recorrerlo, en círculos cada vez más estrechos, como en la torpe fila de un juego de niños, hasta llegar al centro.

No sintió nada. Ningún estremecimiento en la columna vertebral, ningún instante de revelación ni de transformación. Nada de nada. Se agachó y tocó el suelo. La piedra era lisa y fría, pero no le hablaba.

Alice esbozó una sonrisa burlona. «¿Qué esperabas?» Ni siquiera le hizo falta sacar el dibujo que había hecho del laberinto de la cueva para saber que allí no había nada para ella. Sin hacerse notar, Alice se separó del grupo.

Después del calor feroz del Mediodía, el tímido sol del norte era para ella un alivio, por lo que pasó la hora siguiente explorando el pintoresco centro histórico de la ciudad. En parte iba en busca de la esquina donde Grace y Audric Baillard habían posado delante de la cámara.

No parecía existir, o quizá estaba fuera del área cubierta por el plano. La mayoría de las calles debían su nombre a los artesanos que antaño tenían en ellas sus talleres: relojeros, curtidores, papeleros y encuadernadores, evocación de la importancia que había tenido Chartres como gran centro de la fabricación del papel y el arte de la encuadernación en Francia, durante los siglos xii y xiii. Pero no había ninguna Rue des Trois Degrés.

Finalmente, Alice volvió al punto de partida, frente a la fachada occidental de la catedral. Se sentó en un escalón y se apoyó en la baranda. De inmediato, su mirada se centró en la esquina de la calle que tenía justo enfrente. De un salto, fue corriendo a leer el cartel con el nombre de ésta: rue de l’étroit degré, díte aussi rue des trois degrés (des trois marches).

Le habían cambiado el nombre. Sonriendo para sus adentros, Alice dio un paso atrás para ver mejor y tropezó con un hombre que iba andando enfrascado en la lectura de un periódico.

–  Pardon -dijo ella.

– No, perdóneme usted a mí -respondió él, en un inglés con agradable acento americano-. La culpa ha sido mía. No iba mirando por dónde caminaba. ¿No se ha hecho nada?

– No, estoy bien.

Para su asombro, él la estaba mirando fijamente.

– ¿Se le ofrece alguna…?

– Tú eres Alice, ¿verdad?

– Sí -repuso ella cautelosamente.

– ¡Alice, claro que sí! ¡Hola! -exclamó él, mientras se pasaba los dedos por la enmarañada mata de pelo castaño-. ¡Qué increíble!

– Lo siento, pero yo…

– William Franklin -dijo él, tendiéndole la mano-. Will. Nos conocimos en Londres, allá por el noventa y ocho o noventa y nueve. Éramos un grupo grande. Tú estabas saliendo con un tío… cómo se llamaba… Oliver, ¿no? Yo iba con un primo mío.

Alice tenía un vago recuerdo de un piso lleno de gente, con un montón de amigos de Oliver de la universidad. Casi le pareció recordar a un chico norteamericano guapo y atractivo, aunque por aquella época estaba total y arrebatadoramente enamorada y no prestaba atención a nadie más.

«¿Será este chico?»

– ¡Qué buena memoria tienes! -dijo ella, estrechándole la mano-. Eso fue hace mucho tiempo.

– No has cambiado mucho -repuso él, sonriendo-. ¿Qué tal está Oliver?

Alice hizo una mueca.

– Ya no seguimos juntos.

– Lo siento -dijo él, y tras una breve pausa, añadió-: ¿De quién es la foto?

Alice bajó la vista. Había olvidado que aún la tenía en la mano.

– De mi tía. La encontré entre sus cosas y, ya que estaba aquí, me propuse descubrir dónde fue tomada. -Sonrió-. Ha sido más difícil de lo que podrías imaginar.

Will miró por encima del hombro de ella.

– ¿Quién es él?

– Sólo un amigo. Un escritor.

Hubo otra pausa, como si los dos quisieran continuar la conversación, pero sin saber muy bien qué decir. Will volvió a mirar la foto.

– Es guapa.

– ¿Guapa? Yo la veo más bien resuelta y decidida, aunque no sé cómo era en realidad. No llegué a conocerla.

– ¿No? Entonces, ¿cómo es que tienes su foto?

Alice volvió a guardar la foto en el bolso.

– Es un poco complicado de explicar.

– No me importaría oírlo -sonrió él-. Oye… -dudó-, ¿te gustaría ir a tomar un café o algo? A menos que tengas que irte.

Sorprendida, Alice descubrió que ella estaba pensando lo mismo.

– ¿Sueles invitar a café a cualquier chica que te encuentras por la calle?

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