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La puerta se cerró con un siniestro y pesado golpe seco.

Shelagh se quedó inmóvil. Por un momento, se hizo el silencio, y después oyó el sonido de alguien que caminaba hacia ella, acercándose más y más. Shelagh se encogió en su silla. La persona se detuvo justo delante de ella. Shelagh sintió que todo su cuerpo se contraía, como si miles de cables diminutos estuvieran tirando de su piel. Como un animal andando en círculos en torno a su presa, quien acababa de llegar rodeó un par de veces su silla y finalmente le apoyó las manos sobre los hombros.

– ¿Quién es usted? ¡Por favor, al menos quíteme esta capucha!

– Es preciso que tengamos otra conversación, doctora O’Donnell.

Una voz que conocía, fría e incisiva, la atravesó como un cuchillo. Comprendió que lo había estado esperando a él, que era él la persona a quien temía.

De pronto, el hombre empujó violentamente la silla.

Shelagh gritó, mientras se desplomaba de espaldas, incapaz de detener la caída. No llegó a golpear el suelo. Él la detuvo a escasos centímetros del pavimento, de tal manera que quedó prácticamente acostada, con la cabeza inclinada hacia atrás y los pies suspendidos en el aire.

– No está en condiciones de pedir nada, doctora O’Donnell.

La mantuvo en la misma posición durante unos instantes que a ella le parecieron horas. Después, súbitamente y sin previo aviso, volvió a colocar bien la silla. El cuello de Shelagh salió impelido hacia adelante con la fuerza del movimiento. Empezaba a sentirse desorientada, como una niña en el juego de la gallina ciega.

– ¿Para quién trabaja, doctora O’Donnell?

– No puedo respirar -susurró ella.

Él no hizo caso de sus palabras. Shelagh oyó que el hombre chasqueaba los dedos y que alguien le colocaba delante una segunda silla. Se sentó y arrastró a Shelagh hacia sí, de modo que sus rodillas quedaron apretadas contra los muslos de ella.

– Volvamos a la tarde del lunes. ¿Por qué dejó que su amiga fuera a esa parte de la excavación?

– Alice no tiene nada que ver con esto -exclamó ella-. Yo no la envié a trabajar allí. Fue por su propia iniciativa. Yo ni siquiera lo sabía. No fue más que un error. Ella no sabe nada.

– Entonces dígame qué sabe usted, Shelagh.

Su nombre en boca de él sonó como una amenaza.

– ¡No sé nada! -gritó ella-. Le dije todo lo que sabía el lunes, lo juro.

El golpe salió de la nada, abatiéndose sobre su mejilla derecha y echando hacia atrás su cabeza. Shelagh sintió el sabor de la sangre en la boca, resbalándole por la lengua y el fondo de la garganta.

– ¿Cogió su amiga el anillo? -preguntó él con voz neutra.

– No, no. Juro que no lo hizo.

El hombre insistió.

– ¿Quién entonces? ¿Usted? Estuvo el tiempo suficiente con los esqueletos. La doctora Tanner me lo dijo.

– ¿Para qué iba yo a cogerlo? No tiene ningún valor para mí.

– ¿Por qué está tan segura de que la doctora Tanner no se lo llevó?

– No lo haría. Sencillamente, es algo que ella no haría -exclamó-. Entraron muchas personas más. Hubiese podido llevárselo cualquiera: el doctor Brayling, los policías…

Shelagh se interrumpió bruscamente.

– Como usted dice, los policías -intervino él, mientras ella contenía el aliento-. Cualquiera pudo haber cogido el anillo. Yves Biau, por ejemplo.

Shelagh se quedó helada. Podía oír el ir y venir de la respiración de él, serena y sin apresuramiento. El hombre sabía.

– El anillo no estaba allí.

Su interrogador dejó escapar un suspiro.

– ¿Biau le entregó el anillo a usted? ¿Para que se lo diera a su amiga?

– No sé de qué me está hablando -logró decir ella.

El hombre volvió a golpearla, pero esta vez con el puño cerrado, y no con la palma de la mano. La sangre manó de su nariz y chorreó hasta la barbilla.

– Lo que no entiendo -prosiguió él, como si nada hubiera sucedido -es por qué Biau no le dio también el libro, doctora O’Donnell.

– Él no me dio nada -dijo ella, sofocándose.

– El doctor Brayling dice que usted se marchó de la casa del yacimiento el lunes por la noche, con una maleta.

– Miente.

– ¿Para quién trabaja usted? -preguntó él, en tono de suave amabilidad-. Esto terminará. Si su amiga no está implicada, no hay ninguna razón para que sufra ningún daño.

– No lo está -gimió ella-. Alice no sabe…

Shelagh se encogió cuándo él apoyó la mano sobre su cuello, acariciándoselo primero en una parodia de afecto, y apretando después, cada vez más con más fuerza, hasta que ella sintió su mano como un collar de hierro que se estrechaba en torno a su garganta. Shelagh se agitaba de lado a lado, intentando coger aire, pero él era demasiado fuerte

– ¿Biau y usted trabajaban juntos?

En el preciso instante en que ella notó que empezaba a perder la conciencia, él aflojó la presión. Lo sintió manipulando los botones de su camisa, desabrochándoselos uno a uno.

– ¿Qué está haciendo? -murmuró ella y a continuación se encogió, al sentir su tacto frío y clínico sobre su piel.

– Nadie la está buscando. -Se oyó un chasquido y Shelagh olió el combustible de un mechero-. No vendrá nadie.

– Por favor, no me haga daño…

– ¿Biau y usted trabajaban juntos?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Para madame De l’Oradore?

Volvió a asentir.

– Su hijo -consiguió decir-. François-Baptiste. Sólo hablaba con él…

Podía sentir la llama cerca de su piel.

– ¿Qué hay del libro?

– No he podido encontrarlo. Tampoco Yves.

Sintió que él reaccionaba y retiraba la mano.

– Entonces, ¿por qué Biau fue a Foix? ¿Sabe que fue al hotel de la doctora Tanner?

Shelagh intentó negar con la cabeza, pero el gesto le produjo una nueva oleada de dolor que la hizo estremecer.

– Le dio algo.

– No fue el libro -consiguió decir ella.

Antes de poder formular entre jadeos el resto de la frase, se abrió la puerta y se oyeron unas voces amortiguadas en el pasillo, seguidas de la combinación de loción de afeitar y sudor.

– ¿Cómo se suponía que debía hacerle llegar usted el libro a madame De l’Oradore?

– François-Baptiste. -Le hacía daño hablar-. Teníamos que reunirnos en el pico de… Me había dado un teléfono para que llamara.

Se encogió al sentir la mano de él sobre su pecho.

– Por favor, no…

– ¿Ve cuánto más fácil resulta todo cuando colabora? Ahora, dentro de un momento, hará esa llamada para mí.

Shelagh intentó negarse, sacudiendo la cabeza, presa del pánico.

– Si se enteran de que se lo he contado, me matarán.

– Y yo la mataré a usted y a la señorita Tanner si no hace lo que le digo -repuso él serenamente-. Usted elige.

Shelagh no tenía manera de saber si él tenía a Alice en su poder. Si estaba a salvo o también la tenía allí.

– Espera que lo llame en cuanto tenga ese libro, ¿verdad?

Ya no tenía coraje para mentir. Asintió.

– Están más interesados en un disco pequeño, del tamaño del anillo, que en el propio anillo.

Con horror, Shelagh se dio cuenta de que le había contado lo único que él no sabía.

– ¿Para qué sirve ese disco? -preguntó.

– No lo sé.

Shelagh se oyó gritar a sí misma, mientras la llama le lamía la piel.

– ¿Para… qué… es? -repitió él, sin el menor rastro de emoción en la voz. Ella estaba aterrorizada. Había un olor terrible a carne quemada, dulce y enfermizo.

Ella ya no podía distinguir una palabra de otra, mientras el dolor empezaba a dominarla. Se estaba yendo, caía. Sintió que su cuello cedía.

– La estamos perdiendo. Quítele la capucha.

Tiraron de la tela, que se enganchó en los cortes y las heridas abiertas.

– Encaja dentro del anillo… -Su voz sonaba como si estuviera hablando bajo el agua-. Como una llave. Para el laberinto…

– ¿Quién más lo sabe? -le gritó él, pero ella sabía que él ya no podía alcanzarla. La barbilla le cayó sobre el pecho. Echó atrás la cabeza. Tenía uno de los ojos cerrados por la hinchazón, pero el otro tembló y se abrió. Lo único que pudo ver fue una masa de rostros borrosos, entrando y saliendo de su campo de visión.

– Ella no se da cuenta…

– ¿Quién? -dijo él-. ¿Madame De l’Oradore? ¿Jeanne Giraud?

– Alice -murmuró ella.

CAPÍTULO 54

Alice llegó a Chartres a media tarde. Encontró un hotel, después compró un plano y se fue directamente a la dirección que le habían dado en el teléfono de información. Se quedó mirando sorprendida la elegante casa señorial, con su aldaba y su buzón de bronce relucientes, sus plantas en las elegantes jardineras de las ventanas y los grandes tiestos a cada lado de la escalera de entrada. Alice no podía imaginar que Shelagh se alojara allí.

«¿Qué demonios vas a decir si sale alguien a abrir?»

Tras hacer una profunda inspiración, Alice subió los peldaños y llamó al timbre. No hubo respuesta. Esperó, dio un paso atrás, levantó la vista hacia las ventanas y lo intentó de nuevo. Marcó el número de teléfono. Al cabo de unos segundos, oyó que sonaba dentro de la casa.

Al menos, era el sitio que buscaba.

Fue un anticlímax, pero a decir verdad, también un alivio. El enfrentamiento, si era eso lo que iba a venir, podía esperar.

La plaza delante de la catedral estaba atestada de turistas aferrando sus cámaras y de guías turísticos que enarbolaban banderas o paraguas de colores vistosos. Disciplinados alemanes, aprensivos ingleses, glamurosos italianos, silenciosos japoneses y entusiastas norteamericanos. Todos los niños parecían aburridos.

En algún momento de su largo viaje por carretera hacia el norte, había dejado de pensar que iba a obtener información del laberinto de Chartres. La conexión con la cueva del pico de Soularac, con Grace y con ella misma era obvia, demasiado obvia. Parte de su conciencia intuía que era un montaje, una pista falsa.

Aun así, Alice compró una entrada para la visita guiada en inglés, que iba a empezar fuera de la catedral al cabo de cinco minutos. La guía era una mujer eficiente, de mediana edad, de porte altanero y voz cortante.

– Desde el punto de vista actual, las catedrales son estructuras grises y colosales, consagradas a la devoción y la fe. Sin embargo, en la época medieval eran multicolores, como los santuarios hinduistas de la India o Tailandia. Las figuras y paneles que adornaban los grandes pórticos, en Chartres y otros templos, estaban policromados -dijo la guía, levantando el paraguas para señalar el exterior-. Si se fijan bien, verán restos de pintura rosa, azul o amarilla adheridos a las grietas de las figuras.

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