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«Sólo hay una manera de averiguarlo.»

Hizo una profunda inspiración y corrió escaleras arriba, con las piernas impulsadas por la adrenalina que inundaba sus venas. En lo alto, se detuvo y miró a su alrededor. Había un par de autocares y algunos coches, pero muy poca gente.

Su coche estaba donde lo había dejado. Encogida, avanzó entre las filas de coches aparcados, sin levantar la cabeza. Cuando se deslizó en el asiento delantero, sus manos estaban temblando. Todavía esperaba que los dos hombres aparecieran delante de ella. Sus gritos aún retumbaban en su cabeza. En cuanto entró en el coche, aseguró las puertas e insertó con determinación la llave en el contacto.

Con la mirada desviándose rápidamente en todas direcciones y los nudillos blancos sobre el volante, Alice esperó detrás de una furgoneta a que el empleado levantara la barrera Arrancó acelerando antes de tiempo, propulsada directamente hacia la salida. El empleado le gritó, pero ella no le prestó atención

Siguió adelante.

CAPÍTULO 52

Audric Baillard estaba en el andén de la estación de Foix con Jeanne, que esperaba el tren para Andorra.

– Diez minutos -dijo Jeanne, echando un vistazo a su reloj-. Aún hay tiempo. ¿No quieres cambiar de idea y venirte conmigo?

Él sonrió ante su insistencia.

– Sabes que no puedo.

Ella hizo un gesto de impaciencia con la mano.

– Has dedicado treinta años a contar su historia, Audric. Alaïs, su hermana, su padre, su marido… Has pasado toda una vida en su compañía. -Su voz se suavizó-. Pero ¿qué hay de los vivos?

– Su vida es mi vida, Jeanne -dijo él con serena dignidad-. Las palabras son nuestra única arma contra las mentiras de la historia. Debemos dar testimonio de la verdad. Si no lo hacemos, los que amamos morirán doblemente. -Hizo una pausa-. No encontraré la paz mientras no averigüe cómo terminó todo.

– ¿Después de ochocientos años? Puede que la verdad esté sepultada demasiado profundamente. -Jeanne vaciló-. Quizá sea mejor así. Algunos secretos deberían permanecer ocultos para siempre.

Baillard estaba contemplando las montañas, a lo lejos.

– Lamento la desdicha que he traído a tu vida, y tú lo sabes.

– No es eso lo que he querido decir, Audric.

– Pero descubrir la verdad y dejar constancia de ella -prosiguió él, como si Jeanne no hubiera hablado- es la razón de mi vida, Jeanne.

– ¡La verdad! Pero- ¿qué me dices de esos con quienes te enfrentas, Audric? ¿Qué buscan ellos? ¿La verdad? ¡Lo dudo!

– No -reconoció él finalmente-, no creo que sea ése su propósito.

– ¿Cuál es, entonces? -insistió ella, impaciente-. Voy a marcharme, tal como me has aconsejado. ¿Qué daño puede hacer que me lo cuentes ahora?

Aun así, él dudaba.

Jeanne insistió.

– ¿ La Noublesso Véritable y la Noublesso de los Seres son dos nombres diferentes de la misma organización?

– No. -La palabra escapó de sus labios con más severidad de la que hubiera deseado-. No.

– ¿Entonces?

Audric suspiró.

– La Noublesso de los Seres eran los guardianes designados para custodiar los pergaminos del Grial. Durante miles de años, cumplieron con su obligación. Lo hicieron, de hecho, hasta que los pergaminos fueron dispersados. -Se detuvo un momento, eligiendo con cuidado las palabras-. La Noublesso Véritable , por su parte, se fundó hace sólo ciento cincuenta años, cuando la lengua olvidada de los pergaminos volvió a ser legible. El calificativo de véritable, que implica que ellos son los guardianes verdaderos o auténticos, fue un deliberado intento de conferir validez a la organización.

– ¿Entonces la Noublesso de los Seres ya no existe?

Audric negó con la cabeza.

– Cuando la Trilogía fue dispersada, la razón de ser de los guardianes se extinguió.

Jeanne frunció el ceño.

– Pero ¿no intentaron recuperar los pergaminos perdidos?

– Al principio, sí -asintió-, pero fracasaron. Con el tiempo, se volvió cada vez más imprudente continuar, por temor a sacrificar el tercer pergamino en aras de recuperar los otros dos. Como la capacidad de leer los textos se había perdido para todos, el secreto no podía ser revelado. Sólo una persona… -Baillard vaciló, sintiendo sobre sí la mirada de Jeanne-. La única persona capaz de leer los pergaminos decidió no transmitir sus conocimientos.

– ¿Con qué consecuencias?

– Durante cientos de años, ninguna. En 1798, el emperador Napoleón zarpó rumbo a Egipto, llevando consigo a sabios y estudiosos, además de a militares. Allí descubrieron los restos de las antiguas civilizaciones que habían dominado aquellas tierras hace miles de años. Cientos de piezas históricas, altares y piedras fueron transportados a Francia. A partir de entonces, sólo era cuestión de tiempo que las antiguas escrituras (demótica, cuneiforme, jeroglífica…) fueran descifradas. Como sabes, Jean-François Champollion fue el primero en percatarse de que los jeroglíficos no debían leerse como símbolos de ideas o ideogramas, sino como una escritura fonética. En 1822, rompió el código, por usar la expresión vulgar. Para los antiguos egipcios, la escritura era un don de los dioses; de hecho, la palabra «jeroglífico» significa «habla divina».

– Pero si los pergaminos del Grial están escritos en la lengua del antiguo Egipto… -lo interrumpió ella-. Si estás diciendo lo que yo creo, Audric… -prosiguió Jeanne, meneando la cabeza-. Muy bien, acepto que haya existido una sociedad como la Noublesso. Y que la Trilogía contenga, según dicen, un antiguo secreto. También lo acepto. Pero ¿qué me dices de todo lo demás? Es inconcebible.

Audric sonrió.

– ¿Qué mejor manera de proteger un secreto que disimularlo debajo de otro secreto? Apropiándose de los símbolos más poderosos y las ideas de los demás, asimilándolos… Así es como sobreviven las civilizaciones.

– ¿Qué quieres decir?

– La gente busca la verdad, y cuando cree haberla hallado deja de buscar, sin imaginar que debajo hay algo todavía más portentoso. La historia está llena de significantes religiosos, ceremoniales y sociales, robados a una sociedad para ayudar a construir otra. Por ejemplo, el día en que los cristianos celebran el nacimiento de Jesús de Nazaret, el 25 de diciembre, es la fiesta del Sol Invictus, que coincidía con el solsticio de invierno. La cruz cristiana, lo mismo que el Grial, es un antiguo símbolo egipcio, el anj, del que el emperador Constantino se apropió y modificó. In hoc signo vinces, «con este signo vencerás», son las palabras que dicen que dijo al ver aparecer en el cielo la forma de una cruz. Más recientemente, los seguidores del Tercer Reich se adueñaron de la esvástica para simbolizar su causa, pero en realidad era un antiguo símbolo hindú de renacimiento.

– El laberinto -dijo ella, comprendiendo.

–  L’antic simbol del Miègjorn. El antiguo símbolo del Mediodía.

Jeanne guardó un silencio pensativo, con las manos recogidas sobre el regazo y las piernas cruzadas por los tobillos.

– ¿Qué sucederá ahora? -preguntó por fin.

– Una vez abierta la cueva, es sólo cuestión de tiempo, Jeanne -respondió él-. Yo no soy el único que está al corriente de esto.

– Pero en los montes Sabarthès los nazis excavaron durante la guerra -replicó ella-. Los cazadores nazis del Grial conocían los rumores de que el tesoro de los cátaros estaba sepultado en algún lugar de las montañas. Dedicaron años a excavar en todos y cada uno de los sitios de posible interés esotérico. Si esa cueva es tan importante, ¿cómo es posible que no la descubrieran hace más de sesenta años?

– Nos aseguramos de que no lo hicieran.

– ¿Tú estabas ahí? -dijo ella, con un agudo tono de sorpresa.

Baillard sonrió.

– Hay conflictos dentro de la Noublesso Véritable -repuso él, eludiendo la pregunta-. La cabeza de la organización es una mujer llamada Marie-Cécile de l’Oradore. Cree en el Grial y está dispuesta a recuperarlo. -Hizo una pausa-. Sin embargo, hay otra persona dentro de la organización. -Su rostro se volvió sombrío-. Sus motivos son diferentes.

– Tienes que hablar con el inspector Noubel -dijo Jeanne enérgicamente.

– Pero ¿qué pasará si él también trabaja para ellos? El riesgo es demasiado alto.

El agudo sonido del silbato desgarró el silencio. Los dos se volvieron en dirección al tren, que entraba en la estación con un chirrido de frenos. La conversación había llegado a su fin.

– No quiero dejarte solo, Audric.

– Lo sé -dijo él, cogiendo su mano para ayudarla a subir al tren-. Pero así es como debe terminar esto.

– ¿Terminar?

Jeanne bajó la ventana para tenderle la mano.

– Por favor, cuídate. No te prodigues en exceso.

A lo largo de todo el andén, las pesadas puertas se cerraron de golpe y el tren se alejó, primero lentamente y después cada vez más rápido, hasta desaparecer entre los pliegues de las montañas.

CAPÍTULO 53

Shelagh podía sentir que había alguien en la habitación con ella. Le costó levantar la vista. Se encontraba mal. Tenía la boca seca y sentía un golpeteo monótono en la cabeza, como el zumbido monocorde de una instalación de aire acondicionado. No podía moverse. Le llevó unos segundos comprender que estaba sentada en una silla, con los brazos atados detrás de la espalda y los tobillos amarrados a las patas de madera.

Notó un leve movimiento, el crujido de las tablas del suelo cuando alguien cambió de posición.

– ¿Quién está ahí?

Tenía las palmas húmedas por el miedo. Una gota de sudor le llegó a la base de la espalda. Shelagh se obligó a abrir los ojos, pero tampoco pudo ver nada. Presa del pánico, sacudió la cabeza y parpadeó, intentando ver algo, hasta que se percató de que habían vuelto a ponerle la capucha. Olía a tierra y a moho.

¿Estaría todavía en la granja? Recordó la aguja, la sorpresa de la repentina inyección. Había sido el mismo hombre que le llevaba la comida. Seguramente alguien vendría y la salvaría. ¿O no?

– ¿Quién está ahí?

No hubo respuesta, aunque sentía la proximidad de alguien. Notaba el aire denso, y con olor a loción de afeitar y tabaco.

– ¿Qué quieren?

Se abrió la puerta. Pasos. Shelagh percibió el cambio en el ambiente. El instinto de conservación entró en juego y, durante un momento, la hizo debatirse salvajemente para intentar soltarse. La cuerda no hizo más que tensarse, ejerciendo más presión sobre sus hombros, que empezaron a dolerle.

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