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La inquietaba la idea de abandonar Carcasona, como si su partida fuera a precipitar algún acontecimiento. Pero tenía que hacer algo y, en ese momento, Chartres era la única pista que podía conducirla hasta Shelagh.

Hacía buen día para viajar.

Mientras recogía sus papeles, reconoció que era lo más sensato. No podía quedarse sentada como una víctima, esperando a que el intruso de la noche anterior regresara.

Le dijo a la recepcionista que iba a irse por un día de la ciudad, pero que deseaba conservar la habitación.

– Hay una señora que ha preguntado por usted, madame -le informó la chica de la recepción, señalando en dirección al vestíbulo-. Estaba a punto de llamar a su cuarto.

– ¡Oh! -exclamó Alice mientras se daba la vuelta para ver-. ¿Ha dicho qué quería?

La recepcionista negó con la cabeza.

– Bien. Gracias.

– También ha llegado esto para usted esta mañana -añadió la chica, entregándole una carta.

Alice echó un vistazo al sello. Había sido franqueada la víspera en Foix. No reconoció la escritura. Se disponía a abrirla cuando la mujer que la estaba esperando se le acercó.

– ¿La doctora Tanner? -preguntó. Parecía nerviosa.

Alice guardó la carta en el bolsillo de la chaqueta para leerla más tarde.

– ¿Sí?

– Tengo un mensaje para usted de Audric Baillard. Pregunta si podría reunirse con él en el cementerio.

La mujer le resultaba vagamente familiar, aunque Alice no conseguía ubicarla.

– ¿Usted y yo nos hemos visto antes? -preguntó por fin.

La mujer vaciló.

– En el despacho de Daniel Delagarde -dijo precipitadamente-. Notaires.

Alice la miró otra vez. No recordaba haberla visto el día anterior, pero había mucha gente en la oficina central.

– El señor Baillard la aguarda en el panteón de la familia Giraud-Biau.

– ¿Ah, sí? -preguntó Alice-. ¿Por qué no ha venido él mismo?

– Ahora tengo que irme.

Entonces la mujer se dio la vuelta y se marchó, dejando a Alice mirando desconcertada en su dirección. Alice se volvió a su vez hacia la recepcionista, que se encogió de hombros.

Echó un vistazo al reloj. Estaba ansiosa por ponerse en camino. Tenía un largo viaje por delante. Por otro lado, diez minutos más o menos no importaban.

– À demain -le dijo a la recepcionista, aunque ésta ya había desaparecido para ocuparse de lo que tuviera que hacer.

Alice dio un rodeo hasta el coche, para dejar en él su mochila y, a continuación, vagamente irritada, cruzó a toda prisa la carretera hacia el cementerio.

La atmósfera cambió en cuanto Alice franqueó los altos portones de metal. La animación de la Cité despertando a primera hora de la mañana fue sustituida por la quietud.

A su derecha había un edificio bajo, de muros encalados. En el exterior, una hilera de regaderas de plástico verdes y negras colgaban de unos ganchos. Espiando por una ventana, Alice distinguió una vieja chaqueta en el respaldo de una silla y un periódico abierto sobre la mesa, como si alguien acabara de marcharse.

Lentamente, se dirigió hacia la avenida central, sintiendo un repentino nerviosismo. El ambiente le pareció opresivo. A su alrededor, grises lápidas labradas, blancos camafeos de porcelana y fechas de nacimiento y muerte inscritas sobre granito negro marcaban el lugar de reposo eterno de las familias locales y recordaban su paso por el mundo. Las fotografías de los que habían muerto jóvenes se disputaban el espacio con los retratos de los ancianos. Al pie de muchas de las tumbas había flores frescas, algunas de ellas ya marchitas, junto a otras de seda, plástico o porcelana.

Siguiendo las indicaciones que le había dado Karen Fleury, Alice encontró con relativa facilidad la parcela de la familia Giraud-Biau. La tumba consistía en una losa horizontal al final de la avenida principal, dominada por un ángel solitario con los brazos abiertos y las alas recogidas.

Alice miró a su alrededor. Ni rastro de Baillard.

Repasó con los dedos la superficie de la tumba. Allí yacía casi toda la familia de Jeanne Giraud, una mujer de la que no sabía nada, excepto que era un vínculo entre Audric Baillard y su tía Grace. Sólo entonces, contemplando los nombres de aquella familia cincelados en la piedra, Alice se percató de que era muy inusual que hubiese habido espacio para sepultar allí a su tía.

Un ruido en uno de los senderos laterales llamó su atención. Miró a su alrededor, esperando ver al anciano de la fotografía acercándose a ella.

– ¿La doctora Tanner?

Eran dos hombres, ambos de cabello oscuro, y los dos con trajes ligeros de verano y gafas de sol que ocultaban sus ojos.

– Sí.

El más bajo le enseñó brevemente una placa.

– Policía. Tenemos que hacerle unas preguntas.

A Alice se le encogió el estómago.

– ¿Respecto a qué?

– No nos llevará mucho tiempo, madame.

– Me gustaría ver alguna identificación.

El hombre metió una mano en el bolsillo interior de la americana y sacó un carné. Alice no podía saber si era auténtico o no, pero el arma que vio en la funda debajo de la americana tenía un aspecto suficientemente real. Se le aceleró el pulso.

Alice fingió examinar el carné, mientras echaba una mirada al resto del cementerio a su alrededor. Parecía desierto. Los senderos y avenidas se extendían vacíos en todas direcciones.

– ¿Qué significa esto? -insistió, intentando mantener firme la voz.

– Le ruego que nos acompañe.

«No pueden hacer nada a plena luz del día.»

Demasiado tarde Alice comprendió por qué le resultaba familiar la mujer que le había transmitido el mensaje. Se parecía al hombre que había visto brevemente en su habitación la noche anterior. «Este hombre.»

Por el rabillo del ojo, Alice pudo ver una escalera de hormigón que bajaba hacia la parte nueva del cementerio y, más allá, un portón.

El hombre apoyó una mano sobre su brazo.

–  Maintenant , doctora Tan…

Alice se propulsó hacia adelante como una velocista al tomar la salida, lo cual los cogió por sorpresa. Tardaron en reaccionar. Se oyó un grito, pero ella ya estaba bajando los peldaños y salía corriendo por la puerta, hacia el Chemin des Anglais.

Un automóvil que subía trabajosamente la cuesta hizo rechinar los frenos. Alice no se detuvo. Se abalanzó sobre la raquítica cancela de madera de un huerto y, avanzó a través de las hileras de viñas, destrozando las plantas y trastabillando con los montículos entre surco y surco. Podía sentir los hombres a su espalda, ganando terreno. La sangre le palpitaba en los oídos y tenía los músculos de las piernas tensos como cuerdas de piano, pero siguió adelante.

Al fondo del huerto había una valla metálica de malla espesa, demasiado alta para saltarla. Alice miró a su alrededor, presa del pánico, y descubrió una brecha en la esquina más alejada. Arrojándose al suelo, se acercó a la abertura a cuatro patas, sintiendo las piedras y los afilados guijarros que se le clavaban en las palmas y las rodillas. Se deslizó por debajo de la malla metálica, cuyos bordes desgarrados se le engancharon a la cazadora y la atraparon como a una mosca en una telaraña. De un tirón, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió soltarse, dejando en la alambrada un jirón de tela vaquera.

Había pasado a otra parcela, ésta sembrada de hortalizas, con largas hileras de cañas de bambú que sostenían plantas de berenjenas, calabacines y judías verdes. Agazapada, sin levantar la cabeza, Alice avanzó zigzagueando entre las parcelas, buscando el refugio de las casas. Un enorme mastín atado con una pesada cadena metálica se abalanzó sobre ella cuando dobló la esquina, ladrándole ferozmente y enseñándole sus temibles fauces. Sofocando un grito, Alice saltó hacia atrás.

La entrada principal de la finca daba a la animada carretera principal, al pie de la colina. En cuanto pisó el pavimento, Alice se permitió echar un vistazo por encima del hombro. Tras ella se extendía un espacio vacío y silencioso. Habían dejado de seguirla.

Apoyó las manos en las rodillas, doblada sobre sí misma, jadeando de agotamiento y alivio, a la espera de que le dejaran de temblar las piernas y los brazos. Su mente ya empezaba a entrar en acción.

«¿Qué vas a hacer?» Los hombres volverían al hotel y la esperarían allí. No podía regresar. Se palpó el bolsillo y comprobó con alivio que, en su pánico por escapar, no había perdido las llaves del coche. Su mochila estaba en él.

«Tienes que llamar a Noubel.»

En su mente podía visualizar el trozo de papel con el teléfono de Noubel en el interior de su mochila, aplastada debajo del asiento delantero de su coche, con todo lo demás. Se sacudió la tierra que llevaba encima. Tenía los vaqueros cubiertos de polvo y desgarrados en una rodilla. Su única esperanza era volver al coche y rezar para que no la estuvieran esperando allí.

Recorrió rápidamente la Rue Barbacane, bajando la cabeza cada vez que un coche pasaba a su lado. Dejó atrás una iglesia y después cogió un atajo por una callejuela que bajaba a la derecha, llamada Rue de la Gaffe.

«¿Quién los habrá enviado?»

Caminaba a paso rápido, siempre por la sombra. Era difícil distinguir dónde terminaba una casa y comenzaba la siguiente. De pronto, sintió un cosquilleo en la nuca. Se detuvo y miró a su derecha, hacia una bonita casa de paredes amarillas, segura de que alguien la estaba mirando desde el portal. Pero la puerta estaba perfectamente cerrada y los postigos, echados. Tras un momento de vacilación, prosiguió su camino.

«¿Debo cambiar de planes respecto a Chartres?»

Si para algo le había servido la confirmación de que estaba en peligro y de que no eran sólo imaginaciones suyas, había sido para fortalecer su determinación. Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que Authié estaba detrás de todo lo que le había sucedido. Seguramente creía que ella había robado el anillo, y era evidente que estaba decidido a recuperarlo.

«Llama a Noubel.»

Tampoco esta vez hizo caso de su propio consejo. Hasta entonces, el inspector no había hecho nada. Un policía había muerto y Shelagh había desaparecido. Era preferible no confiar en nadie, excepto en sí misma.

Alice llegó a la escalera que subía desde la Rue Trivalle hasta la parte de atrás del aparcamiento. Si estaban esperándola, lo más probable era que estuvieran en la entrada principal.

La escalera era empinada y, a ese lado del aparcamiento, había un muro alto que le impedía ver el área donde se encontraban los coches, pero ofrecía buena vista a cualquiera que mirara desde arriba. Si estaban allí, no lo sabría hasta que fuera demasiado tarde.

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