– Creo que será lo mejor. -Del cuello de su vestido sacó un pañuelo, que depositó en las manos de él-. Todavía hay tiempo para arreglar las cosas entre nosotros.
– Tiempo es lo único que no tenemos, pequeña Alaïs -dijo él suavemente-. Pero a menos que Dios o los franceses lo impidan, mañana volveré.
Alaïs pensó en los libros y en la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros. En cómo muy pronto ella tendría que partir. «Quizá no lo vea nunca más.» Sus defensas se agrietaron. Vaciló un instante, y luego lo abrazó con fiereza, como queriendo imprimir su contorno en su figura.
Después, tan repentinamente como lo había abrazado, lo soltó.
– Todos estamos en manos de Dios -dijo-. Ahora vete, Guilhelm.
– ¿Mañana?
– Ya veremos.
Alaïs se quedó inmóvil como una estatua, con las manos entrelazadas delante del cuerpo para impedir que le temblaran, hasta que la puerta se hubo cerrado y Guilhelm se hubo ido. Luego, perdida en sus cavilaciones, se acercó lentamente a la mesa, preguntándose qué lo habría impulsado a regresar. ¿El amor? ¿El arrepentimiento? ¿O alguna otra cosa?
Simeón levantó la vista al cielo. Grises nubarrones se empujaban unos a otros, disputándose el cielo y oscureciendo el sol. Ya había recorrido parte de la distancia que lo separaba de la Cité, pero quería llegar antes de que se desencadenara la tormenta.
Cuando alcanzó los límites del bosque, redujo el paso. Le faltaba el aliento. Estaba demasiado viejo para hacer a pie un trayecto tan largo. Se apoyó pesadamente en el bastón y se aflojó el cuello de la túnica. Ester lo estaría esperando con la comida y quizá con un poco de vino. La idea lo reanimó. ¿Quizá Bertran estaba en lo cierto? Quizá todo habría terminado en primavera. Simeón no advirtió a los dos hombres que saltaron al sendero tras él. No reparó en el brazo levantado, ni en el mazo que se abatía sobre su cabeza, hasta que sintió el golpe y la oscuridad descendió sobre él.
Cuando Pelletier llegó a la puerta de Narbona, ya se había congregado allí una multitud.
– ¡Dejadme pasar! -gritó, apartando a todos los que se interponían en su camino, hasta ponerse delante. Allí había un hombre apoyado a cuatro patas en el suelo, con sangre manándole de una herida en la frente.
Dos soldados se cernían sobre él, con las picas apuntándole al cuello. El herido era a todas luces un músico ambulante. Le habían pinchado el tamboril y su flauta yacía a un lado, partida en dos como los huesos después de un festín.
– ¡En nombre de Sainte Foy! ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Pelletier-. ¿Qué crimen ha cometido este hombre?
– No se detuvo cuando le dimos el alto -replicó el mayor de los soldados, cuyo rostro era un mosaico de cicatrices y viejas heridas-. No tiene autorización.
Pelletier se agachó junto al músico.
– Soy Bertran Pelletier, senescal del vizconde. ¿Qué has venido a hacer a Carcassona?
Tras un parpadeo, los ojos del hombre se abrieron.
– ¿Senescal Pelletier? -murmuró, apretando el brazo de Pelletier.
– El mismo. Habla, amigo.
– Besièrs es presa. Béziers ha caído.
Muy cerca, una mujer sofocó un grito llevándose una mano a la boca.
Conmocionado hasta la médula, Pelletier consiguió ponerse nuevamente en pie.
– ¡Vosotros! -ordenó-. Id en busca de refuerzos para que os releven aquí y ayudad a este hombre a llegar al castillo. Si a causa de vuestros malos tratos no puede hablar, sufriréis las consecuencias. -Pelletier se volvió hacia la muchedumbre-, ¡Y vosotros, prestadme atención! -gritó-. Nadie hablará de lo que ha visto aquí. No tardaremos en averiguar si hay algo de cierto en lo que ha dicho.
Cuando llegaron al Château Comtal, Pelletier ordenó que llevaran al músico a las cocinas para que vendaran sus heridas, mientras él iba a informar de inmediato al vizconde Trencavel. Poco después, reconfortado por la dulzura del vino con miel, el músico fue conducido a la torre del homenaje.
Estaba pálido, pero volvía a ser dueño de sí mismo. Temiendo que sus piernas no lo sostuvieran, Pelletier ordenó que trajeran un taburete, para que pudiera dar su testimonio sentado.
– Dinos tu nombre, amic -dijo.
– Pierre de Murviel, messer.
El vizconde Trencavel estaba sentado en el centro, con sus vasallos formando un semicírculo a su alrededor.
– Benvengut , Pierre de Murviel -dijo-. Tienes noticias para nosotros.
Intentando mantener la espalda erguida, con las manos sobre las rodillas y el rostro pálido como la leche, el hombre se aclaró la garganta y empezó a hablar. Había nacido en Béziers, pero había pasado los últimos años en las cortes de Navarra y Aragón. Era músico y había aprendido el oficio del mismísimo Raimon de Mirval, el mejor trovador del Mediodía, lo cual le había valido una invitación del soberano de Béziers. Viendo en ello la oportunidad de volver a ver a su familia, había aceptado y había regresado a su tierra natal.
Hablaba con un hilo de voz y los presentes tenían que aguzar el oído para distinguir lo que estaba diciendo.
– Háblanos de Besièrs -dijo Trencavel-, y no omitas ningún detalle.
– El ejército francés llegó a los muros de la ciudad en vísperas de la festividad de María Magdalena y plantó campamento en la ribera izquierda del Orb. Junto al río se instalaron peregrinos y mercenarios, limosneros y desdichados, una desastrada turba de gente con los pies desnudos y sin más prenda que calzones y camisas. Un poco más allá, los gallardetes de los barones y los clérigos ondeaban sobre los pabellones, en una masa de verdes, oros y rojos. Levantaron mástiles para los estandartes y talaron árboles para los corrales de los animales.
– ¿Quién fue el enviado para parlamentar?
– El obispo de Besièrs, Renaud de Montpeyroux.
– Dicen que es un traidor, messer -intervino Pelletier, inclinándose para hablar al oído a Trencavel-. Dicen que ya se ha unido a la cruzada.
– El obispo Montpeyroux volvió con una lista de presuntos herejes, elaborada por los legados del papa. No sé cuántos nombres habría en el pergamino, messer, pero sin duda eran cientos. Figuraban en él algunos de los ciudadanos más influyentes, acaudalados y nobles de Besièrs, así como los seguidores de la nueva iglesia y los acusados de ser bons chrétiens. Si los cónsules se avenían a entregar a los herejes, Besièrs sería perdonada. De lo contrario…
Dejó sus palabras en suspenso.
– ¿Qué respondieron los cónsules? -preguntó Pelletier. Sería la primera prueba de la fortaleza de su alianza contra los franceses.
– Que antes preferían ahogarse en la salmuera del mar que rendirse o traicionar a sus conciudadanos.
Trencavel dejó escapar un levísimo suspiro de alivio.
– El obispo abandonó la ciudad, acompañado por un reducido número de sacerdotes católicos, mientras el comandante de nuestra guarnición, Bernart de Servian, empezaba a organizar la defensa.
Se detuvo y tragó audiblemente. Incluso Congost, inclinado sobre su pergamino, interrumpió su trabajo y levantó la cabeza.
– La mañana del veintidós de julio amaneció serena. Hacía calor, incluso de madrugada. Un puñado de cruzados que ni siquiera eran soldados, sino simples seguidores de la Hueste, bajaron al río, justo al pie de las fortificaciones del sur de la ciudad. Desde los muros, los observaban. Hubo insultos. Uno de los routiers se acercó al puente, pavoneándose y lanzando injurias. Las ofensas encolerizaron a nuestros jóvenes, que se armaron con lanzas y mazas, y hasta improvisaron un tambor y un estandarte. Resueltos a dar una lección a los franceses, abrieron la puerta y, antes de que nadie pudiera darse cuenta, salieron a la carga, ladera abajo, gritando a voz en cuello, y atacaron a aquel hombre. En un momento, todo había terminado. Desde el puente lanzaron al río el cadáver del routier.
Pelletier miró al vizconde Trencavel, que había palidecido.
– Desde las murallas, la gente de la ciudad llamaba a los chicos para que regresaran, pero éstos estaban demasiado embriagados por su arrojo como para prestarle oídos. El alboroto llamó la atención del capitán de los mercenarios (el roi , como lo llaman los franceses), que viendo abierta la puerta, dio órdenes de atacar. Finalmente, los jóvenes se percataron del peligro, pero ya era tarde. Los routiers los aniquilaron allí mismo. Los pocos que lograron regresar intentaron proteger la puerta, pero los routiers eran mucho más rápidos e iban mejor armados que ellos. Se abrieron paso y la mantuvieron abierta.
»Al cabo de un momento, los soldados franceses habían llegado a las murallas, armados con picas y azadones, y empezaron a trepar por sus escaleras de mano. Bernart de Servian hizo cuanto pudo por defender la fortaleza y conservar el castillo, pero todo sucedió con excesiva rapidez. Los mercenarios se hicieron fuertes en la puerta.
»Cuando los cruzados entraron, comenzó la matanza. Había cuerpos por todas partes, muertos y mutilados; el río de sangre nos llegaba a las rodillas. Los niños fueron arrancados de brazos de sus madres y traspasados con picas y espadas. Cientos de cabezas fueron arrancadas de sus cuerpos y clavadas sobre las murallas para pasto de los buitres, de tal modo que se hubiese dicho que una hilera de gárgolas sangrientas, hechas de carne y hueso, y no de piedra, contemplaban boquiabiertas nuestra derrota. Los mercenarios mataron a todos los que encontraron, sin distinguir edad ni sexo.
El vizconde Trencavel no pudo seguir guardando silencio.
– ¿Cómo es posible que ni los legados ni los barones franceses impidieran la matanza? ¿No sabían nada al respecto?
El de Murviel levantó la cabeza.
– Lo sabían, messer.
– Pero la matanza de inocentes contradice todo código de honor y toda convención de conducta en la guerra -intervino Pierre-Roger de Cabaret-. No puedo creer que el abad de Cîteaux, por muy grande que sea su celo y muy profundo su odio a la herejía, permita que se dé muerte a mujeres y niños cristianos sin brindarles la oportunidad de confesar sus pecados.
– Dicen que cuando le preguntaron al abad qué era menester hacer para reconocer a los buenos católicos de los herejes, él respondió: «Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos» -replicó el de Murviel con voz hueca-. Al menos eso dicen.
Trencavel y Cabaret cruzaron una mirada.
– Continúa -ordenó en tono sombrío Pelletier-. Termina tu relato.