Anduvieron unos pasos más en silencio.
– Si se parece a Marguerite, debe de ser hermosa.
– Oriane destaca por su encanto y su gracia. Muchos hombres la cortejarían. Algunos ni siquiera se toman el trabajo de ocultarlo.
– Tus hijas deben de ser un gran consuelo para ti.
Pelletier lanzó una mirada furtiva a Simeón.
– Alaïs, sí. -Tuvo un instante de vacilación-. Supongo que yo soy el culpable, pero encuentro la compañía de Oriane menos… Intento ser ecuánime, pero me temo que tampoco hay demasiado afecto entre ellas.
– Una pena -murmuró Simeón.
Habían llegado a las puertas. Pelletier se detuvo.
– Ojalá pudiera convencerte para que te alojaras dentro de la Ciutat. O por lo menos en Sant Miquel. Si viene el enemigo, fuera de las murallas no podré protegerte.
Simeón apoyó una mano sobre el brazo de Pelletier.
– Te preocupas demasiado, amigo mío. Yo ya he cumplido mi papel. Te he dado el libro que me había sido confiado. Los otros dos también están dentro de las murallas. Tienes a Esclarmonda y a Alaïs para ayudarte. ¿Quién querría algo de mí ahora? -Se quedó mirando fijamente a su amigo, con sus ojos oscuros y chispeantes-. Mi lugar está con mi gente.
Había algo en el tono de Simeón que alarmó a Pelletier.
– No voy a aceptar que esta despedida sea definitiva -dijo con determinación-. Estaremos bebiendo vino juntos antes de que termine el mes, recuerda mis palabras.
– No son tus palabras lo que me inquieta, amigo mío, sino las espadas de los franceses.
– Te apuesto que cuando llegue la primavera todo habrá terminado. Los franceses habrán regresado a casa cojeando y con el rabo entre las piernas; el conde de Tolosa estará buscando nuevos aliados, y tú y yo nos sentaremos junto al fuego, a rememorar nuestra juventud perdida.
– Pas a pas, se va luènh -respondió Simeón, abrazándolo-. Y saluda calurosamente de mi parte a Harif. ¡Dile que aún estoy esperando aquella partida de ajedrez que me prometió hace treinta años!
Pelletier levantó la mano en gesto de despedida, mientras Simeón atravesaba las puertas. Su amigo no se volvió para mirar atrás.
– ¡Senescal Pelletier!
Pelletier siguió contemplando la multitud que bajaba hacia el río, pero ya no podía distinguir a Simeón.
– Messer! -repitió el mensajero, sonrojado y sin aliento.
– ¿Qué hay?
– Os necesitan en la puerta de Narbona, messer.
Alaïs abrió de un empujón la puerta de su habitación y entró corriendo.
– ¿Guilhelm?
Aunque necesitaba soledad y no esperaba otra cosa, se sintió decepcionada al hallar vacía su alcoba.
Cerró la puerta, se soltó la bolsa de la cintura, la puso sobre la mesa y sacó el libro de su funda protectora. Era del tamaño de un salterio de señora. Las cubiertas eran de madera forrada de piel, simples y desgastadas en las esquinas.
Alaïs desató las tiras de cuero y dejó que el libro cayera abierto en sus manos, como una mariposa desplegando sus alas. La primera página estaba vacía, a excepción de un minúsculo cáliz pintado en el centro en pan de oro, que refulgía como una joya sobre el grueso pergamino color crema. No era más grande que el motivo del anillo de su padre o del merel que había estado brevemente en su poder.
Volvió la página. Cuatro líneas de negra caligrafía la contemplaron, escritas con una letra ornamentada y elegante.
En los bordes había dibujos y símbolos que parecían seguir una pauta repetitiva, como los puntos de la costura en la alforza de una capa. Aves y otros animales, y personajes de largos brazos y dedos afilados. Alaïs contuvo la respiración.
«Son las caras y las figuras de mis sueños.»
Una a una, fue pasando las páginas. Cada una estaba cubierta con líneas de escritura en tinta negra, por una sola cara. Reconoció algunas palabras de la lengua de Simeón, pero no sabía interpretarlas. La mayor parte del libro estaba escrito en su propio idioma. La primera letra de cada página estaba iluminada en rojo, azul o amarillo sobre fondo de oro, pero las demás eran sencillas. No había ilustraciones en los márgenes, ni otras letras destacadas en el cuerpo del texto, y las palabras se sucedían una tras otra, sin huecos ni señales que indicaran dónde acababa un pensamiento y empezaba el siguiente.
Alaïs llegó al pergamino oculto en el centro del libro. Era más grueso y oscuro que el resto de las páginas, y no estaba hecho con piel de ternera, sino de cabra. En lugar de símbolos o ilustraciones, había en él solamente unas pocas palabras, acompañadas de hileras de números y medidas. Parecía una especie de mapa.
Sólo pudo distinguir flechas minúsculas que apuntaban en diferentes direcciones, doradas algunas y negras la mayoría.
Alaïs intentó leer la página de arriba abajo y de izquierda a derecha, pero no consiguió encontrarle ningún sentido y no llegó a ninguna parte. Después intentó descifrarla de abajo arriba y de derecha a izquierda, como se leían las vidrieras de las iglesias, pero tampoco así logró comprender nada. Por último, trató de leer alternando las líneas o escogiendo una palabra de cada tres, pero siguió sin entender nada en absoluto.
«Mira más allá de las imágenes visibles, los secretos ocultos detrás.»
Se esforzó por seguir pensando. A cada guardián, según sus habilidades y conocimientos. Esclarmonda tenía habilidad para sanar, por eso Harif le había confiado el Libro de las pociones. Simeón era un estudioso de la antigua Cabala judía, por eso había tenido a su cargo el Libro de los números. «Este libro.»
¿Qué había impulsado a Harif a escoger a su padre como guardián del Libro de las palabras?
Sumida en sus pensamientos, Alaïs encendió la lámpara y se acercó a su mesilla de noche, de donde sacó pergamino, tinta y pluma. Pelletier se había empeñado en que sus hijas aprendieran a leer y escribir, tras comprender en Tierra Santa el valor de esas habilidades. A Oriane sólo le interesaban las destrezas propias de una señora, como la danza, el canto o el bordado. La escritura -como nunca se cansaba de repetir-era para los viejos y los curas. Alaïs, en cambio, había aprovechado la oportunidad con entusiasmo. Había aprendido con rapidez y, aunque no tenía muchas ocasiones de aplicar sus conocimientos, los tenía en muy alta estima.
Dispuso sobre la mesa su material de escribir. No entendía el texto del pergamino, pero tenía esperanzas de igualar su exquisito arte, colores y estilo, así que al menos podía intentar copiarlo mientras tuviera ocasión de hacerlo.
Le llevó cierto tiempo, pero finalmente lo terminó y dejó la copia sobre la mesa para que se secara. Después, consciente de que su padre regresaría en cualquier momento al castillo con el Libro de las palabras, se concentró en la tarea de ocultar el de los números, tal como éste le había indicado.
Su capa roja preferida no le pareció adecuada. La tela era demasiado delicada y el doblez abultaba. En su lugar, eligió una pesada capa marrón. Era una prenda invernal para salir de caza, pero no tenía alternativa. Con dedos expertos, Alaïs separó el aplique del delantero, hasta conseguir un hueco suficiente por donde insertar el libro. Después, cogió el ovillo que Sajhë le había traído del mercado, que era exactamente del color de la capa, y cosió el volumen por dentro, en lugar seguro.
Alaïs sostuvo la capa y se la echó por los hombros. Colgaba desequilibrada, pero en cuanto también tuviera cosido el libro de su padre, quedaría mucho mejor.
Sólo le faltaba una cosa por hacer. Dejando la capa colgada sobre el respaldo de una silla, Alaïs se acercó a la mesa para ver si la tinta se había secado. Inquieta por la posibilidad de ser interrumpida en cualquier momento, plegó el pergamino y lo introdujo en una bolsita de lavanda. Cosió con cuidado la abertura, para que nadie descubriera accidentalmente su contenido, y volvió a colocarlo debajo de su almohada.
Miró a su alrededor, satisfecha con lo hecho hasta entonces y se dispuso a recoger y ordenar su material de costura.
Entonces se oyó un golpe en la puerta. Alaïs corrió a abrir, esperando ver a su padre, pero en su lugar encontró a Guilhelm, que aguardaba en el umbral, sin saber si era bienvenido. Su familiar media sonrisa, sus ojos de niño perdido…
– ¿Me permitís pasar, dòmna? -preguntó suavemente.
Ella sintió el impulso instintivo de echarle los brazos al cuello, pero la prudencia la contuvo. Se habían dicho demasiadas cosas. Y se habían perdonado muy pocas.
– ¿Me lo permitís?
– Estáis en vuestra habitación -dijo ella en tono ligero-. ¿Cómo podría yo impediros que paséis?
– ¡Cuánta formalidad! -replicó Guilhelm, cerrando la puerta tras él-. Preferiría que fuera el placer, y no el deber, lo que os hiciera hablar así.
– Yo… -dijo ella en tono vacilante, sobrecogida por el intenso anhelo que la invadía-. Me alegro de veros, messer.
– Pareces cansada -dijo él, tendiendo una mano para tocarle la cara.
¡Qué fácil habría sido ceder! Entregarse a él por completo.
Cerró los ojos, sintiendo sus dedos recorriendo su piel. Una caricia, leve como un susurro y natural como la propia respiración. Alaïs se imaginó a sí misma inclinándose hacia él y dejando que la abrazara. Su presencia la embriagaba, la hacía sentirse débil.
«No puedo. No debo.»
Se obligó a abrir los ojos y retrocedió un paso.
– No -murmuró-. Por favor, no lo hagas.
Guilhelm cogió la mano de ella entre las suyas. Alaïs pudo ver que estaba nervioso.
– Pronto… a menos que intervenga Dios, les haremos frente. Cuando llegue el momento, Alzeu, Tièrry y los demás saldremos a su encuentro y quizá no regresemos.
– Sí -dijo ella suavemente, deseando devolver un poco de vida al rostro de su marido.
– Desde nuestro regreso de Besièrs me he portado mal contigo, Alaïs, sin causa ni justificación. Estoy arrepentido y he venido a pedirte perdón. Con demasiada frecuencia siento celos, y los celos me impulsan a decir cosas… cosas que después lamento.
Alaïs le sostuvo la mirada, pero no se atrevió a hablar, insegura de sus propios sentimientos.
Guilhelm se acercó un poco más.
– Pero no te disgusta verme…
Ella sonrió.
– Has estado ausente de mí tanto tiempo, Guilhelm, que ya no sé lo que siento.
– ¿Prefieres que me vaya?
Alaïs sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, pero eso mismo le dio el valor de mantenerse firme. No quería que él la viera llorar.